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El mismo día

Después de haber desechado la investigación realizada por el propio Fiódor sobre el asesinato de su hijo, de haberle amenazado y asustado para que se mantuviera en silencio, Leo iba ahora a pedirle ayuda por el mismo motivo. Necesitaba que Fiódor lo llevase al apartamento de Calina Shapórina porque él no había conseguido averiguar la dirección. Lo cierto es que quizá ni siquiera recordase el nombre correctamente. Por aquel entonces no había prestado demasiada atención y habían pasado muchas cosas. Sin la ayuda de Fiódor tenía pocas esperanzas de encontrar a la testigo.

Leo estaba dispuesto a humillarse, a comerse sus palabras; estaba preparado para soportar la burla y el desprecio siempre que obtuviera los datos de la testigo. Aunque Fiódor era un agente del MGB, Leo contaba con que fuera más leal a la memoria de su hijo. Por mucho que Fiódor odiase a Leo, era probable que su deseo de justicia lo llevara a aliarse con él. ¿O no? De todas formas, la manera en que Leo había manejado el caso cuatro meses antes había sido correcta. Una investigación no autorizada de la muerte de su hijo habría puesto en peligro a toda su familia. Quizá Fiódor había terminado por entenderlo. Era mejor proteger a los vivos; era mejor entregar a Leo al Estado. De esa forma disfrutaría tanto de seguridad como de venganza. ¿Qué decisión iba a tomar? Leo no tenía más opción que llamar a la puerta de su casa y averiguarlo.

En el bloque de apartamentos 18, en la cuarta planta, una mujer anciana abrió la puerta. Era la mujer que le había plantado cara, la que se había atrevido a llamar a un asesino por su nombre.

—Me llamo Leo. Ésta es mi esposa, Raisa.

La anciana se quedó mirando a Leo, recordándolo, odiándolo. Echó un vistazo a Raisa.

—¿Qué quieren?

Raisa contestó en voz baja:

—Estamos aquí para hablar del asesinato de Arkadi.

Hubo un largo silencio. La anciana examinó ambas caras antes de responder.

—Les han dado la dirección equivocada. Aquí no ha muerto ningún niño.

Cuando iba a cerrar la puerta, Leo metió el pie.

—Tenían razón.

Leo esperaba encontrar ira. Pero la anciana se echó a llorar.

Fiódor, su mujer y la anciana (la madre de Fiódor) estaban juntos, formando una troika civil, un tribunal de ciudadanos. Observaron cómo Leo se quitaba el abrigo y lo dejaba en la silla. Luego se sacó el jersey y empezó a desabrocharse la camisa. Debajo, pegados al cuerpo con cinta, estaban los detalles de los asesinatos: fotos, descripciones, declaraciones, mapas que mostraban la extensión geográfica de los crímenes: las pruebas más importantes que tenían.

—He tenido que tomar ciertas precauciones para llevar este material conmigo. Son los detalles de más de cuarenta asesinatos de niños y niñas, muertos por toda la mitad occidental del país. Fueron asesinados casi de la misma forma, de la misma manera que pienso que mataron a tu hijo.

Leo se arrancó los papeles del pecho: los que estaban más cerca de la piel estaban empapados de sudor. Fiódor los cogió y los hojeó. Su mujer se acercó, y su madre, también. Los tres empezaron a leer los documentos, a pasárselos el uno al otro. La mujer de Fiódor habló primero.

—Y si lo atrapan, ¿qué harán?

Por extraño que pudiera parecer, era la primera vez que alguien le hacía esa pregunta a Leo.

—Lo mataré.

Una vez que Leo hubo explicado la naturaleza de su investigación personal, Fiódor no perdió el tiempo con insultos ni reproches. Resultaba evidente que ni por un instante se le hubiera pasado por la cabeza negarles su ayuda, dudar de su sinceridad o preocuparse por las repercusiones. Tampoco pensaron nada parecido ni su mujer ni su madre, al menos de manera significativa. Fiódor estaba dispuesto a llevarlos al apartamento de Galina inmediatamente.

El camino más corto era atravesar las vías del tren, donde habían encontrado a Arkadi. Había varias vías paralelas, que ocupaban un gran espacio. A los lados se veían hileras irregulares de árboles y arbustos. A la escasa luz del atardecer Leo se percató del interés de aquella apartada tierra de nadie. Estaba en el centro de la ciudad y ponía los pelos de punta por lo vacía que estaba. ¿Había corrido el pequeño por entre las vías, perseguido por aquel hombre? ¿Se había caído al suelo intentando huir desesperadamente? ¿Había pasado un tren en la oscuridad, indiferente? Leo se alegró de salir de las vías.

