Moscú
5 de julio
Hasta el día anterior, si hubieran arrestado a Leo no habría nada que relacionase directamente a Raisa con su investigación no autorizada. Podría haberlo denunciado y haber tenido alguna posibilidad de sobrevivir. Ya no era así. El tren estaba llegando a Moscú y ellos viajaban con documentación falsa: ambos eran culpables.
¿Por qué había decidido Raisa subir al tren? ¿Por qué había acompañado a Leo? Aquello iba en contra de su principio básico: la supervivencia. Estaba asumiendo un riesgo enorme cuando existía una alternativa. Podría haberse quedado en Voualsk y no hacer nada, o, para estar más a salvo, podría haber traicionado a Leo y confiar en que aquella traición asegurase su futuro. Era una estrategia desagradable, hipócrita y ruin, pero ella ya había hecho muchas cosas para sobrevivir, incluso casarse con Leo, un hombre al que despreciaba. ¿Qué había cambiado? No era por amor. Leo era ahora su compañero, aunque no en el sentido marital. Eran compañeros en la investigación. Él confiaba en ella, la escuchaba; no lo hacía por cortesía, sino porque la consideraba su igual. Eran un equipo, compartían una meta común, los unía un propósito más importante que cualquiera de sus vidas. Se sentía con energías, excitada, no quería regresar a su vida anterior basada en la subsistencia, en la que vivía preguntándose qué porción de su alma tendría que cortar y vender para poder sobrevivir.
El tren se detuvo en Yaroslavavsky Vokzal. Leo era muy consciente de lo que significaba volver allí, viajar por las mismas vías en las que habían encontrado el cuerpo de Arkadi. Era la primera vez que volvían a Moscú desde su exilio, cuatro meses antes. Oficialmente no tenían nada que hacer allí. Sus vidas y la investigación dependían de no ser descubiertos. Si los atrapaban, morirían. El motivo de su viaje era una mujer llamada Galina Shapórina; una mujer que había visto al asesino, una testigo que podía describirlo, ponerle una edad, darle cuerpo, hacerlo real. Por el momento ni Leo ni Raisa tenían ni idea de la clase de hombre que estaban buscando. No tenían ninguna pista sobre si era viejo o joven, delgado o gordo, andrajoso o elegante. En pocas palabras: podía ser cualquiera.
Además de hablar con Galina, Raisa había propuesto hablar con Iván, su compañero en la escuela. Había leído mucho material occidental censurado y tenía acceso a publicaciones restringidas, artículos de revistas, periódicos y traducciones no autorizadas. Podría conocer estudios de casos similares en el extranjero: asesinatos aleatorios, múltiples, con un ritual. Raisa sólo conocía escasos detalles de crímenes como aquéllos. Había oído hablar del estadounidense Albert Fish, que asesinaba a niños y se los comía. Había escuchado historias sobre un francés, el doctor Petiot, quien durante la Gran Guerra Patriótica había llevado a judíos a su sótano ofreciéndoles protección, y allí los había asesinado y quemado sus cuerpos. No tenía ni idea de si aquello no era más que propaganda soviética sobre la decadencia de la sociedad occidental, asesinos que representaban el resultado de una sociedad fallida y una política perversa. En lo que respectaba a su investigación, una teoría determinista no les servía para nada. Sólo podría significar que el sospechoso al que buscaban sería un extranjero, alguien cuyo carácter se hubiera forjado al vivir en una sociedad capitalista. Pero estaba claro que el asesino se movía con facilidad por el país, hablaba ruso y engatusaba a los niños. Era un asesino que operaba en el marco de su país. Todo lo que sabían o les habían contado sobre esa clase de crímenes era irrelevante. Tenían que olvidar toda presunción y empezar de cero. Y Raisa pensaba que el acceso que tenía Iván a material restringido era crucial para informarse.
Leo entendía que aquel material pudiera serles beneficioso, pero también quería relacionarse con el menor número de gente posible. Su principal objetivo era hablar con Galina Shapórina; Iván era secundario. Leo no estaba del todo convencido de que mereciera la pena arriesgarse. Sin embargo, reconocía que aquella percepción estaba determinada por factores personales. ¿Sentía celos de la relación que tenía su mujer con Iván? Sí. ¿Quería compartir su investigación con Iván? Ni por un segundo.
