11 de abril
Aleksandr cerró la taquilla. Por lo que sabía, parecía que Nésterov había cumplido su palabra. Sus actividades sexuales seguían siendo un secreto. Ningún cliente lo miraba de forma extraña. Ninguno de ellos susurraba cosas al mirarlo. Su familia no lo había rechazado. Su madre todavía lo quería. Su padre le agradecía lo duro que trabajaba. Seguían estando orgullosos de él. El precio que había tenido que pagar por mantener su posición había sido una lista con los nombres de más de cien hombres a quienes habían retenido mientras Aleksandr seguía vendiendo billetes, resolviendo las dudas de los viajeros, ocupándose del día a día de la estación. Su vida había vuelto a la normalidad. La rutina era casi la misma. Cenaba con sus padres, llevaba a su padre al hospital. Limpiaba la estación, leía el periódico. Pero ya no iba al cine. De hecho, ya nunca iba al centro. Tenía miedo de con quién podía encontrarse; quizá con un miembro de la milicia que soltaría una risilla al verlo. Su mundo había encogido. Pero también lo había hecho cuando renunció a su sueño de ser un atleta, y se dijo a sí mismo que se adaptaría, igual que se había adaptado antes. Lo cierto es que pasaba cada momento preguntándose si aquellos hombres habrían adivinado que había sido él quien los había traicionado. Quizá se lo hubieran dicho. El elevado número de arrestos probablemente significaría que habían tenido que meter a varios juntos en una misma celda. ¿Qué otra cosa iban a hacer sino preguntarse quién había escrito la lista? Por primera vez en su vida no tenían nada que esconder. Y mientras pensaba estas cosas se dio cuenta de que deseaba cambiar su libertad por la humillación pública que suponía cualquiera de aquellas celdas. Pero ya no era bien recibido entre ellos. No encajaba en ninguna parte, ni en su mundo ni en el de ellos.
Cerró la puerta de la taquilla, echó el pestillo y miró el reloj que colgaba de la pared. Se metió las llaves en el bolsillo y caminó hasta el andén. Una pareja esperaba el tren. Los conocía de vista, pero no sabía sus nombres. Lo saludaron y él les devolvió el saludo, mientras caminaba hasta el final del andén y observaba cómo se acercaba el tren. Esta vez llegaba puntual. Aleksandr saltó del andén y se tiró sobre una de las vías, mirando hacia el cielo nocturno.
Deseó que sus padres creyeran la nota que había dejado. En ella explicaba que nunca había podido superar la decepción sufrida al no poder convertirse en corredor profesional. Que nunca se había perdonado por haber defraudado a su padre.
El mismo día
Nésterov se había pasado los últimos cuatro años prometiéndole a su familia un lugar mejor para vivir. Era una promesa que, hasta hacía poco, repetía con regularidad. Ya no creía que fueran a darle una casa mejor; ya no creía que, si trabajaba duro, si su mujer trabajaba duro, aquel esfuerzo se materializaría en mejoras para ellos. Vivían en la calle Kropotkinski, a las afueras de la ciudad, cerca de los aserraderos. Las casas de aquella calle estaban construidas de cualquier manera; cada una tenía un tamaño y una forma diferente. Nésterov pasaba gran parte de su tiempo libre haciendo obras en su casa. Era un buen carpintero, y había cambiado los marcos de las ventanas y las puertas. Pero a lo largo de los años los cimientos se habían hundido y la fachada estaba ahora inclinada hacia delante, con un ángulo tal que la puerta sólo podía abrirse hasta cierto punto, donde chocaba con el suelo. Algunos años atrás había construido un pequeño anexo, que utilizaba como taller. Él y su esposa, Inessa, montaban mesas y sillas y arreglaban la casa, según lo que fueran necesitando. No lo hacían sólo para su familia, sino también para cualquiera de las otras familias de la calle. Lo único que había que hacer era llevarles los materiales y a lo mejor, a modo de gesto de buena voluntad, algo de comida o bebida.
