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Tres meses después

Sureste del Oblast de Rostov

El mar de Azov

4 de julio

Nésterov se sentó con los dedos de los pies enterrados en la arena. Aquella parte de la playa era popular entre los que vivían en la cercana ciudad de Rostov del Don, a unos cuarenta kilómetros al noreste. Aquel día no era una excepción. La playa estaba abarrotada, como si los habitantes de la ciudad hubieran terminado de hibernar, con los cuerpos incoloros tras el largo invierno. ¿Podría adivinar a qué se dedicaban por la forma de sus cuerpos? Los más gordos eran importantes, de alguna forma. Quizá fueran directores de fábricas, o importantes miembros del Partido, o altos cargos de la Seguridad del Estado, no de los que daban patadas en las puertas, sino de los que firmaban formularios. Nésterov tuvo cuidado de no llamar la atención. Se concentró en su familia. Sus dos hijos jugaban donde el agua no era muy profunda y su mujer estaba tumbada junto a él, dormida de costado, con los ojos cerrados y las manos debajo de la cabeza. A primera vista parecían felices: la perfecta familia soviética. Tenían muchos motivos para estar relajados: estaban de vacaciones, les habían permitido hacer uso de un coche de la milicia, tenían un cupón estatal para la gasolina; era una recompensa por la fructífera, eficiente y discreta manera en que había llevado por separado las dos investigaciones de los asesinatos. Le habían dicho que se relajara. Ésa había sido la orden. Mascaba aquellas palabras en su cabeza, percibiendo la ironía.

El juicio a Varlam Babínich había durado dos días. La defensa había aducido enajenación mental. Según el procedimiento, la defensa tenía que basarse en el mismo testimonio de los expertos a los que se había recurrido durante el proceso. No podían llamar a testigos independientes. Nésterov no era abogado, y no necesitaba serlo para comprender la enorme ventaja que aquello suponía para la acusación. En el caso de Babínich significaba que la defensa no podía llamar a ningún testigo que no hubiera sido interrogado primero por la acusación. Como en el Hospital 379 no trabajaba ningún psiquiatra, la acusación había seleccionado a un médico no especializado para dar su opinión. Aquel doctor había afirmado que, en su opinión, Varlam Babínich conocía la diferencia entre el bien y el mal y que sabía que el asesinato estaba mal; sin duda la inteligencia del acusado era limitada, pero suficiente como para entender conceptos como «crimen». Al fin y al cabo al ser arrestado había dicho:

Me he metido en un lío.

La defensa no había tenido más remedio que llamar al mismo médico e intentar argumentar el punto de vista contrario. Varlam Babínich había sido declarado culpable. Nésterov había recibido una carta mecanografiada en la que se le informaba de que aquel muchacho de diecisiete años había muerto de rodillas, de un tiro en la nuca.

El caso del doctor Tiapkín había durado menos, apenas un día. Su mujer había testificado que era violento, había descrito sus enfermizas fantasías y asegurado que la única razón por la que no había dicho nada hasta entonces era porque temía por su vida y la de su bebé. También le había dicho al juez que había renunciado a su religión, el judaísmo. Criaría a sus hijos para que fueran leales al comunismo. A cambio de su testimonio se la había trasladado a Shajti, una ciudad ucraniana, donde podría continuar con su vida sin padecer el estigma del horrendo crimen cometido por su marido. Como nadie había oído hablar de aquel crimen fuera de Voualsk, ni siquiera necesitaba cambiarse el nombre.

Concluidos ambos casos, el tribunal procedió a juzgar doscientos casos de hombres acusados de comportamiento antisoviético. Aquellos homosexuales fueron sentenciados a trabajos forzados que iban desde cinco a veinticinco años. Para poder tramitar todos los casos con rapidez, el juez desarrolló una fórmula para sentenciarlos que dependía de su historial laboral, el número de hijos que tuvieran y, finalmente, de la cantidad de encuentros sexuales perversos que se suponía que habían tenido. Pertenecer al Partido era considerado como agravante, pues significaba que el acusado había mancillado el nombre del mismo. Deberían haber sido más sensatos, por lo que se canceló su afiliación. A pesar de lo repetitivo de las sesiones, Nésterov había asistido a todas ellas, a las doscientas y pico. Una vez sentenciado el último, abandonó el tribunal y fue recibido con felicitaciones por los oficiales locales del Partido. Había hecho bien. Casi con toda certeza tendría un apartamento nuevo en los próximos dos meses, y si no para finales de año.

