Sureste del Oblast de Rostov, al oeste de Gúkovo
2 de abril
Petia se levantó cuando aún era de noche. Estaba sentado en los fríos escalones de piedra de su granja, esperando con impaciencia el amanecer, para pedir a sus padres que le dejasen ir a la ciudad. Después de haber ahorrado durante meses, tenía ya suficiente dinero para comprar otro sello, con el que llegaría a la última página de su álbum. Su padre le había regalado sus primeros sellos el día de su quinto cumpleaños. No los había pedido, pero se había aficionado, con cierta cautela al principio, y después con más y más avidez, hasta que acabó convirtiéndose en una obsesión. Durante los dos últimos años había coleccionado sellos, que había obtenido de las otras familias que trabajaban en el koljós: la granja colectiva 12, la que les habían asignado a sus padres. Incluso había conocido a gente en Gúkovo, la ciudad más cercana, con la esperanza de que le dieran sus sellos. Cuando su colección creció, se compró un álbum de papel barato en el que fue pegando los sellos en ordenadas hileras. Guardaba aquel álbum en una caja de madera que le había fabricado su padre, con el único propósito de protegerlo de posibles accidentes. Aquella caja era necesaria, pues Petia no podía dormir por las noches; tenía que comprobar constantemente que no había goteras en el techo o que las ratas no se hubieran comido sus preciadas páginas. Y de todos los sellos que había recopilado, los que más le gustaban eran los cuatro primeros que le había regalado su padre.
De vez en cuando sus padres le daban un kopek; no un kopek que les sobrase, pues él tenía ya edad para saber que el dinero nunca sobraba. A cambio, él siempre trabajaba un poco más en la granja. Tardaba tanto tiempo en ahorrar el dinero que pasaban los meses y lo único que podía hacer era pensar en qué sellos se compraría después. La noche anterior le habían dado otro kopek, cosa que a su madre no le había parecido buena idea. No porque no quisiera que comprase sellos, sino porque sabía que aquello significaría que no iba a dormir en toda la noche. Tenía razón.
En cuanto salió el sol, Petia entró a toda prisa. Su madre insistió en que comiera un cuenco de avena antes de ir a ninguna parte. Él se lo tomó tan rápido como pudo, ignorando a su madre, que le advertía que le iba a doler el estómago. Cuando terminó, salió corriendo de la casa al sendero que serpenteaba por entre los campos hasta llegar a la ciudad. Aminoró la marcha. Las tiendas no estarían abiertas todavía. También disfrutaba con la espera.
En Gúkovo, el quiosco que vendía los sellos y los periódicos estaba cerrado. Petia no tenía reloj. No sabía a qué hora abriría, pero no le importaba esperar. Resultaba emocionante estar en la ciudad sabiendo que tenía el dinero suficiente para comprar un sello nuevo. Paseó por las calles sin rumbo fijo. Se detuvo junto a la estación de elektrichka, pues sabía que allí dentro había un reloj. Eran las ocho menos diez. En aquel momento debía salir un tren, así que decidió ir a verlo. Salió al andén y se sentó. Ya había viajado antes en elektrichka. Era un tren lento que se paraba en todas las estaciones de camino a la ciudad de Rostov. Aunque nunca había ido más allá de Rostov con sus padres, a veces se subía con algunos de sus amigos de la escuela, simplemente porque sabía que podían hacerlo gratis. Rara vez se controlaban los billetes.
Casi estaba listo para volver al quiosco y comprar el sello cuando se sentó un hombre a su lado. Vestía de forma elegante y llevaba un maletín negro que colocó en el suelo, entre sus piernas, como si tuviera miedo de que alguien fuera a llevárselo. Petia le miró la cara. Llevaba unas gruesas gafas cuadradas y tenía el pelo negro y arreglado. Vestía traje. Petia no sabría decir su edad. No era ni muy viejo (no tenía canas) ni muy joven. Parecía no percatarse de la presencia del chico. Éste estaba a punto de levantarse cuando de repente aquel hombre se dio la vuelta y sonrió.
—¿Adónde vas a viajar hoy?
—No voy a ninguna parte, señor. Es decir, no voy a coger ningún tren. Sólo estoy aquí sentado.
Petia había aprendido a ser cortés y respetuoso con los mayores.
—No es muy normal estar sentado en un sitio sin motivo.
—Estoy esperando para comprar unos sellos, pero el quiosco todavía no está abierto. Pero a lo mejor ya sí, debería volver a ver.
Al escuchar aquello, el hombre se volvió completamente hacia Petia.
—¿Coleccionas sellos?
—Sí, señor.
—Yo también coleccionaba sellos cuando tenía tu edad.
Petia se echó hacia atrás, relajado. No conocía a nadie más que coleccionase sellos.
