23 de marzo
Aleksandr cerró la taquilla, bajó la persiana y se reclinó en su silla. Aunque era un sitio pequeño, de no más de dos metros cuadrados, le gustaba que fuera suyo. No lo compartía con nadie ni tenía a nadie que supervisara su trabajo. Disfrutaba de una especie de libertad que no se veía minada por cuotas ni por controles de productividad. Su trabajo sólo tenía una pega. Todos los que lo conocían asumían que debía de sentirse decepcionado por el rumbo que había tomado su vida.
Cinco años atrás Aleksandr era el corredor más rápido de la Escuela de Secundaria 151. Todos pensaban que estaba destinado a triunfar a escala nacional; quizá internacional, si la Unión Soviética competía en las Olimpiadas. En lugar de eso había terminado con un trabajo sedentario, como encargado de una taquilla, desde la que veía cómo otras personas emprendían viajes mientras él no iba a ninguna parte. Había seguido durante varios años un sacrificado régimen de ejercicio, había ganado competiciones regionales. ¿Y para qué? Horarios y billetes: un trabajo que podía hacer cualquiera. Recordaba perfectamente el momento en que aquel sueño se había desvanecido. Su padre y él cogieron un tren a Moscú para presentarse a las pruebas de selección del Club Deportivo Central del Ejército, el CSKA, que formaba parte del Ministerio de Defensa. El CSKA era famoso por escoger a los mejores atletas de todo el país y obligarlos a ser excepcionales. Rechazaban al noventa por ciento de los aspirantes. Aleksandr había corrido hasta acabar vomitando a un lado de la pista. Había corrido más rápido que nunca; había batido su marca personal. No lo seleccionaron. En el viaje de vuelta su padre había intentado ver el fracaso de forma positiva. Sería una motivación para entrenar con más intensidad; al año siguiente lograría que lo seleccionasen y sería más fuerte por haber tenido que luchar por su sueño. Pero Aleksandr lo había dado todo y ya había tenido suficiente. No habría año siguiente. Aunque su padre había seguido presionándolo, Aleksandr no se sentía motivado, y aquél pronto perdió también el interés. Aleksandr dejó la escuela y empezó a trabajar, acomodándose a una rutina sencilla.
Cuando terminó eran las ocho de la tarde. Salió de la taquilla y cerró con llave. No tenía que andar mucho, pues sus padres vivían en un edificio anexo a la estación. Técnicamente su padre estaba a cargo de la estación. Pero no se encontraba bien. En el hospital no había nadie que supiera decir qué le pasaba, excepto que tenía sobrepeso y bebía demasiado. Su madre gozaba de buena salud y, aparte de la enfermedad del padre, era una persona bastante alegre. Tenía razones para serlo: eran una familia afortunada. El dinero que ganaban trabajando para el ferrocarril del Estado no era mucho; la blat o influencia, relativamente poca. Pero la auténtica ventaja era el alojamiento. En lugar de tener que compartirlo con otra familia, tenían un apartamento para ellos solos, con cañerías, agua caliente y aislamiento térmico, tan nuevo como la estación. A cambio se esperaba que estuvieran disponibles las veinticuatro horas del día. En la estación había un timbre que sonaba en su apartamento. Si había un tren por la noche o de madrugada, tenían que estar allí. Pero aquello no era más que un pequeño inconveniente que se repartían entre toda la familia, algo que compensaban con creces los privilegios de que disfrutaban. Tenían un apartamento en el que bien podrían vivir dos familias. La hermana de Aleksandr se había casado con un encargado de la limpieza de la fábrica Volga, donde también trabajaba ella, y ambos se habían mudado a un apartamento nuevo en un buen barrio. Estaban esperando su primer hijo. Aquello significaba que Aleksandr, con veintidós años, no tenía nada de qué preocuparse. Algún día estaría a cargo de la estación y el edificio anexo sería suyo.
