El mismo día
Como parte de la investigación oficial, habían estado buscando en una zona con un radio de unos quinientos metros a partir del punto en el que habían encontrado el cuerpo de Larisa Petrova. A pesar de que no tenía ninguna experiencia en investigaciones de asesinatos, a Leo aquello le parecía poco. No habían descubierto nada excepto la ropa de la niña, tirada a unos cuarenta pasos, más o menos, del cuerpo, hacia el interior del bosque. ¿Por qué estaba su ropa —su camisa, su falda, su sombrero y sus guantes— en un ordenado montoncito, tan lejos de su cuerpo? En la ropa no había rastro de sangre, no había marcas de cuchillo, ni rajas ni cortes. Una de dos: o le habían quitado la ropa o se había desnudado ella misma. Quizá había intentado huir, salir del bosque, y la habían atrapado justo antes de llegar al claro. Si eso era cierto, entonces habría corrido desnuda. El asesino debía de haberla convencido para que lo acompañase, quizá le hubiera ofrecido dinero a cambio de sexo. Cuando ella se quitó la ropa, él atacó. Pero a Leo le resultaba complicado aplicar la lógica en aquel caso. Los detalles incomprensibles —la tierra, la desaparición del estómago, la cuerda— le resultaban indescifrables, y al mismo tiempo era incapaz de dejar de pensar en ellos.
Había pocas posibilidades de encontrar nada nuevo relacionado con la muerte de Larisa, incluso si se pasaban por alto la incompetencia y el descuido. Por tanto, Leo se encontraba en una complicada situación: necesitaba descubrir un segundo cuerpo. Durante el invierno aquel bosque se quedaba desierto; un cuerpo podía quedarse allí varios meses, tan bien conservado como el de Larisa. Leo tenía razones para pensar que ella no había sido la primera víctima. El médico había sugerido la posibilidad de que el asesino supiera lo que estaba haciendo, lo cual significaba que tenía una competencia y una seguridad que se derivaban de la práctica. El método daba la impresión de ser algo rutinario, una rutina que hacía pensar en una secuencia. Y además, por supuesto, estaba la muerte de Arkadi; un hecho que Leo tenía ahora siempre presente.
Usó discretamente la linterna a la vez que aprovechaba la luz de la luna. La vida de Leo dependía de su discreción. Se tomaba muy en serio la amenaza de muerte de su general. Sin embargo, aquella necesidad de secretismo había sufrido un revés cuando el hombre que trabajaba en la estación, Aleksandr, lo había visto en el bosque. Lo había llamado y Leo no había sido capaz de inventarse una mentira creíble, por lo que le había dicho que estaba buscando pruebas sobre el asesinato de aquella niña. Después de aquello le pidió a Aleksandr que no dijera nada a nadie, asegurándole que eso podría poner en peligro la investigación. Aleksandr se mostró de acuerdo y le deseó buena suerte, y además comentó que él siempre había sospechado que el asesino había llegado en tren y estaba allí de paso. ¿Por qué, si no, estaba el cuerpo tan cerca de la estación? De haber sido alguien de la ciudad, habría conocido otras zonas más apartadas del bosque. Leo había admitido que el lugar podía dar ideas, y pensó que debía vigilar a aquel hombre. Aunque parecía bastante simpático, una apariencia inocente no garantizaba nada. De todas formas, pensó Leo, la inocencia en sí tampoco contaba demasiado.
Valiéndose de un mapa que había robado de la oficina de la milicia, Leo había dividido el bosque que rodeaba la estación de ferrocarril en cuatro zonas. No encontró nada en la primera, que era donde había aparecido el cadáver de la víctima. Gran parte del suelo había sido pisoteada por cientos de botas. No quedaba ni la nieve empapada en sangre. Seguramente se la habían llevado, con la intención de borrar cualquier rastro de aquel crimen. Leo se dio cuenta de que no habían buscado en las demás zonas: la nieve estaba intacta. Había tardado como una hora en cubrir la segunda área. Cuando terminó, sus dedos estaban entumecidos por el frío. Sin embargo, la ventaja que tenía la nieve era que podía moverse con relativa rapidez mientras examinaba grandes parcelas de tierra en busca de huellas, usando las suyas para marcar las secciones que ya había cubierto.
Cuando casi había terminado la tercera zona se detuvo. Escuchó pisadas; escuchó la nieve crujir. Apagó la linterna, se colocó detrás de un árbol y se agachó. Pero no podía esconderse: parecía que estaban siguiendo sus huellas. ¿Debía correr? Era su única oportunidad.
—¿Leo?
Se levantó y encendió la linterna. Era Raisa.
Leo apartó de su cara el haz de luz.
—¿Te han seguido?
—No.
—¿Qué haces aquí?
—Estoy aquí para preguntarte lo mismo.
—Te lo dije. Han asesinado a una niña. Tienen a un sospechoso, pero yo no creo…
Raisa le interrumpió de manera abrupta, impaciente.
—¿No crees que sea culpable?
—No.
—¿Y desde cuándo te importa eso?
—Raisa, sólo intento…
—Leo, para, porque no creo que pueda soportar que me digas que estás aquí para hacer lo correcto, que te mueven los principios de justicia y honor. Seamos francos. Esto va a acabar mal, y cuando acabe mal para ti, acabará mal para mí.
—¿Quieres que no haga nada?
Raisa se enfadó.