Pero después de todo, aquellos apaños no podían compensar los inconvenientes que tenía el lugar. No había agua corriente; el pozo más cercano estaba a diez minutos andando. No había cañerías; había un pozo negro detrás de la casa. Cuando se mudaron allí, el pozo daba asco y estaba en ruinas. Era demasiado poco profundo, y era imposible usarlo sin tener arcadas por culpa del olor. Nésterov había construido uno nuevo en otro lugar, trabajando por las noches para poder terminarlo. Tenía unas buenas paredes y un agujero mucho más profundo, y había un barril de serrín para echar después. De todas formas se daba cuenta de que su familia vivía por debajo de lo aceptable en cuanto a comodidad e higiene, y nadie les había prometido un futuro mejor. Tenía cuarenta años. Ganaba menos que muchos trabajadores veinteañeros de la fábrica Volga. No había podido lograr su única ambición: proporcionar a su familia un hogar decente.
Llamaron a la puerta. Era tarde. Nésterov, que todavía llevaba puesto el uniforme, pudo escuchar cómo Inessa abría la puerta. Un instante después apareció en la cocina.
—Preguntan por ti. Alguien del trabajo. No sé quién es.
Nésterov salió al pasillo. Leo estaba fuera. Nésterov se dirigió a su esposa.
—Yo me encargo.
—¿No va a entrar?
—No, no tardaremos mucho.
Inessa echó un vistazo a Leo y se marchó. Nésterov salió y cerró la puerta.
Leo había llegado hasta allí corriendo. La noticia de la muerte de Aleksandr le había hecho olvidar cualquier tipo de discreción. Ya no sentía la decepción y la melancolía que lo habían lastrado durante toda la semana. Se sentía abatido, sentía que formaba parte de una absurda y terrible charada, que era actor en una farsa grotesca; era el soñador inocente que busca la justicia pero deja tras de sí un rastro de destrucción. Su ambición —atrapar a un asesino— había recibido por respuesta una sangría. Raisa lo había sabido desde el principio, lo había sabido en el bosque, lo había sabido dos noches atrás, había intentado advertírselo, pero él había seguido insistiendo, como un niño en una aventura.
¿Qué puedo cambiar yo?
Ya tenía la respuesta: había conseguido arruinar doscientas vidas, había provocado el suicidio de un muchacho y el de un médico. Un joven partido en dos por un tren: ése era el fruto de su trabajo. Por eso había arriesgado su vida; por eso había arriesgado la vida de Raisa. Ésa era su redención.
—Aleksandr ha muerto. Se ha suicidado, se tiró al tren.
Nésterov bajó la mirada.
—Lamento oír eso. Le dimos una oportunidad para enmendarse. Quizá no fuera capaz. Quizá estaba demasiado enfermo.
—Somos responsables de su muerte.
—No, estaba enfermo.
—Tenía veintidós años. Tenía un padre y una madre y le gustaba ir al cine. Y ahora está muerto. Pero lo mejor es que si encontramos otro niño muerto, podemos echarle la culpa a Aleksandr y cerrar el caso en un tiempo récord.
—Basta.
—¿Por qué hace esto? ¡Es obvio que no es por el dinero ni por los lujos!
Leo se quedó mirando la casa inclinada de Nésterov. Éste respondió:
—Tiapkín se suicidó porque era culpable.
—En cuanto empezamos a arrestar a aquellos hombres, él supo que acabaríamos preguntando a los chicos, sabía que lo encontraríamos.
—Tenía los conocimientos quirúrgicos necesarios para cortar el estómago de un niño. Le dio un falso testimonio sobre el asesinato de la chica para confundirnos. Era taimado, astuto.
—Me dijo la verdad. A esa niña le cortaron el estómago. Tenía la boca llena de corteza, igual que al niño le habían cortado el estómago y tenía la boca llena de corteza. Tenía una cuerda alrededor del tobillo, igual que el niño. Los mató el mismo hombre. Y no fueron ni el doctor Tiapkín ni Varlam Babínich, el adolescente.
—Váyase a casa.
—En Moscú encontraron un cuerpo. Un niño llamado Arkadi, no tenía ni cinco años. No vi su cuerpo, pero me dijeron que lo encontraron desnudo, con el estómago cortado y la boca llena de tierra. Sospecho que lo que tenía en la boca era corteza.
—¿De repente hay un niño muerto en Moscú? Eso es muy conveniente, Leo. No me lo creo.
—Yo tampoco me lo creí. Tuve ante mí a la familia de luto, me dijeron que habían asesinado a su hijo y yo no les creí. Les dije que no era cierto. ¿Cuántos otros casos han sido encubiertos? No podemos saberlo, no hay forma de averiguarlo. Nuestro sistema está perfectamente dispuesto para permitir a ese hombre que mate siempre que quiera. Y va a volver a matar, una y otra vez, y tendremos que seguir arrestando a gente equivocada, a gente inocente, a gente que no nos guste o a la que no toleremos, y él seguirá matando y matando.