Leo miró por la ventana mientras esperaba a que bajara todo el mundo. En las estaciones de tren patrullaban tanto agentes uniformados como camuflados. Todos los puntos de convergencia de transportes eran considerados puntos vulnerables a la infiltración. Había controles armados en las carreteras. Los puertos y los muelles estaban constantemente vigilados. En ningún otro sitio había tantos niveles de protección como en Moscú. Estaban intentando colarse en la ciudad más protegida del país. Su única ventaja era que Vasili tenía pocos motivos para suponer que serían capaces de arriesgarse tanto como para embarcarse en un viaje como aquél. Justo antes de bajarse del tren Leo se dirigió a Raisa.
—Si cruzas la mirada con alguien, con un guardia o con alguien que parezca ser un ciudadano de a pie, no la apartes inmediatamente. No sonrías ni hagas gestos de ninguna clase. Mantén el contacto visual un momento y después mira a otra parte.
Bajaron al andén. Ninguno de los dos llevaba mucho equipaje. Las maletas grandes tenían más posibilidades de llamar la atención. Caminaban deprisa, tuvieron que frenarse, no correr demasiado. Leo sintió alivio al ver el bullicio que había en la estación. De todas formas pudo sentir que el cuello de la camisa se le empapaba de sudor. Intentó calmarse y pensar que no había prácticamente ninguna posibilidad de que los agentes que había allí los estuvieran buscando a ellos. Ya habían tenido cuidado de esquivar cualquier posible vigilancia en Voualsk. Habían dicho que se iban de vacaciones a practicar el senderismo en la montaña. Para irse de vacaciones había que rellenar formularios. Debido a su humilde posición sólo habían podido pedir un par de días. Con tan poco tiempo disponible se marcharon al bosque, describiendo un círculo y asegurándose de que no los seguían. Una vez seguros de que estaban solos volvieron al bosque que había cerca de la estación. Se cambiaron de ropa, llena de barro, enterraron el material de acampada y se sentaron a esperar la llegada del tren de Moscú. Subieron en el último minuto. Si todo salía como lo habían planeado, recogerían el informe de la testigo, volverían a Voualsk, irían al bosque, recuperarían el equipo y se volverían a poner la ropa llena de barro.
Volverían a la ciudad por uno de los senderos del bosque que había al norte.
Casi habían alcanzado la salida cuando un hombre los llamó desde atrás:
—Los papeles.
Leo se dio la vuelta sin dudar. No sonrió ni intentó aparentar tranquilidad. Aquel agente era de la Seguridad del Estado. Pero Leo no lo reconoció. Era una suerte. Le entregó sus papeles, y Raisa, los suyos.
Leo estudió el rostro de aquel hombre. Era alto, robusto. Sus ojos se movían despacio, con movimientos lentos. No era más que una inspección rutinaria. De todas formas, con rutina o sin ella, los papeles que estaba examinando eran falsos, una imitación pasable como mucho. Cuando Leo era agente no los habría tomado por auténticos de ninguna manera. Nésterov les había ayudado a conseguirlos, los había amañado con la ayuda de Leo. Habían trabajado mucho, pero cuanto más se esforzaban, más se daba cuenta Leo de su fragilidad: las raspaduras del papel, los puntos en que la tinta goteaba, las líneas dobles allí donde se había sellado dos veces. En aquel momento se preguntó cómo podía haber confiado en aquellos documentos y llegó a la conclusión de que no lo había hecho. Había confiado en que no se los pidieran.
Raisa observó cómo aquel agente estudiaba minuciosamente el documento y se dio cuenta de que apenas sabía leer. Intentaba ocultar aquel hecho haciendo como si estuviera examinando el papel de forma exhaustiva. Pero ella ya había visto a muchos niños con el mismo problema: no ser capaces de localizar los signos. Aquel hombre movía los labios mientras examinaba los renglones. Ella sabía que si dejaba traslucir que era consciente de su debilidad, lo más seguro es que él se enfadara. Mantuvo una expresión de miedo. Se percató de que aquel hombre disfrutaba cuando la gente le tenía miedo: aquello calmaría su ansiedad. Estaba claro que aquel agente comprobaría las expresiones de sus rostros, no porque tuviera dudas respecto al documento, sino porque le preocupaba que le perdieran el miedo. Golpeó los documentos contra la palma de la otra mano, dejando claro que los estaba sopesando, satisfecho porque seguía siendo un hombre temible que tenía poder sobre sus vidas.
Déjenme ver sus maletas.
Leo y Raisa abrieron sus pequeñas maletas. No llevaban más que una muda y algunos enseres básicos. El agente empezaba a aburrirse. Se encogió de hombros. Por respuesta ellos asintieron de forma reverencial y se marcharon hacia la salida, intentando no caminar demasiado rápido.