Varias noches después de la conclusión de los juicios, mientras yacía despierto en la cama, su mujer le había dicho que sólo era cuestión de tiempo que acabara aceptando ayudar a Leo. Ella quería que lo admitiese y se pusiera manos a la obra. ¿Acaso había esperado él a obtener su permiso? Quizá hubiera sido así. No sólo estaba poniendo en juego su vida, también la de su familia. En realidad técnicamente no estaría haciendo nada malo si hacía preguntas e investigaba, pero eso era actuar por cuenta propia. La acción independiente siempre era un riesgo, porque implicaba que las estructuras dispuestas por el Estado habían fallado; que el individuo podía conseguir algo de lo que el Estado, por alguna razón, no era capaz. De todas formas confiaba en poder iniciar una investigación discreta, informal, que no aparentaría ser más que una serie de conversaciones entre colegas. Si descubría que no había casos similares, que no habían asesinado a más niños, entonces podría estar seguro de que los brutales castigos que había ayudado a infligir habían sido justos y apropiados. Aunque no se fiaba de Leo y no le gustaba la duda que éste había planteado, no podía negar que aquel hombre había hecho una pregunta muy sencilla. ¿Tenía sentido su trabajo o no era más que una forma de supervivencia? No había que avergonzarse de querer sobrevivir; era lo que hacía la mayoría de la gente. Sin embargo, ¿era suficiente vivir en la miseria sin recibir a cambio la recompensa de sentirse orgulloso, sin poder pensar que lo que hacía servía para algo?

Durante las últimas diez semanas Nésterov había actuado por su cuenta, solo, sin hablar con Leo ni pedir su colaboración. Como lo más probable era que éste estuviera bajo vigilancia, cuanto menos contacto hubiera entre ellos, mejor. Lo único que había hecho había sido escribir una breve nota —Te ayudaré—, acompañada de la orden de destruirla inmediatamente.

No había una forma sencilla de acceder a los archivos regionales sobre crímenes. Había hecho llamadas telefónicas y escrito cartas. Había mencionado el motivo sólo de pasada, alabando la eficiencia de su departamento a la hora de resolver con rapidez ambos casos, con la intención de suscitar por la otra parte un alarde similar. A medida que empezaron a llegar las respuestas se había visto obligado a realizar varios viajes en tren fuera de servicio; había llegado a ciudades en las que se había encontrado con sus colegas, había bebido con ellos, había hablado de casos relevantes durante algo menos de un minuto antes de ponerse a alardear de otras cosas. Era un sistema del todo ineficaz de recabar información. De tres horas bebiendo podía sacar dos minutos de conversación útil. Después de ocho semanas Nésterov no había descubierto ni un solo crimen sin resolver. Entonces llamó a Leo a su despacho.

Leo entró, cerró la puerta y se sentó. Nésterov comprobó que no hubiera nadie en los pasillos antes de volver, cerrar con llave y meter la mano debajo del escritorio. De allí sacó un mapa de la Unión Soviética, que extendió encima de la mesa, sujetando los extremos con libros. Entonces cogió un puñado de chinchetas. Clavó dos sobre Voualsk, dos en Molotov, dos en Viatka, dos en Gorki y dos en Kazan. Las chinchetas formaban una hilera de ciudades que seguía la línea ferroviaria hacia el oeste, hacia Moscú. Nésterov no había ido a Moscú, evitando a propósito a los agentes de la milicia de allí, que probablemente sospecharían de cualquiera que hiciera preguntas. Al oeste de Moscú Nésterov no había tenido tanto éxito a la hora de reunir información, aunque había encontrado un posible incidente en Tver. Más al sur clavó tres chinchetas en la ciudad de Tula, dos en Orel y dos en Bélgorod. Ya en Ucrania, cogió dos cajas de chinchetas y se echó al menos veinte en la mano. Prosiguió: tres chinchetas en las ciudades de Járlov y Górlovka, cuatro en la ciudad de Zaporoshi, tres en la ciudad de Kramatorsk y una en Kiev. Saliendo de Ucrania colocó cinco en Taganrog y, finalmente, seis dentro y en los alrededores de la ciudad de Rostov.