—¿Coleccionaba usted sellos nuevos o viejos? Yo colecciono de los dos.
—Los míos eran todos nuevos. Los compraba en un quiosco. Como tú.
—Ojalá los míos fueran todos nuevos. Pero la mayoría están usados. Los arranco de sobres viejos.
Petia buscó en su bolsillo, sacó un puñado de kopeks de cobre y se los enseñó.
—He tenido que ahorrar durante tres meses.
El hombre miró aquel montoncito de monedas.
—Es mucho tiempo para tan poco dinero.
Petia miró sus monedas. Aquel hombre tenía razón. No tenía mucho. Y se daba cuenta de que nunca había tenido mucho. La emoción que sentía disminuyó. Nunca tendría una gran colección. Otros tendrían siempre más que él: por mucho que se esforzase, nunca los alcanzaría. Desanimado, quería marcharse. Estaba a punto de levantarse cuando el hombre le preguntó:
—¿Eres ordenado?
—Sí, señor.
—¿Cuidas tus sellos?
—Los cuido mucho. Los pongo en un álbum. Y mi papá me ha hecho una caja de madera. Para que no le pase nada al álbum. A veces tenemos goteras. Y también hay ratas, a veces.
—Es una buena idea poner tu álbum a buen recaudo. Yo hacía algo parecido cuando tenía tu edad. Guardaba el mío en un cajón.
Aquel hombre parecía estar dándole vueltas a algo.
—Escucha, yo también tengo hijos. Dos niñas, y a ninguna de ellas le interesan los sellos. Son muy desordenadas. Y yo ya no tengo tiempo para los sellos; estoy demasiado ocupado con el trabajo. ¿Lo entiendes? Seguro que tus padres también están muy ocupados.
—Todo el tiempo, señor. Trabajan muy duro.
—No tienen tiempo para coleccionar sellos, ¿verdad?
—No, señor.
—A mí me pasa lo mismo. Tengo una idea: me gustaría darle mi colección a alguien que sepa apreciarla, que la cuide, alguien como tú.
Petia pensó en un libro lleno de sellos nuevos. Algunos serían de la época en que aquel hombre había empezado a coleccionarlos. Sería la colección con la que siempre había soñado. No dijo nada, incapaz de creerse la suerte que había tenido.
—¿Y bien? ¿Te interesa?
—Sí, señor, podría ponerlos en mi caja de madera y estarían a buen recaudo.
El hombre no parecía muy seguro y negó con la cabeza.
—Pero mi libro tiene tantos sellos que a lo mejor no cabe en tu cajita.
—Entonces mi padre me fabricará otra. Se le da muy bien… Y no le importaría nada. Le gusta hacer cosas. Es muy mañoso.
—¿Y estás seguro de que cuidarías los sellos?
—Sí, señor.
—Prométemelo.
—Se lo prometo, señor.
El hombre sonrió.
—Me has convencido. Puedes quedártelo. Vivo a sólo tres paradas de aquí. Vamos, te compraré un billete.
Petia estaba a punto de decir que no hacía falta comprar un billete, pero se tragó aquellas palabras. No quería admitir que quebrantaba las normas. Tenía que causarle una buena impresión a aquel hombre hasta que tuviera los sellos.
Petia, sentado en el asiento de madera del elektrichka y mirando por la ventana al bosque, balanceaba las piernas. Los pies casi le llegaban al suelo. Ahora se preguntaba si debería gastarse los kopeks en un sello nuevo. No parecía necesario, teniendo en cuenta que le iban a dar todos aquellos sellos, así que decidió que les devolvería el dinero a sus padres. Estaría bien que pudieran compartir su buena suerte. El hombre interrumpió sus pensamientos con un golpecito en el hombro.
—Ya hemos llegado.
El elektrichka se detuvo en una estación en medio del bosque, mucho antes de llegar al pueblo de Shajti. Petia estaba confuso. Aquélla era una parada para la gente que no tenía nada que hacer, para los que querían alejarse de los pueblos. Había caminos que se adentraban en la maleza, llenos de pisadas de senderistas. Pero no era una buena época para dar paseos. La nieve se había derretido hacía poco tiempo. El bosque era lóbrego e inhóspito. Petia miró a su acompañante, se fijó en sus elegantes zapatos y en su maletín negro.
—¿Vive aquí?
—Aquí está mi dacha. No puedo guardar mis sellos en casa. Me preocupa que mis hijas los puedan encontrar y tocarlos con sus dedos sucios. Pero voy a tener que vender la dacha. Así que no tengo ningún sitio en el que guardar mi colección.
Salió del tren. Petia lo siguió al andén. Nadie más se había bajado.
