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22 de marzo

Unas treinta y seis horas después de que él y Raisa hubieran encontrado el cuerpo del niño, Leo seguía sin haber informado del descubrimiento. Raisa tenía razón. En vez de reabrir el caso, aquel segundo asesinato podía serle imputado a Varlam Babínich. Aquel chico no tenía instinto de supervivencia, era susceptible a la sugestión. Si le susurraban algo al oído, era muy probable que lo repitiera. Proporcionaba una solución rápida y conveniente a dos asesinatos terribles. ¿Para qué buscar a un segundo sospechoso cuando ya había uno bajo custodia? Era poco probable que Babínich tuviera una coartada, teniendo en cuenta que los trabajadores del internat no recordarían dónde estaba y no estarían dispuestos a dar la cara por él. Probablemente los cargos pasarían de un asesinato a dos.

Leo no podía llegar y anunciar que había descubierto el cuerpo de aquel muchacho. En primer lugar tenía que demostrar que Varlam Babínich no sabía nada de aquello. Era la única forma de salvarlo: minar las acciones emprendidas por la milicia contra el principal sospechoso; el único sospechoso. De todas formas eso era justo lo que Nésterov le había advertido a Leo que no hiciera. Aquello significaría la apertura de un caso criminal sin sospechoso, contra personas desconocidas. El problema empeoraba por el hecho de que Babínich hubiera confesado ya. Seguramente los agentes locales del MGB se implicarían si se enteraban de que una confesión había sido rechazada por la milicia. Las confesiones eran el pilar fundamental del sistema judicial, y su veracidad debía ser protegida a cualquier precio. Si alguien se enteraba de que había habido un segundo asesinato antes de que Leo pudiera demostrar la inocencia de Babínich, podría decidir que era mucho más fácil, más simple y más seguro meterle en la cabeza al sospechoso todos los detalles necesarios: un niño de trece años, apuñalado en el bosque, al otro lado de las vías, hace varias semanas. Era una solución limpia, eficiente y que no molestaría a nadie, ni siquiera al propio Babínich, pues probablemente no se enteraría de lo que estaba pasando. Sólo había una forma de garantizar que la noticia de que había un segundo cadáver no se filtraba, y era guardar silencio. Al regresar a la estación de tren no había dado la alarma ni había llamado a sus superiores. No había informado del asesinato ni había preparado el escenario del crimen. No había hecho nada. Para asombro de Raisa, le había pedido que no dijera nada, pues no podía ver a Babínich hasta la mañana siguiente, lo que significaba que el cuerpo debía quedarse en el bosque aquella noche. Si el muchacho tenía alguna oportunidad de que se hiciera justicia, no se le ocurría ninguna otra opción.

Babínich ya no estaba a cargo de la milicia. Lo habían entregado a los abogados de la oficina del procurador. Un equipo de sledovatyel había obtenido ya la confesión del asesinato de Larisa Petrova. Leo había leído el documento. Había diferencias entre la confesión obtenida por la milicia y la que habían obtenido los sledovatyel, pero eso apenas importaba; venían a decir lo mismo: que era culpable. De todas formas el documento de la milicia no era oficial, y no se haría referencia a él en el tribunal: su trabajo sólo consistía en señalar al sospechoso más probable. Cuando Leo pidió hablar con el prisionero la investigación casi había concluido. Estaban listos para ir a juicio.

Leo se había visto obligado a argumentar que el sospechoso podía haber matado a más niñas, y que antes de que fuera llevado a juicio la milicia y los sledovatyel debían interrogarlo conjuntamente para determinar si había más víctimas. Nésterov, cauto, había accedido: era algo que ya deberían haber hecho. Insistió en que el interrogatorio fuera conjunto, lo que a Leo le parecía bien. Cuantos más testigos, mejor. En presencia de dos sledovatyel y dos agentes de la milicia, Babínich había negado saber nada de otras víctimas. Después el equipo había llegado a la conclusión de que era poco probable que el sospechoso hubiera matado a nadie más. Que ellos supieran, no había desaparecido ninguna otra chica de pelo rubio, que en este caso era el motivo del asesinato. Después de conseguir que ambas partes acordasen que había pocas probabilidades de que Babínich hubiera matado a nadie más, Leo había argumentado que no podían estar seguros y que debían buscar en el bosque por si acaso; ampliar la búsqueda para incluir cualquier parte del bosque a menos de treinta minutos a pie desde el perímetro de la ciudad. Nésterov, que tenía la impresión de que Leo tramaba algo, se mostraba cada vez más suspicaz. En circunstancias normales, si Leo no hubiera estado relacionado con el MGB, se habría rechazado su propuesta. La idea de malgastar los recursos de la milicia en busca de un crimen era ridícula. Pero por mucho que Nésterov desconfiase de Leo, parecía tener miedo de oponerse a la sugerencia, pues la orden podía provenir de Moscú. Se planificó la búsqueda para ese mismo día: treinta y seis horas después de que Leo y Raisa hubieran encontrado el cadáver del muchacho.