Se quitó el uniforme en su dormitorio, se puso ropa más informal y se sentó a la mesa con sus padres: sopa de guisantes y abadejo seguida de kasha frito. Su padre comía una pequeña porción de hígado de vaca. Era algo caro y difícil de encontrar, pero se lo habían recomendado los médicos. El padre de Aleksandr seguía una dieta muy estricta, según la cual no debía beber nada de alcohol, lo que, en su opinión, le hacía más mal que bien. No hablaban durante la cena. Su padre siempre parecía estar incómodo. Apenas comía. Después de lavar los platos Aleksandr se despidió: iba a ir al cine. En aquel momento su padre estaba echado. Aleksandr le dio un beso de buenas noches y le dijo que no se preocupara, que se levantaría para ocuparse del primer tren.
En Voualsk sólo había un cine. Hasta tres años antes no había ninguno. Habían convertido una iglesia en un auditorio de seiscientas butacas en el que se proyectaban viejas películas patrocinadas por el Estado, muchas de las cuales no habían podido ver antes los habitantes de la ciudad. Entre ellas estaban Istrebiteli, Bez Viny Vinovatye, Podvig Razvedchika y Vstrecha na Elbe, algunas de las películas de más éxito de los últimos años, y que Aleksandr había visto varias veces. Desde que abrieron el cine se convirtió enseguida en su pasatiempo favorito. Al ser un deportista nunca se había interesado demasiado por la bebida, y no era especialmente sociable. Cuando llegó al vestíbulo vio que estaban echando Nezabyvaemyy God 1919. La había visto hacía dos noches, y muchas más veces antes de eso. Le parecía fascinante, no por la película en sí, sino por la idea de que hubiera un actor que interpretaba a Stalin. Se preguntaba si éste había intervenido en la selección de los intérpretes. Se imaginaba lo que debía de ser ver a otro hombre haciendo de uno mismo, dándole instrucciones sobre lo que hace bien y lo que hace mal. Aleksandr pasó de largo. No se puso a la cola, sino que se dirigió hacia el parque.
En medio del parque de la Victoria había una estatua de bronce de tres soldados con los puños alzados y los rifles echados al hombro. Oficialmente el parque cerraba por las noches. Pero no había ninguna valla y nadie se ocupaba de que se respetase la prohibición. Aleksandr sabía qué camino tomar: un sendero alejado de la calle y muy lejos de la vista de nadie, oculto entre árboles y arbustos. Pudo sentir que, de la emoción, se le aceleraba el corazón al dar una vuelta por el perímetro, como le pasaba siempre. Al parecer aquella noche no había nadie, y pensó en irse a casa.
Más adelante distinguió a un hombre. Aleksandr se detuvo. El hombre se dio la vuelta y lo miró. Una pausa nerviosa dio a entender que ambos estaban allí por la misma razón. Aleksandr siguió hacia delante y aquel hombre se quedó donde estaba, esperando a que lo alcanzase. Una vez juntos, miraron a su alrededor para asegurarse de que estaban solos, antes de mirarse el uno al otro. Aquel hombre era más joven que Aleksandr, quizá no tuviera más de diecinueve o veinte años. Parecía confundido, y Aleksandr imaginó que era su primera vez. Rompió el silencio.
—Conozco un sitio al que podemos ir.
El joven miró a su alrededor una vez más y asintió, sin decir nada. Aleksandr prosiguió:
—Sígueme, pero mantén la distancia.
Caminaron separados. Aleksandr salió primero, adelantándose unos cien pasos. Se volvió. El otro lo seguía.
Al llegar a la estación comprobó que sus padres no estuvieran en la ventana del apartamento. Entró en el edificio principal sin ser visto, como si fuera a coger un tren. Sin encender las luces, abrió la taquilla, entró y dejó la puerta abierta. Empujó la silla a un lado. No había mucho sitio, pero bastaba. Esperó, miró el reloj y se preguntó por qué aquel chico tardaba tanto. Entonces recordó que él andaba muy rápido. Finalmente escuchó a alguien entrar en la estación. Se abrió la puerta de la taquilla. El chico entró y ambos pudieron echarse por primera vez un buen vistazo. Aleksandr cerró la puerta. El sonido del pestillo le excitaba. Significaba que estaban a salvo. Casi se tocaban, pero aún no hacían nada. Ninguno de los dos estaba seguro de quién debía actuar primero. Aleksandr disfrutaba de aquel instante y lo alargó todo lo que pudo, antes de echarse sobre él y besarlo.