El hombre entró en el bosque, seguido de Petia. Tener una dacha era lógico. Petia no conocía a nadie tan rico como para tener una casa de veraneo, aunque sabía que solían estar en bosques, junto a lagos o en el mar. Mientras caminaban, el hombre siguió hablando.
—Habría estado bien que mis hijas se hubieran interesado por los sellos, pero es que les dan igual.
Petia pensó en decirle a aquel hombre que a lo mejor lo que necesitaban sus hijas era un poco de tiempo. Él había tardado en convertirse en un coleccionista cuidadoso. Pero fue lo suficientemente astuto como para darse cuenta de que era una ventaja para él que las hijas de aquel hombre no se interesaran por los sellos. Así que no dijo nada.
El hombre se apartó del sendero y caminó por entre la maleza a cierta velocidad. Petia se esforzaba por seguir su ritmo. Daba pasos muy largos. Petia casi tenía que correr.
—Señor, ¿cómo se llama? Me gustaría poder decirles a mis padres cómo se llama el hombre que me ha dado los sellos, por si no me creen.
—No te preocupes por tus padres. Les escribiré una nota para explicarles cómo es que tienes el álbum. Hasta les daré mi dirección, por si quieren comprobarlo.
—Muchas gracias, señor.
—Llámame Andréi.
Después de un tiempo el hombre se detuvo y se agachó. Abrió el maletín. Petia se paró también y buscó a su alrededor algún rastro de la dacha. No veía nada. Quizá tuvieran que andar un poco más. Recuperó el aliento y miró las ramas sin hojas de los árboles que cruzaban el cielo gris.
La sangre corría por la cabeza del muchacho, por un lado de su cara. Andréi se arrodilló y puso un dedo en el cuello del niño, buscando su pulso. Estaba vivo, eso era bueno. Le dio la vuelta para dejarlo boca arriba y empezó a desnudarlo, como si fuera un muñeco. Le quitó el abrigo. Le quitó la camisa, los zapatos y los calcetines. Finalmente le quitó los pantalones y la ropa interior. Recogió la ropa en un montón, cogió su maletín y se alejó del pequeño. Tras caminar unos veinte pasos se detuvo junto a un árbol caído. Dejó la ropa, una pequeña pila de trapos baratos. Dejó el maletín en el suelo, lo abrió y sacó una larga cuerda de tacto áspero. Volvió junto al niño y le ató un extremo de la cuerda alrededor del tobillo. Hizo un nudo apretado y lo probó tirando de la pierna del pequeño. Aguantaba. Empezó a caminar de espaldas, desenrollando con cuidado la cuerda, como quien prepara una mecha de dinamita. Llegó hasta el árbol caído, se escondió tras él y se echó al suelo.
Había escogido un buen lugar. El árbol estaba colocado de modo que cuando el niño se despertase, no lo vería. Siguió con la mirada la línea de la cuerda, por el suelo, hasta llegar al tobillo del muchacho. Todavía le quedaba bastante en la mano, al menos para otros quince pasos. Dispuesto, preparado, era tanta la emoción que le entraron ganas de orinar. Teñía miedo de perderse el momento en que el niño se despertara, así que rodó hasta ponerse de lado, se desabrochó la bragueta y, sin levantarse, vació la vejiga. Cuando terminó, se alejó de la tierra húmeda, cambiando ligeramente de posición. El niño seguía inconsciente. Andréi se quitó las gafas, las metió en su funda y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta. Volvió la vista. El niño no era más que una mancha borrosa. Andréi entrecerró los ojos, pero no veía más que una silueta, una mancha informe de piel rosada, en contraste con el suelo. Sin gafas, aquel niño podía ser cualquier niño. Andréi estiró la mano, arrancó una ramita de un árbol cercano y empezó a roer la corteza. La boca se le quedó áspera y marrón.
Petia abrió los ojos y miró el cielo gris y las ramas sin hojas de los árboles. Tenía la cabeza pegajosa por la sangre. Se la tocó y se miró los dedos. Se echó a llorar. Tenía frío. Estaba desnudo. ¿Qué había pasado? Confuso, no se atrevió a levantarse por miedo a ver al hombre que estaba con él. Estaba seguro de que andaba por allí. En aquel momento no podía ver más que el cielo gris. Deseaba estar en casa, con sus padres. Quería mucho a sus padres, y estaba seguro de que ellos lo querían a él. Le temblaban los labios, le temblaba todo el cuerpo. Se irguió, miró a derecha e izquierda. Apenas se atrevía a respirar. No podía ver a aquel hombre por ninguna parte. Miró a su espalda, a un lado. No estaba. Petia se hizo un ovillo. Miró al bosque. Estaba solo, abandonado. Respiró profundamente, aliviado. No entendía nada. Pero no quería entender.