Nésterov no se fiaba de aquel hombre. Nunca se había fiado de él, y desde luego no iba a ponerse a criticar al Estado. Le dio la espalda y se dirigió a la puerta.
Leo lo agarró del hombro, dándole la vuelta de tal manera que volvieron a estar cara a cara. Quería decir algo más, sustentar sus ideas de manera razonada y lógica; pero en lugar de eso, al no encontrar las palabras adecuadas, le dio un puñetazo. Fue un buen golpe, potente. Con el impacto, la cabeza de Nésterov se movió a un lado. Permaneció en esa posición, con la cabeza ladeada. Entonces, lentamente, empezó a girar el rostro hasta volver a mirar a su subordinado. Leo intentó que no le temblase la voz.
—No hemos resuelto nada.
El puñetazo de Nésterov levantó a Leo del suelo. Aterrizó de espaldas. No le dolía, al menos de momento. Nésterov lo miró de hito en hito mientras se palpaba la mandíbula.
—Váyase a casa.
Leo se levantó.
—No hemos resuelto nada.
Lanzó otro puñetazo. Nésterov lo paró y respondió con otro. Leo se agachó. Era un buen luchador: disciplinado, hábil. Pero Nésterov era más grande y bastante rápido, a pesar de su tamaño. Tras recibir un golpe en el estómago, Leo se agachó. Nésterov le propinó un segundo guantazo que le abrió una brecha y le hizo caer de rodillas. Leo, que veía borroso, se tropezó y cayó hacia delante. Se dio la vuelta y quedó boca arriba. Jadeaba. Nésterov se puso encima de él.
—Váyase a casa.
Por respuesta, Leo le dio una patada en la entrepierna. Nésterov se echó hacia atrás, encorvado. Leo se levantó, tambaleándose.
—No hemos resuelto…
Antes de que pudiera terminar, Nésterov salió corriendo hacia él, lo tiró al suelo y se sentó encima de él. Le golpeó en el estómago, en la cara, en el estómago, en la cara. Leo se quedó allí, encajando cada uno de aquellos golpes, sin poder soltarse. Nésterov tenía los nudillos ensangrentados. Se quedó sin aliento y paró. Leo no se movía. Tenía los ojos cerrados. En el derecho se estaba formando un charco de sangre que manaba de un corte en la ceja. Nésterov se puso de pie y agitó la cabeza ante aquel panorama. Se acercó a la puerta mientras se limpiaba la sangre en los pantalones. Cuando iba a tocar el pomo escuchó un sonido tras de sí.
Leo, que se retorcía de dolor, se levantó. Tembloroso, alzó los puños, como para demostrar que estaba dispuesto a seguir peleando. Se tambaleaba de un lado a otro, como si estuviera en un barco en alta mar. No tenía más que una idea aproximada de dónde estaba Nésterov. Su voz no era más que un susurro.
—No… hemos… resuelto… nada.
Nésterov miró a Leo mientras éste se balanceaba. Se acercó hasta él con los puños cerrados, dispuesto a derribarlo. Leo lanzó un golpe desesperado, patético. Nésterov se echó a un lado y lo cogió por debajo de los brazos cuando las piernas le fallaron.
Leo estaba sentado junto a la mesa de la cocina. Inessa había calentado agua en el fuego. La echó en un cuenco. Nésterov metió un paño en el agua y dejaron que Leo se limpiara la cara. Tenía el labio partido. Le sangraba la ceja. Ya no le dolía tanto el estómago. Se palpó el pecho y las costillas; al parecer no se había roto nada. Tenía el ojo derecho hinchado. No podía abrirlo. De todas formas ése era un precio relativamente bajo por un repaso de Nésterov. Leo se preguntaba si lo que tenía que decir sonaría más convincente dentro que fuera de la casa, y si Nésterov podría seguir siendo tan esquivo delante de su mujer, con los niños durmiendo en la habitación de al lado.
—Cuando sus hijos van a la escuela, ¿atraviesan el bosque?
Inessa respondió:
—Antes iban por allí.
—¿Ya no?
—Les obligamos a ir por la ciudad. Tardan más y se quejan. Tengo que acompañarlos para asegurarme de que no entran en el bosque. Para el camino de vuelta no nos queda más remedio que confiar en ellos. Estamos los dos trabajando.
