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25 de marzo

Leo se sentó al borde de la cama y pensó que su intento de reabrir una investigación había servido, en cambio, para provocar un pogromo. Durante aquella semana la milicia había reunido a ciento cincuenta homosexuales. Solamente aquel día Leo había arrestado a seis hombres, con los cuales llevaba veinte en total. A algunos se los habían llevado de su lugar de trabajo, los habían sacado esposados bajo la mirada de sus colegas. A otros los habían sacado de sus hogares, sus apartamentos, los habían separado de sus familias. Sus esposas suplicaban, convencidas de que se trataba de un error, sin entender los cargos.

Nésterov estaba bastante satisfecho. De manera bastante casual había encontrado un segundo tipo de indeseable: un sospechoso al que podía calificar de asesino sin que eso perturbase la teoría social. El asesinato era una aberración. Aquellos hombres eran aberraciones. Todo encajaba. Había podido anunciar que se estaba llevando a cabo la mayor cacería de un asesino jamás realizada por la milicia de Voualsk, algo que podría haberle costado su carrera de no haberse centrado en un grupo de gente tan poco aceptable. Se habían quedado sin espacio, así que habían tenido que convertir los despachos en celdas y salas de interrogatorios improvisadas. Incluso con aquellas medidas extraordinarias habían tenido que encerrar a varios hombres en la misma celda, y los guardias habían recibido instrucciones de vigilarlos constantemente. El motivo de preocupación era que pudieran producirse incidentes espontáneos de desviación sexual. Nadie estaba muy seguro de qué era lo que tenían entre manos. Pero de lo que sí estaban seguros era de que, si tales actividades sexuales tenían lugar en el cuartel general de la milicia, aquello socavaría la institución. Sería una afrenta a los principios de la justicia.

Además de la intensa vigilancia, cada agente tenía que trabajar en turnos de doce horas interrogando sin cesar a los sospechosos, durante las veinticuatro horas del día. Leo se había visto obligado a hacer las mismas preguntas una y otra vez, examinando las respuestas para ver si encontraba la más mínima variación. Había cumplido con su trabajo como un autómata, convencido como estaba, incluso antes de arrestar a nadie, de que aquellos hombres eran inocentes.

Habían investigado nombre a nombre la lista de Aleksandr. Cuando la escribió, explicó que no le había salido tan larga porque fuera muy promiscuo, al menos no tanto como para tener relaciones sexuales con más de un centenar de hombres. De hecho, muchos de los nombres eran de gente a la que no conocía. La información venía de conversaciones con los diez o así con los que se había acostado. Cada uno de ellos hablaba de sus encuentros con otros hombres, así que si se sumaba todo, era posible trazar una constelación sexual en la que la posición de cada uno dependía de otro. Leo había escuchado aquella explicación, había visto cómo se abrían las puertas de un mundo oculto, una existencia herméticamente cerrada, construida dentro de la sociedad. La integridad de ese hermetismo era esencial. Aleksandr describió cómo los hombres de aquella lista se encontraban por casualidad en situaciones cotidianas, en la cola del pan, en una mesa del comedor de la fábrica. En aquel entorno cotidiano la conversación era algo prohibido, una mirada era lo máximo que podían permitirse, y a veces hasta eso tenía que disimularse. Aquellas normas no eran fruto del acuerdo o el decreto, nadie necesitaba que se las explicasen; nacían del instinto de supervivencia.

En cuanto comenzó la primera oleada de arrestos debió de correrse la voz de una purga entre sus miembros. Los lugares de encuentro secretos (que ya no eran tales) quedaron abandonados. Pero aquella medida desesperada no había servido de nada. Tenían la lista. El cierre hermético que protegía aquel submundo se había roto. A Nésterov no le hacía falta pillar a nadie en actitud sexualmente comprometida. Al ver sus nombres sobre el papel, uno tras otro, y darse cuenta de que se había roto su unidad, la mayoría sucumbían a la presión de aquella traición. Eran como submarinos que habían permanecido mucho tiempo sin ser vistos, bajo la superficie, y ahora se encontraban con que habían revelado sus posiciones. Y al salir a la superficie tenían dos opciones; no es que hubiera mucho donde elegir, pero era una elección al fin y al cabo: podían negar los cargos de sodomía y enfrentarse a un proceso público, a la certeza de ser investigados, a ir a la cárcel, etcétera, o podían identificar al homosexual responsable de aquel terrible crimen, del asesinato de un niño.