Miró a su alrededor, buscando su ropa. No estaba. No importaba. Saltó y echó a correr, a correr todo lo rápido que pudo, pisando ramas caídas y el suelo húmedo por la lluvia y la nieve derretida. Cuando no pisaba ramas con los pies desnudos escuchaba chapoteos. No estaba seguro de correr en la dirección adecuada. Lo único que sabía era que tenía que escapar de allí.
De pronto sintió un tirón en el pie derecho, como si una mano lo hubiera agarrado por el tobillo. Incapaz de mantener el equilibrio, tropezó y cayó de bruces. Sin esperar a recuperar el aliento, se dio la vuelta y miró tras de sí. No podía ver a nadie. Debía de haberse tropezado. Iba a levantarse de nuevo cuando se fijó en la cuerda que tenía atada alrededor del tobillo. Siguió el rastro con la vista, hasta el bosque. Vio que se extendía por el suelo, como el hilo de una caña de pescar. La cuerda llegaba hasta un árbol caído, a unos cuarenta pasos.
Cogió la cuerda e intentó sacársela del tobillo, quitársela del pie. Pero estaba tan apretada que le hacía heridas en la piel. Volvieron a tirar, esta vez con más fuerza. Petia fue arrastrado por el suelo; la espalda se le llenó de barro antes de detenerse. Miró hacia arriba. Allí estaba aquel hombre, de pie junto a un árbol, acercándose hacia él. Petia se agarraba a las ramas, al barro. Pero no servía de nada. Cada vez estaba más cerca. Se concentró en el nudo. No podía deshacerlo. No podía romper la cuerda. No tuvo más remedio que echarla hacia abajo, desollándose la piel del tobillo. De nuevo hubo un tirón y la cuerda se hundió en la carne. Rechinó los dientes, negándose a chillar. Cogió un puñado de tierra húmeda para lubricar la cuerda. En cuanto el hombre volvió a tirar, Petia se libró del nudo. Se puso de pie de un salto y salió corriendo.
En las manos de Andréi la cuerda ya no estaba tirante. No había nada en el otro extremo. Dio otro tirón y sintió que se ruborizaba. Forzó la vista, pero la distancia era demasiado grande, no podía ver nada; hasta entonces había confiado siempre en la cuerda. ¿Debería ponerse las gafas? No, no podía hacerlo.
Te está dejando atrás.
Andréi se levantó de un salto y trepó por encima del árbol caído. Pegó la nariz al suelo y siguió la cuerda.
Petia corría más rápido que nunca. Llegaría a la estación; el tren estaría allí. Se subiría. Y se marcharía antes de que llegase aquel hombre. Sobreviviría.
Puedo hacerlo.
Miró hacia atrás. El hombre venía tras él, corriendo, pero con la cabeza cerca del suelo, como si estuviera buscando algo que se le había caído. De hecho corría en la dirección equivocada. La distancia que los separaba era cada vez mayor. Petia estaba a punto de conseguirlo, iba a escapar.
Al llegar al final de la cuerda, al nudo, Andréi se detuvo. El corazón le latía deprisa. Miró a su alrededor, forzando la vista. Sintió que le brotaban las lágrimas; no podía verlo. Aquel niño se había marchado. Andréi estaba solo, abandonado. Entonces, a su derecha, percibió movimiento; un color claro, el color de la piel, un niño. Era él.
Petia miró hacia atrás, con la esperanza de que la distancia que los separaba hubiera aumentado. Esta vez vio que el hombre corría directo hacia él. Daba largas zancadas, con la chaqueta batiendo a los lados. Sonreía con expresión salvaje. Petia se fijó en que por algún motivo tenía los dientes marrones. Se sintió débil, como si hubiera perdido toda la sangre de las piernas. Se llevó los brazos a la cabeza, como si así pudiera defenderse, y cerró los ojos, imaginando que estaba de nuevo entre los brazos de sus padres.
Andréi chocó contra Petia a tal velocidad que ambos cayeron al suelo. El hombre estaba encima; el niño se revolvía debajo, rascando y mordiéndole la chaqueta. Andréi, completamente echado sobre el niño para evitar que escapara, masculló:
—¡Sigue vivo!
Sacó un enorme cuchillo de caza que llevaba al cinto. Cerró los ojos y clavó la hoja debajo de él. Al principio lo hizo con cuidado, apuñalando sólo con la punta, puñaladas pequeñas, mientras escuchaba los gritos. Esperó, saboreó el momento, notó las vibraciones de la lucha que tenía lugar bajo su estómago. ¡Menuda sensación! Excitado, clavó el cuchillo con más fuerza, más rápido, más y más, hasta que no quedó fuera más que la empuñadura. Por aquel entonces el niño ya no se movía.