30 de marzo
El Orfanato 80 era un edificio de ladrillo de cinco plantas con un lema medio borrado en un lateral:
En el tejado había una larga hilera de chimeneas. Antaño el orfanato había sido una fábrica. De las ventanas con barrotes colgaban trapos sucios, y era imposible ver lo que había dentro. Leo llamó a la puerta. No hubo respuesta. Intentó girar el pomo. Estaba cerrado. Se acercó a las ventanas y dio unos golpecitos en el cristal. Alguien corrió uno de los trapos. Antes de que volviera a quedar como estaba, durante más de un segundo apareció el rostro de una niña completamente sucia. A Leo lo acompañaba Moiséyev, un agente de la milicia al que consideraba poco más que un matón con uniforme. Después de una larga espera se abrió la puerta principal. Un hombre anciano con un manojo de llaves de cobre se quedó mirando a ambos agentes. Al ver sus uniformes cambió el gesto de irritación por el de respeto. Bajó ligeramente la cabeza.
—¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Estamos aquí por la muerte de un niño.
Antes la sala principal del orfanato había sido el suelo de la fábrica. Se habían llevado toda la maquinaria y la habían convertido en comedor. Para hacerlo no habían metido mesas y sillas (no había nada de eso); se dieron cuenta al ver que el suelo estaba repleto de niños sentados con las piernas cruzadas, apretados los unos contra los otros e intentando comer. Cada uno de ellos aferraba un cuenco de madera lleno de lo que parecía una caldosa sopa de coliflor. Al parecer sólo los niños mayores tenían cucharas. El resto esperaba su turno o bebía directamente del cuenco. Cuando uno de los niños terminaba, lamía la cuchara de arriba abajo antes de pasársela al siguiente.
Era la primera vez que Leo estaba en un orfanato estatal. Se acercó para examinar la habitación. No era fácil decir cuántos niños habría allí: doscientos, trescientos… Tendrían entre cuatro y catorce años. Ninguno de ellos prestó atención a Leo, estaban demasiado ocupados comiendo u observando al de al lado, esperando su turno para la cuchara. No hablaban. Lo único que se oía era el rascar de los cuencos y los sorbos. Leo se dirigió al anciano.
—¿Es usted el director de la institución?
El despacho del director estaba en la primera planta y desde él se veía el suelo de la fábrica, lleno de niños, como si los produjeran en masa. En el despacho había varios adolescentes, mayores que los chicos que había abajo. Jugaban a las cartas en la mesa del director. Éste dio una palmada.
—Continuad en vuestra habitación, por favor.
Se quedaron mirando a Leo y a Moiséyev. Leo imaginó que estaban molestos porque les decían lo que tenían que hacer. Sus miradas eran inteligentes; parecían mucho más experimentados de lo que era propio a su edad. Sin decir una palabra se movieron todos a la vez, como una jauría de perros salvajes. Recogieron las cartas y las cerillas, que usaban para apostar, y salieron uno tras otro.
En cuanto se marcharon el director se sirvió una copa e hizo un gesto a Leo y a Moiséyev para que se sentaran. Moiséyev lo hizo. Leo se quedó de pie, examinando la habitación. Había un único archivador de metal. El cajón inferior tenía una abolladura, de una patada. El de arriba estaba medio abierto, y de él salían documentos arrugados, colocados de cualquier manera.
—Ha aparecido un niño asesinado en el bosque. ¿Se ha enterado?
—Unos agentes estuvieron aquí, me enseñaron fotos del muchacho y me preguntaron si sabía quién era. Me temo que no lo sé.
—Pero ¿no sabe si ha desaparecido algún niño del orfanato?
El director se rascó la oreja.
—Somos cuatro personas encargadas del cuidado de unos trescientos niños. Los chicos vienen y van. Llegan nuevos todo el tiempo. Tendrán que perdonarnos nuestros errores con el papeleo.
—¿Sabe si alguno de estos niños ejerce la prostitución?