Durante aquellas horas el recuerdo del niño tirado en la nieve había dominado los pensamientos de Leo. Había sufrido pesadillas en las que un niño, en mitad del bosque, desnudo, destripado, le preguntaba por qué lo habían abandonado.

¿Por qué me dejasteis?

El niño de la pesadilla era Arkadi, el hijo de Fiódor.

Raisa le había dicho a Leo que le costaba concentrarse en la escuela, sabiendo que había un niño muerto en el bosque y comportándose como si no pasara nada. Sentía una necesidad incontrolable de advertir a los niños, de alertar de alguna forma a la ciudad. Los padres no tenían ni idea del peligro. Ninguno de ellos había denunciado la desaparición de su hijo. El historial de la escuela no mostraba ninguna ausencia sin explicación. ¿Quién era el niño del bosque? Quería saber su nombre, encontrar a su familia. Lo único que podía hacer Leo era pedirle que esperase. A pesar de su inquietud, confiaba en lo que había dicho Leo: ésa era la única manera de liberar a un muchacho inocente y de iniciar la persecución del verdadero responsable. Lo absurdo de aquel razonamiento hacía que pareciera perfectamente plausible.

Nésterov, que había reclutado a trabajadores del aserradero para completar los equipos de búsqueda, dividió a los hombres y a las mujeres en siete grupos de diez. A Leo le tocó un grupo que buscaría en la parte del bosque situada tras el Hospital del Estado 379, en el extremo opuesto de la ciudad donde se encontraba el cadáver. Aquello era perfecto, porque sería mejor si no era él quien encontraba el cuerpo. También era posible que encontrasen más cuerpos. Estaba seguro de que esas víctimas no eran las primeras. Los diez miembros del equipo de Leo se dividieron en dos grupos de tres y uno de cuatro. Leo iba con el segundo de Nésterov, quien sin duda tenía instrucciones de no quitarle el ojo de encima. Con ellos iba una mujer, una trabajadora del aserradero. Les llevó todo el día completar su zona de búsqueda, varios kilómetros cuadrados, atravesando montones de nieve en los que tenían que rebuscar con palos para asegurarse de que no había nada debajo. No encontraron ningún cuerpo. Volvieron a reunirse en el hospital. Ninguno de los otros dos equipos había encontrado nada. Aquella parte del bosque estaba vacía. Leo estaba impaciente por saber lo que pasaba al otro lado de la ciudad.

Nésterov estaba junto al bosque, cerca de la cabina de mantenimiento del ferrocarril, que habían incautado y convertido en cuartel general provisional. Leo se acercó, tratando de aparentar despreocupación e indiferencia. Nésterov le preguntó:

—¿Qué ha encontrado?

—Nada.

Después de una calculada pausa, Leo añadió:

—¿Han mirado allí?

—No hay nada.

Leo no podía conservar la pose de fría indiferencia. Sabía que lo estaban observando, así que miró a otro lado para intentar pensar qué podía haber fallado. ¿Cómo podían no haber visto el cuerpo? ¿Seguía allí? Las huellas eran claramente visibles. Puede que no hubieran extendido lo suficiente el perímetro de búsqueda como para llegar hasta el cuerpo, pero sí que debía de llegar hasta las huellas. ¿Acaso el equipo no las había seguido hasta el final? Si no estaban muy motivados, quizá hubieran abandonado la búsqueda designada. La mayoría de los equipos volvían ya: no faltaba mucho para que concluyera la operación, y el cuerpo del niño seguía en el bosque.

Leo se puso a hacer preguntas a los que regresaban. Dos agentes de la milicia, ninguno de los cuales tenía mucho más de dieciocho años, habían formado parte del equipo que había buscado por la zona del bosque más cercana a donde se encontraba el cuerpo. Admitieron haber visto huellas, pero pensaron que no eran sospechosas, porque había cuatro rastros en lugar de dos: habían supuesto que no era más que una familia de excursión. Leo se había olvidado de tener en cuenta que él y Raisa habían dejado dos nuevos rastros junto a los de la víctima y el asesino. Intentó controlar la desesperación, olvidó que ya no tenía ninguna autoridad y ordenó a ambos hombres que volvieran al bosque y siguieran las huellas hasta el final. Los agentes no parecían muy convencidos. Las huellas podían seguir varios kilómetros. Y además, ¿quién era Leo para dar órdenes?