Mientras se acercaban al apartamento Fiódor explicó que era mejor que Leo se quedase fuera. Galina había sentido miedo la última vez que lo vio: no podían arriesgarse a que volviera a negarse a hablar. Leo estuvo de acuerdo. Irían sólo Raisa y Fiódor.

Raisa siguió a Fiódor por las escaleras. Llegaron al apartamento y llamaron a la puerta. Escuchó voces de niños que jugaban dentro. Eso le agradó. No es que pensara que una mujer debiera ser madre para darse cuenta de la gravedad del asunto, pero el hecho de que los hijos de Galina corriesen peligro haría más fácil su reclutamiento.

Una mujer de unos treinta años, muy delgada, abrió la puerta. Estaba cubierta de ropa, como si fuese pleno invierno. Parecía enferma. Su mirada era nerviosa, analizaba cada detalle de la apariencia de Fiódor y Raisa. Al parecer Fiódor la reconoció.

—Galina, ¿se acuerda de mí? Soy Fiódor, el padre de Arkadi, el niño asesinado. Ésta es mi amiga Raisa. Vive en Voualsk, una ciudad cercana a los Urales. Galina, estamos aquí porque el hombre que mató a mi hijo está asesinando a más niños, en otras ciudades. Por eso ha venido Raisa a Moscú, para que podamos trabajar juntos. Necesitamos su ayuda.

Galina hablaba en voz baja, casi en susurros.

—¿Cómo puedo ayudarles? Yo no sé nada.

Raisa, que se esperaba una respuesta como aquélla, explicó:

—Fiódor no está aquí como agente del MGB. Somos un grupo de padres y madres, de ciudadanos corrientes escandalizados por estos crímenes. Su nombre no va a aparecer en ningún documento; no hay documentos. No volverá a vernos ni a oír hablar de nosotros. Lo único que necesitamos es saber qué apariencia tenía. ¿Qué edad puede tener? ¿Es alto? ¿De qué color tiene el pelo? ¿Llevaba ropa cara o barata?

—Pero el hombre al que yo vi no iba con un niño. Ya se lo dije.

Fiódor respondió:

—Por favor, Galina, déjenos pasar un segundo. Hablemos fuera del pasillo.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo ayudarles. No sé nada.

Fiódor empezaba a ponerse nervioso. Raisa le tocó el hombro, haciéndole callar. Tenían que permanecer tranquilos, no podían agobiarla. La paciencia era la clave.

—Está bien, Galina, no pasa nada. No vio usted a un hombre con un niño. Fiódor me ha dicho que vio a un hombre con una bolsa de herramientas, ¿no es verdad?

Ella asintió.

—¿Podría describírnoslo?

—Pero no iba con ningún niño.

—Entiendo. No iba con ningún niño. Eso ha quedado claro. Sólo llevaba una bolsa de herramientas. Pero ¿qué aspecto tenía?

Galina se lo pensó. Raisa contuvo el aliento, notó que estaba a punto de ceder. No necesitaban aquella información por escrito. No necesitaban un testimonio firmado. Sólo necesitaban una descripción, algo suelto, algo que podía negarse. Treinta segundos: era todo lo que les hacía falta.

—No tiene nada de malo decirnos qué aspecto tenía un hombre con una bolsa de herramientas. A nadie puede causarle problemas describir a un trabajador del ferrocarril.

Raisa miró a Fiódor. Había cometido un error. Alguien podía tener problemas por describir a un trabajador del ferrocarril. Podía tener problemas por mucho menos. Lo más seguro era siempre no hacer nada. Galina negó con la cabeza y se echó hacia atrás.

—Lo siento, estaba oscuro. No lo vi. Tenía una bolsa, eso es todo lo que recuerdo.

Fiódor puso la mano en la puerta.

—No, Galina, por favor…

Galina volvió a negar con la cabeza.

—Váyanse.

—Por favor, por favor…

Ella empezó a gritar, como un animal asustado.

—¡Váyanse!

Silencio. Dejó de escucharse a los niños jugando. Apareció el marido de Galina.

—¿Qué sucede?

En el pasillo empezaron a abrirse las puertas de los apartamentos. La gente miraba, observaba, señalaba: aquello alarmó todavía más a Galina. Raisa, al darse cuenta de que estaban perdiendo el control de la situación, de que iban a perder a su testigo, se acercó y abrazó a Galina, como si se estuviera despidiendo de ella.

—¿Qué aspecto tenía? Dígamelo, susúrremelo al oído.

El marido de Galina intentó separarlas.

—¡Ya basta!

Galina intentaba zafarse, pero Raisa no la soltó. Se aferró al brazo de aquella desconocida, suplicando, repitiendo:

—¿Qué aspecto tenía?

Mejilla contra mejilla, Raisa esperó, cerró los ojos con esperanza. Podía sentir el aliento de Galina. Pero ésta no respondió.