Alguien golpeó la puerta. Lo primero que pensó Aleksandr era que se trataba de su padre: debía de haberlo visto, probablemente lo sabía todo. Pero entonces se dio cuenta de que los golpes no venían de fuera. Era aquel hombre el que daba golpes en la puerta, el que gritaba. ¿Había cambiado de idea? ¿Con quién hablaba? Aleksandr estaba confundido. Escuchó voces fuera de la taquilla. Aquel chico ya no era tímido y nervioso. Se había transformado. Ahora estaba furioso, asqueado. Escupió a Aleksandr en la cara. La flema se le quedó colgando. Aleksandr se la limpió. Sin pensar, sin entender lo que sucedía, golpeó a aquel chico, que cayó al suelo.
El pomo de la puerta vibró. Escuchó una voz que venía de fuera:
—Aleksandr, soy el general Nésterov, el hombre que está contigo es un agente de la milicia. Te ordeno que abras la puerta. O me obedeces o llamo a tus padres y los traigo aquí para que vean cómo te arresto. Tu padre está enfermo, ¿verdad? Se moriría si se enterase de tu crimen.
Tenía razón. Aquello mataría a su padre. Intentó abrir la puerta apresuradamente, pero el cuerpo de aquel chico la bloqueaba. Tuvo que echarlo a un lado antes de poder quitar el pestillo y abrir la puerta. En cuanto esto sucedió, unas manos lo agarraron y lo sacaron de la taquilla.
Leo miró a Aleksandr, la primera persona a la que había conocido cuando se bajó del tren de Moscú, el chico que le había conseguido un cigarrillo, que le había ayudado a buscar en el bosque. No podía hacer nada para ayudarlo.
Nésterov echó un vistazo dentro de la taquilla y se fijó en su agente, que seguía mareado en el suelo, avergonzado de haber sido reducido.
—Sacadlo de aquí.
Dos agentes entraron y llevaron al agente herido hasta un coche que había fuera. Al ver lo que Aleksandr le había hecho a uno de sus hombres, el segundo de Nésterov le dio un puñetazo en la cara. Antes de que pudiera darle otro, Nésterov intervino.
—Ya basta.
Rodeó al sospechoso, sopesando lo que iba a decir.
—Me decepciona encontrarte haciendo esto. Nunca lo habría pensado de ti.
Aleksandr escupió sangre en el suelo, pero no respondió. Nésterov prosiguió.
—Dime por qué.
—¿Por qué? No lo sé.
—Has cometido un crimen muy grave. Un juez te condenaría por lo menos a cinco años, y le daría igual cuántas veces le dijeras que lo sientes.
—No he dicho que lo sienta.
—Eres muy valiente, Aleksandr. Pero ¿seguirías siéndolo si se enterase todo el mundo? Quedarías humillado, caerías en desgracia. Incluso después de pasar cinco años en la cárcel no podrías volver a trabajar ni a vivir aquí. Lo perderías todo.
Leo dio un paso adelante.
—Pregúntele.
—Hay una forma de evitar la vergüenza. Queremos una lista de todos los hombres de esta ciudad que tengan relaciones sexuales con otros hombres, de los hombres que tengan relaciones con hombres más jóvenes, de los hombres que tengan relaciones con chicos. Vas a ayudarnos a hacer esa lista.
—No conozco a nadie más. Es mi primera vez…
—Si no quieres ayudarnos, te arrestaremos, te llevaremos a juicio e invitaremos a tus padres a ir al tribunal. Ahora se estarán preparando para irse a la cama, ¿no? Podría enviar a uno de mis hombres a averiguarlo, podría traerlos…
—No.
—Si trabajas para nosotros, quizá no tengamos que decirles nada a tus padres. Si trabajas para nosotros, quizá no tengas que ir a juicio. Quizá podamos mantener esta desgracia en secreto.
—¿De qué va todo esto?
—Han asesinado a un muchacho. Si nos ayudas, harás un servicio público y te redimirás por tu crimen. ¿Quieres darnos esa lista?
Aleksandr se palpó la sangre que le brotaba de la boca.
—¿Qué les pasará a los hombres de esa lista?