Leo no tuvo más remedio que ir a ver a Nésterov y explicarle, por medio de un mapa, que no había ninguna aldea cercana en aquella dirección, con lo cual las huellas eran sospechosas. Pero Nésterov estuvo de acuerdo con los dos agentes. El hecho de que hubiera cuatro rastros en lugar de dos lo convertía en una pista poco sospechosa, y no merecía la pena seguirla. Leo no pudo contener su frustración y dijo:

—Entonces iré yo.

Nésterov lo miró fijamente.

—Iremos los dos.

Leo seguía sus propias huellas, adentrándose en el bosque, con la única compañía de Nésterov. Tardó en darse cuenta de que corría peligro: iba desarmado y lo acompañaba un hombre que quería verlo muerto. Si pensaba matarlo, ése era un buen lugar. Nésterov parecía tranquilo. Fumaba.

—Dígame, Leo, ¿qué es lo que vamos a encontrar al final de este rastro?

—No tengo ni idea.

—Pero ¿no son éstas sus pisadas?

Nésterov señaló las huellas que tenían frente a ellos y después las que acababa de dejar Leo. Eran idénticas.

—Vamos a encontrar el cuerpo de un niño muerto.

—Que usted ya ha descubierto.

—Hace dos días.

—Y sobre el que no ha informado.

—Quería demostrar que Varlam Babínich no tenía nada que ver con este asesinato.

—¿Le preocupaba que lo culpásemos a él del asesinato?

—Todavía me preocupa.

¿Iba a desenfundar Nésterov? Leo esperó. Finalmente Nésterov encendió un cigarrillo y siguió caminando. No dijeron nada más hasta llegar al lugar donde se hallaba el cadáver. El niño estaba tal como Leo lo recordaba, desnudo, boca arriba, con la boca llena de corteza de árbol y el torso destrozado. Leo dio un paso atrás y observó a Nésterov examinar el cuerpo. Se tomó su tiempo. Leo se dio cuenta de que su superior estaba escandalizado con aquel crimen. Aquello le supuso cierto alivio.

Nésterov se le acercó.

—Quiero que vuelva y avise a la oficina del procurador. Yo me quedaré aquí, junto al cuerpo.

Nésterov recordó la preocupación de Leo y añadió:

—Es evidente que Varlam Babínich no ha tenido nada que ver con este asesinato.

—Estoy de acuerdo.

—Son dos casos distintos.

Leo se le quedó mirando, atónito ante aquella afirmación.

—Pero ¿y si a estos dos niños los mató el mismo hombre?

—Una chica sufrió una agresión sexual y fue asesinada. Un chico ha sufrido una agresión sexual y ha sido asesinado. Son crímenes distintos. Son depravaciones distintas.

—Pero los dos tenían corteza, corteza de árbol, en la boca.

—Larisa tenía la boca llena de tierra.

—Eso no es cierto.

—Varlam Babínich ha admitido que le llenó la boca de tierra.

—Lo cual demuestra que no la mató. La tierra está congelada. Si era tierra, ¿de dónde la sacó? Tenía la boca llena de corteza, igual que este niño. La prepararon con antelación, no sé por qué.

—Babínich ha confesado.

—Admitirá lo que sea si se lo preguntan las veces suficientes.

—¿Cómo está tan seguro de que es el mismo asesino? La niña fue asesinada cerca de la estación, sin precaución alguna, algo arriesgado, apenas estaba fuera de la vista de la gente. Los pasajeros podían haber escuchado los gritos. Fue un crimen cometido por un idiota, y un idiota ha confesado haberlo cometido. Pero a este niño lo llevaron durante casi una hora hacia el interior del bosque. El asesino ha tenido cuidado para que nadie lo interrumpiese. Es otro hombre.

—Quién sabe lo que pasó con esa chica; quizá quería adentrarse más en el bosque pero ella cambió de parecer, por lo que tuvo que matarla allí. ¿Por qué tienen los dos un trozo de cuerda en el tobillo?

—Es un crimen diferente.

—Dígame que no está tan desesperado por empezar el proceso que es capaz de decir y creer cualquier cosa.

—Dígame usted qué clase de persona viola a una niña, la mata, y después viola y mata a un niño. ¿Quién es esa persona? He trabajado en la milicia durante veinte años. Nunca he encontrado a alguien así. Nunca he oído hablar de alguien así. ¿Puede darme algún ejemplo?

—No conozco ninguno.

—No existen. La chica murió por una razón: la mataron por su pelo rubio. La mató un chico enfermo. Este niño murió por una razón. Lo mató otro hombre con una enfermedad distinta.