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Rostov del Don

El mismo día

La gata estaba acurrucada en el alféizar de la ventana, meneando la cola de un lado a otro y siguiendo a Nadia por la habitación con sus ojos verdes, como si no fuera más que una enorme rata. La gata era mayor que ella. Nadia tenía seis años; la gata tendría ocho o nueve. Aquello podría explicar hasta cierto punto su actitud de superioridad. Según el padre de Nadia, por aquella zona había un problema de ratas, así que tener un gato era algo esencial. Bueno, eso era cierto, al menos en parte: Nadia había visto muchas ratas, ratas grandes y atrevidas. Pero nunca había visto que aquella gata hiciera nada para solucionarlo. Era una gata vaga, tremendamente mimada por su padre. ¿Cómo podía creerse un gato más importante que ella? Nunca se dejaba tocar. Una vez, al pasar junto a la gata, le había acariciado el lomo, a lo que ella había respondido dándose la vuelta, bufando y saliendo disparada como un rayo hasta una esquina, con el pelo erizado, como si la niña hubiera cometido un crimen. Entonces decidió dejar de intentar ser su amiga. Si la gata la odiaba, ella la odiaría el doble.

Nadia, que no podía quedarse en casa con la gata mirándola, decidió salir, a pesar de que era tarde y el resto de la familia estaba en la cocina, preparando uzhin. Sabía que no la dejarían ir a dar un paseo, así que no se molestó en preguntar. Se puso los zapatos y salió discretamente por la puerta principal.

Vivía a orillas del río Don con su hermana menor, su padre y su madre, en un suburbio de calles ruinosas y chozas de ladrillo. Las cloacas de la ciudad y los residuos de la fábrica iban a dar al río, un poco más arriba, y a menudo Nadia se sentaba a observar el mosaico de aceites, suciedad y productos químicos que corría por la superficie del agua. Había un sendero marcado que se extendía junto al río, en ambas direcciones. Nadia caminó corriente abajo, hacia el campo. Aunque había poca luz, conocía bien el camino. Tenía un buen sentido de la orientación y, que ella pudiera recordar, nunca se había perdido. Ni una vez. Se preguntaba qué clase de trabajos podría ejercer una chica con un buen sentido de la orientación cuando creciera. Podría convertirse en piloto de guerra. Ser maquinista de tren no tenía mucha razón de ser, pues no tendría que pensar en el destino: era difícil que se perdiera un tren. Su padre le había contado historias de mujeres que pilotaban bombarderos durante la guerra. Aquello le sonaba bien, quería ser como ellas, aparecer en la portada de un periódico, recibir la Orden de Lenin. Aquello llamaría la atención de su padre, le haría sentirse orgulloso de ella. Aquello la apartaría de esa estúpida gata.

Llevaba un rato andando, tarareando una canción, contenta de estar fuera de casa y lejos de la gata, cuando de repente se detuvo. Más adelante pudo ver la silueta de un hombre que venía hacia ella. Era alto, pero en la penumbra era difícil saber nada más. Llevaba una maleta. Normalmente ver a un extraño no la habría preocupado en absoluto. ¿Por qué iba a ser así? Pero hace poco su madre hizo algo peculiar: sentó a Nadia y a su hermana y les advirtió que no debían hablar con desconocidos. Incluso llegó a decirles que era mejor ser maleducada que acceder a la petición de un extraño. Nadia volvió la vista hacia la casa. No estaba muy lejos; si corría, llegaría en menos de diez minutos. Pero el caso es que quería caminar hasta su árbol favorito, que estaba un poco más abajo. Le gustaba encaramarse a él, sentarse y soñar. Si no lo hacía, si no llegaba hasta el árbol, le parecía que el paseo no servía para nada. Se imaginó que aquello era una misión militar: tenía que llegar hasta el árbol, no podía fallar. Tomó una decisión rápida: no le dirigiría la palabra a aquel hombre, seguiría caminando, y si él decía algo, ella respondería «buenas tardes», pero no se detendría.

Siguió andando por el sendero. Aquel hombre estaba cada vez más cerca. ¿Caminaba más deprisa? Eso parecía. Estaba demasiado oscuro para verle la cara. Llevaba una especie de sombrero. Ella se echó a un lado del camino para dejarle suficiente espacio para pasar. Sólo estaban a un par de metros. Nadia sintió miedo, la necesidad imperiosa de pasar de largo. No comprendía por qué. Le echó la culpa a su madre. Los pilotos de bombarderos nunca tenían miedo. Echó a correr. Preocupada de que aquel caballero se tomase aquello por un gesto descortés, gritó:

—¡Buenas tardes!

Con el brazo que tenía libre, Andréi la cogió por la cintura, la levantó del suelo y se la acercó a la cara. La miró a los ojos. Ella estaba aterrorizada; su pequeño cuerpo estaba rígido por la tensión.