—¿Atravesarán mañana el bosque, ahora que han atrapado al asesino?
Nésterov se levantó, sirvió un vaso de té y se lo puso delante a Leo.
—¿Quiere algo más fuerte?
—Si tienen…
Nésterov sacó una botella de vodka medio vacía y sirvió tres vasos, uno para él, otro para su mujer y otro para Leo.
El alcohol le provocó a Leo un escozor en una herida que tenía en el interior de la boca. Quizá aquello fuera bueno. Nésterov se sentó y rellenó el vaso de Leo.
—¿Por qué está usted en Voualsk?
Leo metió el paño ensangrentado en el cuenco de agua, lo enjuagó y se lo llevó al ojo.
—Estoy aquí para investigar los asesinatos de estos niños.
—Eso es mentira.
Leo tenía que ganarse la confianza de aquel hombre. Sin su ayuda no podía hacer nada más.
—Tiene razón. Pero sí que hubo un asesinato en Moscú. No me encargaron que lo investigase. Me encargaron que lo dejase a un lado. Y yo cumplí con mi cometido. Lo que no pude hacer fue denunciar a mi esposa por espía. Pensaron que aquello me comprometía. Me enviaron aquí como castigo.
—¿Así que es realmente un agente caído en desgracia?
—Sí.
—Y entonces ¿por qué hace esto?
—Porque han asesinado a tres niños.
—No cree que Varlam matara a Larisa porque está seguro de que Larisa no fue la primera víctima de este asesino, ¿no es así?
—Larisa no fue la primera víctima. Eso es imposible. Lo había hecho antes. Es probable que aquel muchacho de Moscú tampoco fuera el primero.
—Larisa fue la primera niña asesinada en esta ciudad. Es la verdad, se lo juro.
—El asesino no vive en Voualsk. Las muertes tuvieron lugar cerca de la estación de tren. Viaja.
—¿Viaja? ¿Mata a niños? ¿Qué clase de hombre es?
—No lo sé. Pero en Moscú hay una mujer que lo ha visto. Lo vio con la víctima. Es una testigo que podría describírnoslo. Además, mi mujer conoce a gente que puede conseguir artículos escritos en periódicos occidentales sobre crímenes similares, estudios de casos prácticos. Pero también necesitaríamos el registro de los asesinatos de todas las ciudades importantes desde Sverdlovsk hasta Leningrado.
—No hay un registro centralizado.
—Por eso tiene que ir a cada una de las ciudades y recopilar los archivos uno a uno. Tendrá que convencerlos, y si se niegan, tendrá que hablar con la gente que vive allí. Enterarse por ellos.
Era una idea descabellada. Nésterov debería haberse echado a reír. Debería haber arrestado a Leo. En lugar de eso preguntó:
—¿Por qué iba a hacer eso por usted?
—No lo haría por mí. Ya ha visto lo que hace con los niños. Hágalo por la gente con la que vivimos. Por nuestros vecinos, por los que se sientan junto a nosotros en el tren, por los niños a los que no conocemos ni conoceremos nunca. No tengo autoridad para pedir esos archivos. No conozco a nadie en la milicia. Usted sí; conoce a esos hombres; confían en usted. Puede conseguir los archivos. Puede buscar incidentes relacionados con niños asesinados; los casos pueden estar resueltos o no. Encontrará similitudes: la boca llena de corteza y el estómago desaparecido. Probablemente hayan encontrado los cuerpos en lugares públicos: en bosques, ríos, quizá cerca de las estaciones de tren. Tendrán cuerdas atadas en los tobillos.
—¿Y si no encuentro nada?
—Si nos hemos encontrado con tres por casualidad, habrá más.
—Me arriesgaría mucho.
—Sí, es cierto. Y tendría que mentir. No podría decirle a nadie cuáles son sus motivos. No podría decírselo a sus agentes. No puede fiarse de nadie. Y como premio a su valentía, su familia podría acabar en un gulag. Y usted podría acabar muerto. Es lo que le ofrezco.
Leo estiró los brazos sobre la mesa.
—¿Me ayudará?
Nésterov se acercó a la ventana, junto a su mujer. Ella no lo miraba; daba vueltas al vodka en el fondo de su vaso. ¿Estaba dispuesto a poner en peligro a su familia, su hogar, todo aquello por lo que había trabajado?
—No.