Nésterov comprendió la reacción de Leo: un silencio anonadado. Lo cierto era que él había sentido algo parecido mientras recopilaba aquella información. Al principio había intentado pasar por alto las similitudes: el material recogido del suelo que los niños tenían en la boca, que los agentes llamaban tierra o barro; los torsos mutilados. Pero las coincidencias eran demasiado sorprendentes. Tenían un trozo de cuerda atado al tobillo. Los cuerpos estaban siempre desnudos, la ropa en un montón a cierta distancia. Los escenarios de los crímenes eran bosques, parques, y a menudo cerca de estaciones de tren. Nunca tenían lugar dentro de casas ni de ningún otro sitio.

Ninguna ciudad se había comunicado con otra, aunque algunos de los crímenes se habían perpetrado a menos de cincuenta kilómetros de distancia. No se había trazado ninguna línea de conexión, nada que uniera aquellas chinchetas. Los habían resuelto echándole la culpa a borrachos, ladrones o violadores convictos; indeseables, gente que podía ser sospechosa.

Según había podido contar, en total había unos cuarenta y tres. Nésterov estiró la mano, cogió otra chincheta de la caja y la clavó en el centro de Moscú, convirtiendo a Arkadi en el niño 44.

Nésterov despertó con la mejilla pegada a la arena y la boca abierta. Se irguió y se limpió la arena. Echó un vistazo a su alrededor. El sol había desaparecido tras un manto nublado. Buscó a sus hijos; miró por toda la playa, a la gente que jugaba. Su hijo mayor, Efim, de siete años, estaba sentado en la orilla. Pero su hijo menor —de tan sólo cinco años— no estaba a la vista. Nésterov miró a su mujer. Estaba cortando rodajas de cecina, preparando la comida.

—¿Dónde está Vadim?

Inessa alzó la vista, encontró inmediatamente a su hijo mayor, pero no al pequeño. Con el cuchillo todavía en la mano se levantó, miró a su alrededor, detrás de ellos. No pudo verlo, así que dejó el cuchillo. Ambos se acercaron a Efim y se agacharon junto a él, cada uno a un lado.

—¿Dónde está tu hermano?

—Dijo que iba a volver con vosotros.

—¿Cuándo?

—No lo sé.

—Piensa.

—Hace poco. No estoy seguro.

—Os dijimos que permanecierais juntos.

—¡Dijo que iba a volver con vosotros!

—¿No se metió en el agua?

—Fue hacia allá, con vosotros.

Nésterov volvió a levantarse y miró al agua. Vadim no se había metido en el mar, no había querido nadar. Estaba en la playa, en algún lugar entre aquellos cientos de personas. Le vinieron a la mente imágenes de los archivos de los casos. Una niña había sido asesinada cerca de un popular sendero junto a un río. Otra pequeña había muerto en un parque, tras un monumento, a cientos de kilómetros de su casa. Se agachó junto a su hijo:

—Vuelve a las toallas. Quédate allí sin hacer caso de nadie que hable contigo, digan lo que digan. Aunque sean mayores que tú y te exijan respeto, quédate donde estás.

Al recordar cuántos niños habían sido convencidos para desaparecer en los bosques cambió de parecer y cogió a su hijo de la mano.

—Ven conmigo. Los dos buscaremos a tu hermano.