Y entonces Nadia se echó a reír. Se recuperó de la sorpresa, rodeó a su padre con los brazos y lo abrazó.

—Me has asustado.

—¿Qué haces fuera tan tarde?

—Quería dar un paseo.

—¿Sabe tu madre que has salido?

—Sí.

—Estás mintiendo.

—No. ¿Por qué has venido por allí? Nunca vienes por allí. ¿Dónde has estado?

—Trabajando. Tenía que hacer algunas cosas en uno de los pueblos que hay justo a las afueras. No había otra forma de volver más que a pie. Sólo he tardado un par de horas.

—Debes de estar cansado.

—Sí, lo estoy.

—¿Puedo llevar tu maleta?

—Pero yo te estoy llevando a ti, así que aunque te diera mi maleta, seguiría llevando el peso yo.

—Podría andar yo sola y llevar tu maleta.

—Creo que puedo hacerlo yo.

—Papá, me alegro de que estés en casa.

Sin soltar a su hija, abrió la puerta con la parte inferior del maletín. Entró en la cocina. Su hija pequeña corrió a saludarlo efusivamente. Contempló el agrado que sentía su familia al verlo volver. Sabían que, cuando se marchaba, volvía.

Nadia estaba mirando a la gata. Celoso de la atención que la niña recibía de su padre, el animal bajó de la ventana, se unió a la familia y empezó a restregarse contra la pierna de su padre. Cuando Andréi la dejó en el suelo, ella pisó sin querer la pata del animal, haciéndole soltar un maullido y salir escopetado. Antes de que pudiera disfrutar de la más mínima satisfacción, su padre la agarró de la muñeca, se agachó y la miró fijamente a través de sus gruesas gafas cuadradas, temblando de ira.

—No vuelvas a tocarla.

Nadia quería llorar. En lugar de eso se mordió el labio. Ya había aprendido que llorar no impresionaba a su padre.

Andréi soltó la muñeca de su hija y se levantó. Estaba nervioso y acalorado. Miró a su mujer. No se había acercado a él, pero le había sonreído.

—¿Has comido?

—Tengo que guardar mis cosas. No quiero comer nada.

Su mujer no intentó abrazarlo ni besarlo delante de las niñas. Era muy estricto con esas cosas y ella lo comprendía.

—¿Te ha ido bien en el trabajo?

—Quieren que me vaya un par de días. No sé exactamente cuánto tiempo.

Sin esperar respuesta, sintiendo claustrofobia, se dirigió a la puerta que llevaba al sótano. La gata lo siguió, animada, con la cola en alto.

Cerró la puerta tras de sí y bajó las escaleras. Se sintió mejor en cuanto estuvo solo. Antiguamente una pareja de ancianos había vivido en aquella parte de la casa, pero la mujer había muerto y el hombre se había mudado al apartamento de su hijo. La oficina de alojamiento no había enviado a otra pareja para reemplazarlos. No era una habitación agradable: un sótano hundido en la ribera del río. Los ladrillos estaban siempre húmedos. En invierno estaba helado. Había una burzhuika, una estufa de madera que la pareja de ancianos tenía que mantener encendida ocho meses al año. El sótano, a pesar de sus muchas desventajas, tenía una cosa buena. Era su espacio. Había una silla en un rincón y una cama estrecha que había pertenecido a los ancianos. A veces dormía allí, cuando las condiciones eran tolerables. Encendió la lámpara de gas y poco después entró otro gato por el hueco de la pared por el que salían las tuberías de la burzhuika.

Abrió el maletín. Entre los papeles y los restos del almuerzo había un bote de cristal con tapa de rosca. Lo abrió. Dentro del bote, envuelto en un viejo número de Pravda empapado de sangre, estaba el estómago de la niña a la que había asesinado unas horas antes. Retiró el papel, con cuidado de no dejar ni un trocito pegado a la carne. Dejó el estómago en un plato de metal y lo cortó en rodajas y después en cubitos. En cuanto terminó encendió la estufa. Cuando ésta estuvo lo suficientemente caliente como para cocinar, había seis gatos dando vueltas a su alrededor. Frió la carne y esperó a que se volviera marrón antes de dejarla de nuevo en el plato. Andréi se quedó mirando a los gatos, a sus pies, disfrutando del espectáculo de su hambre, tomándoles el pelo, mirando cómo maullaban. Estaban muy hambrientos, frenéticos por el olor de la carne cocinada.

Cuando ya se hubo divertido lo suficiente dejó la comida en el suelo. Los gatos se arremolinaron en torno al plato y empezaron a comer, ronroneando de placer.

Arriba, Nadia se quedó mirando la puerta del sótano, preguntándose qué clase de padre prefería los gatos a los niños. Sólo estaría en casa un par de días. No; no tenía razón al enfadarse con su padre. No quería echarle la culpa a él; la culpa era de los gatos. Se le ocurrió una idea. No podía ser tan difícil matar a un gato. Lo complicado sería que no la pillaran.