—Los mayores hacen lo que quieren. No puedo mantenerlos a raya. ¿Se emborrachan? Sí. ¿Se prostituyen? Es bastante probable, aunque yo no lo tolero, y no tengo nada que ver con ello y desde luego no me beneficio. Mi trabajo consiste en asegurarme de que tienen un sitio donde dormir y algo que comer. Y teniendo en cuenta los recursos de que dispongo, creo que hago un buen trabajo. Aunque no espero que me alaben por ello.
El director los acompañó al piso de arriba, a los dormitorios. Al pasar junto a unas duchas comentó:
—¿Creen que no me importa el bienestar de los niños? No es así. Hago todo lo que puedo. Me aseguro de que se laven una vez a la semana, de que los rapen y desparasiten una vez al mes. Hiervo toda su ropa. No encontrarán piojos en mi orfanato. Si van a cualquier otro, los niños tendrán el pelo lleno, y las cejas. Es asqueroso. Aquí no pasa. Y no es que me lo agradezcan.
—¿Sería posible hablar con los niños a solas? Su presencia podría intimidarlos.
El director sonrió.
—No les intimido. Pero por supuesto…
Señaló las escaleras.
—Los mayores viven en el piso de arriba. Podría decirse que es su feudo.
En los dormitorios del piso de arriba, justo debajo del tejado, no había somieres, sólo algunos colchones delgados tirados por el suelo. Evidentemente los niños mayores comían cuando querían; sin duda habían terminado ya, y se habían llevado la mejor parte.
Leo entró en la primera habitación del rellano. Pudo ver a una niña escondida tras la puerta y un destello metálico. Tenía un cuchillo. Al ver su uniforme lo escondió. La hoja desapareció entre los pliegues de su vestido.
—Pensábamos que eran los chicos. No pueden entrar aquí.
Unas veinte niñas, de entre catorce y dieciséis años, se quedaron mirando a Leo con gesto hosco. Le vino a la mente la promesa que había hecho a Anatoli Brodski de que las dos niñas estarían a salvo en el orfanato de Moscú. Había sido una garantía vacía, ignorante. Ahora lo comprendía. Brodski tenía razón: a aquellas dos niñas les habría ido mejor si las hubiesen dejado por su cuenta, cuidándose la una a la otra.
—¿Dónde duermen los chicos?
Los mayores, entre los que se encontraban los que habían estado en el despacho del director, estaban amontonados al fondo de su habitación, esperándolos.
—Me gustaría que vierais estas fotos, que me digáis si alguno de estos hombres os ha abordado alguna vez, si os han ofrecido dinero a cambio de favores sexuales.
Ninguno de los niños se movió ni hizo señal alguna que diera a entender que aquella suposición era correcta.
—No habéis hecho nada malo. Necesitamos vuestra ayuda.
Leo abrió el álbum y pasó lentamente las páginas de fotografías. Llegó a la última. Aquel público de adolescentes había estado mirando las imágenes, pero no había reaccionado. Volvió a pasar las páginas.
Los muchachos seguían sin reaccionar. Estaba a punto de cerrar el álbum cuando uno de los que estaban más al fondo estiró la mano y tocó una de las fotos.
—¿Este hombre te ha propuesto algo?
—Dinero.
—¿Te pagó?
—No, págueme usted y se lo diré.
Leo y Moiséyev reunieron algunas monedas y le ofrecieron al niño tres rublos. El chico hojeó el álbum, se detuvo en una página y señaló una de las fotos.
—Se parecía a éste.
—¿Entonces no era éste?
—No, era parecido.
—¿Sabes cómo se llama?
—No.
—¿Puedes decirnos algo sobre él?
—Págueme.
Moiséyev negó con la cabeza. No quería pagar más.
—Podríamos arrestarte por querer aprovecharte.
Leo cortó aquella amenaza, sacó el dinero que le quedaba y se lo dio al muchacho.
—Es todo lo que tengo.
—Trabaja en el hospital.