Leo tenía la impresión de que Nésterov creía que aquellos hombres padecían una especie de enfermedad. Mientras que algunos estaban enfermos de manera muy leve y sufrían la atracción por otros hombres como quien sufre insistentes dolores de cabeza, otros lo estaban de modo peligroso, con síntomas que se manifestaban en forma de deseo por chicos jóvenes. Aquello era la homosexualidad en su variante más extrema. El asesino era uno de éstos.

Cuando Leo les enseñaba las fotos de la escena del crimen, del niño destripado, todos los sospechosos reaccionaban de la misma manera: se quedaban horrorizados, o al menos eso aparentaban. ¿Quién podía haber hecho algo así? No había sido uno de ellos, no había sido nadie que conocieran. A ninguno de ellos le interesaban los niños. Muchos tenían hijos, según afirmaban en sus respuestas. Cada uno de ellos estaba convencido: no conocían a ningún asesino entre ellos, y si lo conocieran, no lo protegerían. Nésterov había confiado en encontrar un sospechoso en una semana. Transcurrido ese plazo, lo único que tenían era una lista más larga. Se añadieron más nombres, algunos por simple venganza. La lista se convirtió en un arma de brutal efectividad. Los miembros de la milicia añadían los nombres de sus enemigos, aseguraban que habían sido mencionados durante las confesiones. Desde el momento en que aparecía un nombre en la lista era imposible declararse inocente. Y así el número de personas bajo custodia había pasado de un centenar a casi ciento cincuenta.

El MGB local, desesperado por la falta de progresos, había asumido el mando de los interrogatorios, lo cual quería decir que ahora recurrían a la tortura. Para desesperación de Leo, Nésterov se había mostrado de acuerdo. Aunque el suelo se llenó de sangre, no lograron nada. A Nésterov no le quedaba más remedio que iniciar un proceso contra aquellos ciento cincuenta hombres con la esperanza de que eso obligase a uno de ellos a hablar. Humillarlos, torturarlos y hundirlos ya no era suficiente: tenían que entender que perderían sus vidas. Si el juez recibía las instrucciones necesarias, los condenarían a veinticinco años por subversión política, en lugar de los cinco años que correspondían a la sodomía. Su sexualidad sería considerada como un crimen contra el mismísimo tejido de la nación. Ante semejante perspectiva, tres de los hombres se habían venido abajo y habían empezado a señalar. Pero ninguno de ellos había señalado a la misma persona. Nésterov, que se negaba a aceptar que aquella línea de investigación había fallado, pensó que se enfrentaba a una solidaridad perversa y criminal; al honor de los desviados.

Desesperado, Leo había hablado con su superior.

—Esos hombres son inocentes.

Nésterov se quedó mirándolo, asombrado.

—Todos son culpables. La cuestión es cuál de ellos es culpable de asesinato.

Raisa miró a Leo mientras él entrechocaba los talones de las botas. Los montones de nieve sucia cayeron al suelo. Él bajó la vista, sin darse cuenta de que ella estaba allí. Raisa no podía entender la decepción de su marido. Había creído sinceramente que aquella investigación tenía alguna posibilidad. Había puesto todas sus esperanzas en una fantasiosa historia de redención: un último acto de justicia. Ella se había burlado de aquella idea, la otra noche, en el bosque. Pero lo sucedido había resultado ser una burla mucho más cruel. En su búsqueda de justicia había desencadenado el terror. En su persecución de un asesino había llevado a ciento cincuenta hombres a perder sus vidas, si no de manera literal, sí en cualquier otro sentido. Perderían sus familias, sus hogares. Y ella, al ver a su marido encorvado y con gesto desesperado, se dio cuenta de que nunca había hecho nada en lo que no creyera. No era un hombre cínico ni calculador. Si aquello era cierto, entonces también debía de haber creído en su matrimonio: debía de haber creído que se basaba en el amor. Una a una todas las fantasías que se había creado —sobre el Estado, sobre su relación— se habían venido abajo. Raisa sentía envidia. Incluso entonces, después de todo lo que había pasado, seguía siendo capaz de albergar esperanzas. Seguía queriendo creer en algo. Se acercó y se sentó junto a él en la cama. Vacilante, le cogió la mano. Él se sorprendió y la miró, pero no dijo nada. Aceptó el gesto. Y juntos observaron cómo se derretía la nieve.