Su mujer echó a andar en la dirección opuesta, mientras Nésterov marchaba por entre la gente, a paso ligero, demasiado rápido para su hijo, por lo que lo cogió y lo llevó en brazos. Llegaron al final de la playa, que terminaba donde empezaba la hierba alta y los juncos. Vadim no estaba por ninguna parte.

Efim sabía algo sobre el trabajo de su padre. Sabía que habían asesinado a dos niños en su ciudad, porque sus padres se lo habían contado, aunque le habían hecho jurar que no hablaría de ello con nadie. Nadie debía preocuparse por ellos. Los casos se iban a resolver. Efim sabía que su hermano pequeño estaba en peligro. Era un muchacho hablador, amigable. Le resultaba difícil ser maleducado con la gente. Efim debería haberlo vigilado mejor, y al darse cuenta de que era culpa suya se echó a llorar.

Al otro lado de la playa, Inessa llamó a su hijo. Había leído los documentos de la investigación de su marido. Sabía perfectamente lo que les pasaba a los niños desaparecidos. Le entró pánico, se culpó a sí misma. Ella le había dicho a su marido que ayudara a Leo. Ella lo había animado, aconsejándole que tomara precauciones básicas, como mantener la investigación en secreto. Había leído las cartas antes de que él las enviase, sugiriendo la inserción de ciertas frases por si las interceptaban. Al ver el mapa con las chinchetas las había tocado todas. Eran muchísimas. Aquella noche durmió en la misma cama que sus hijos. Hacer coincidir sus vacaciones con la investigación había sido idea suya. Como la mayor concentración de asesinatos se había producido al sur del país, la única forma de que Nésterov pudiera realizar una expedición sustancial sin levantar sospechas era aprovechar las vacaciones familiares como tapadera. Hasta entonces no se había dado cuenta de que había puesto en peligro a sus hijos. Los había llevado al hogar de aquel misterioso mal. Había subestimado el poder de aquello que estaban buscando. Ningún niño estaba a salvo. Al parecer acompañaban al asesino, morían a escasos metros de sus hogares. Ahora aquella cosa se había llevado a su hijo menor.

Apenas sin aliento, llamando a su hijo a gritos, exclamando su nombre a los bañistas, notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. La gente empezó a rodearla con sus miradas estúpidas, indiferentes. Ella les suplicó que la ayudaran.

—Sólo tiene cinco años. Se lo han llevado. Tenemos que encontrarlo.

Una mujer de mirada seria intentó calmarla.

—Estará por aquí, en alguna parte.

—No lo entiende: corre un grave peligro.

—¿Por qué?

Apartó a aquella mujer de su camino y empezó a dar vueltas, gritando su nombre. De repente notó que las robustas manos de un hombre la sujetaban por los brazos.

—Se han llevado a mi hijo menor. Por favor, ayúdeme a encontrarlo.

—¿Por qué no se calma?

—No, lo matarán. Lo asesinarán. Tiene que ayudarme a encontrarlo.

El hombre se rió.

—Nadie va a matar a nadie. Está bastante seguro.

Ella intentó zafarse, pero aquel hombre no la soltaba. Rodeada de rostros condescendientes, intentó liberarse.

—¡Suélteme! ¡Tengo que encontrar a mi hijo!

Nésterov se abrió paso entre la multitud hasta llegar a su mujer. Había encontrado a su hijo pequeño jugando entre los juncos, y ahora llevaba en brazos a ambos. Aquel hombre soltó el brazo de Inessa. Ella abrazó a Vadim, le cogió la cabeza, como si fuera frágil y fuera a romperse. Se quedaron allí, como una familia, rodeados de rostros hostiles. ¿Por qué se habían comportado así? ¿Qué les pasaba? Efim susurró:

—Vámonos.

Abandonaron la multitud, recogieron sus cosas apresuradamente y se marcharon en dirección al coche. En el camino de barro sólo había otros cuatro vehículos. El resto de los bañistas había llegado en tren. Nésterov encendió el motor y los sacó de allí.

En la playa, una mujer delgada con algunas canas observó cómo se alejaba el coche. Apuntó el número de matrícula, pues había decidido que aquélla era una familia a la que había que investigar.