El mismo día
Leo desenfundó la pistola. Se encontraban en el último piso del edificio de apartamentos 7: el apartamento número 14 estaba al final del pasillo. Habían obtenido la dirección del personal del hospital. El sospechoso no había ido a trabajar durante una semana por encontrarse enfermo; un tiempo que, de no haber estado todos los agentes del MGB ocupados en los interrogatorios, habría provocado que le hicieran algunas preguntas. Resultó que el inicio de su enfermedad había coincidido con la primera oleada de arrestos contra la población homosexual de la ciudad.
Leo llamó a la puerta. No hubo respuesta. Gritó sus nombres y rango. Nada. Moiséyev levantó la bota, dispuesto a dar una patada a la cerradura. La puerta se abrió.
Al ver que lo apuntaban con pistolas, el doctor Tiapkín levantó las manos y se echó hacia atrás. Leo apenas lo reconoció. Era el mismo hombre que lo había ayudado con el examen del cuerpo de la chica, el prestigioso médico al que habían trasladado desde Moscú. Tenía el pelo alborotado y la mirada salvaje. Había perdido peso. Tenía la ropa arrugada. Leo había visto a hombres destrozados por las preocupaciones; había visto cómo sus músculos perdían forma y fuerza, como si los hubiera consumido el miedo.
Abrió la puerta con el pie y examinó el apartamento.
—¿Está solo?
—Mi hijo pequeño está aquí. Pero está dormido.
—¿Cuántos años tiene?
—Cuatro meses.
Moiséyev entró y estampó la culata metálica de su pistola contra la nariz de Tiapkín. Éste cayó de rodillas, tapándose la sangre con las manos. Leo dio una orden a Moiséyev.
—Regístralo.
Moiséyev se puso a buscar por el apartamento. Leo se agachó y ayudó a Tiapkín a levantarse. Lo llevó hasta la cocina, donde lo sentó en una silla.
—¿Dónde está su mujer?
—Ha salido a comprar comida… Volverá pronto.
—En el hospital nos dijeron que estaba enfermo.
—Y es verdad, en cierto sentido. Me enteré de lo de los arrestos. Sabía que sólo era cuestión de tiempo que vinieran ustedes a por mí.
—Cuénteme lo que sucedió.
—Me volví loco, no hay otra explicación. No sabía qué edad tenía. Era joven, tendría quince o dieciséis. No quería a alguien que hablara conmigo o que hablara de mí a los demás. No quería volver a encontrarme con nadie. Ni volver a ver a nadie. Ni volver a hablar con nadie. Quería anonimato. Pensé que nadie le haría caso a un huérfano. Su palabra no valdría nada. Le daría algo de dinero y ahí terminaría la cosa. Quería a alguien que fuera invisible, ¿entiende?
Después de terminar un registro rutinario Moiséyev regresó a la habitación y enfundó la pistola. Agarró a Tiapkín por la nariz y le retorció el cartílago roto a izquierda y derecha, haciéndole gritar de dolor. En la habitación de al lado un bebé se despertó y empezó a llorar.
—¿Te follas a esos niños y luego los matas?
Moiséyev le soltó la nariz. El médico cayó al suelo y se hizo un ovillo. Pasó un tiempo antes de que pudiera hablar.
—No me acosté con él. No lo hice. No podía hacerlo. Se lo pedí, le pagué, pero no podía hacerlo. Me marché.
—Levántate. Nos vamos.
—Tenemos que esperar a que vuelva mi mujer. No podemos dejar a mi hijo solo.
—Sobrevivirá. Levántate.
—Al menos espérense a que deje de sangrar.
Moiséyev asintió.
—Deja la puerta del baño abierta.
Tiapkín salió de la cocina y se arrastró hasta el baño, dejando la marca de una mano ensangrentada sobre la puerta, que quedó abierta, como se lo habían ordenado. Moiséyev vigiló el apartamento. Leo notó que sentía envidia. El doctor tenía un hogar agradable. Tiapkín abrió el grifo, se llevó una toalla a la nariz y habló de espaldas.
—Siento mucho lo que hice. Pero no he matado nunca a nadie. Tienen que creerme. No es porque piense que mi reputación puede verse arruinada. Sé que lo está. Pero quien mató a ese niño fue otra persona, y tienen que atraparla.
Moiséyev se impacientaba.
—Vamos.
—Les deseo mucha suerte.
Al escuchar aquellas palabras Leo entró corriendo en el baño y le dio la vuelta a Tiapkín. Tenía una jeringuilla clavada en el brazo, las piernas flácidas. Se cayó. Leo lo cogió y lo recostó sobre el suelo, mientras le sacaba la jeringuilla del brazo. Le tomó el pulso. Tiapkín había muerto. Moiséyev miró el cadáver.
—Eso nos facilita el trabajo.
Leo alzó la vista. La mujer de Tiapkín había regresado. Estaba en la puerta del apartamento, con la compra en la mano.