—¿Crees que tengo que aceptar esta investigación personal que te has montado? Hay inocentes que sufren por todo el país, y lo único que puedo hacer yo es intentar no ser uno de ellos.
—¿En serio crees que si mantenemos la cabeza baja, si no hacemos nada mal, eso nos protegerá? No hiciste nada malo la última vez y querían ejecutarte por traidora. No hacer nada no es una garantía de que no vayan a arrestarnos de todas formas. He aprendido esa lección.
—Pero eres como un niño que acaba de aprender un concepto nuevo. Todo el mundo sabe que no hay garantías. Todo es arriesgado. Pero es un riesgo inaceptable. ¿Crees que si puedes atrapar a alguien que realmente sea culpable, todos esos inocentes a los que arrestaste desaparecerán? Esto no tiene nada que ver con esa niña, tiene que ver contigo.
—Me odias cuando cumplo órdenes. Me odias cuando hago lo correcto.
Leo apagó la linterna. No quería que lo viera molesto. Por supuesto, ella tenía razón, todo lo que había dicho era cierto. Sus destinos estaban unidos; no tenía ningún derecho a embarcarse en aquella investigación sin contar con su aprobación. Y no tenía derecho alguno a discutir sobre moral.
—Raisa, no creo que nos vayan a dejar en paz. Lo más seguro es que esperen un par de meses, quizá un año, entre mi llegada y mi arresto.
—Eso no lo sabes.
—Es de lo poco que sé. Nunca dejan en paz a la gente. Quizá tengan que construir la acusación contra mí. Tal vez sólo quieren que me pudra en algún lugar perdido antes de acabar conmigo definitivamente. Pero no me queda mucho tiempo. Y así es como quiero gastar el que tengo, intentando encontrar al hombre que hizo esto. Puede que tenga otros motivos. Pero ¿qué importa eso? Hay que atraparlo. Sé que eso no te sirve de nada. Aun así, hay una forma de que tú sobrevivas. Poco antes de arrestarme doblarán la vigilancia. En ese momento tendrás que ir a hablar con ellos, contarles alguna historia sobre mí, hacer como si me estuvieras traicionando.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer hasta entonces? ¿Sentarme en esa habitación a esperar? ¿Mentir por ti? ¿Encubrirte?
—Lo siento.
Raisa negó con la cabeza, se dio la vuelta y regresó a la ciudad. Leo, solo, volvió a encender la linterna. Se había quedado sin energía, se movía lentamente. Ya no pensaba en el caso. ¿No era aquélla una empresa egoísta, inútil? No había caminado mucho cuando escuchó el sonido de pisadas en la nieve. Raisa había vuelto.
—¿Estás seguro de que ese hombre ha matado antes?
—Sí. Y si encontramos otra víctima, volverán a abrir el caso. Las pruebas contra Varlam Babínich se limitan a esa chica. Si hay un segundo asesinato, el caso abierto contra él no se sostendrá.
—Dijiste que ese chico, Varlam, tenía dificultades para aprender. Parece la persona perfecta a la que culpar de cualquier crimen. Podrían culparle de ambos.
—Tienes razón. Es un riesgo. Pero un segundo cadáver es la única oportunidad que tengo de reabrir el caso.
—Entonces, si encontramos otro cuerpo, habrá una investigación. Si no, si no encontramos nada, prométeme que lo dejarás.
—Está bien.
—Muy bien. Ve tú delante.
Inseguros, dubitativos, se adentraron en el bosque.
Después de caminar casi treinta minutos, el uno junto al otro, Raisa señaló hacia delante. Dos rastros se cruzaban frente a ellos, uno de adulto y otro de un niño. No había signos de lucha. Al niño no lo habían arrastrado. Las huellas de las botas del adulto eran enormes y profundas. Era un hombre alto, pesado. Las pisadas del niño eran muy leves. Era joven, pequeño.
Raisa miró a Leo.
—Podrían llegar simplemente hasta alguna aldea.
—Es posible.
Comprendió que Leo pensaba seguirlas hasta el final.
Llevaban un buen rato andando, tras los rastros, sin encontrar nada extraño. Leo había empezado a pensar que a lo mejor Raisa tenía razón. Quizá fueran pisadas de gente inocente. De repente se detuvo. Más adelante había un trozo de nieve aplastada, como si alguien se hubiera echado. El corazón de Leo empezó a palpitar con fuerza y caminó hasta allí. Las pisadas eran cada vez más confusas, como si hubiera habido una pelea. El adulto se había marchado de allí y las pisadas del niño se apartaban en la dirección opuesta. Eran pisadas desiguales, torpes; había estado corriendo. Por las marcas en la nieve, era evidente que el niño se había caído: había una huella de una mano. Pero se había levantado y había echado a correr de nuevo, antes de volverse a caer. Había estado luchando otra vez en el suelo, aunque era imposible saber con qué o con quién. No había otras huellas. Independientemente de lo que hubiera pasado, el niño había podido levantarse y salir corriendo una vez más. Podía leerse la desesperación en la nieve. Sin embargo, las pisadas del adulto seguían sin aparecer por ninguna parte. Entonces, varios metros más adelante, aparecieron de nuevo. De entre los árboles surgían profundas pisadas de botas. Pero había algo raro; el adulto corría en zigzag, de un lado para otro, convergiendo sin demasiada precisión en el rastro del pequeño. No tenía ningún sentido. Después de haberse alejado de él, aquel hombre había cambiado de parecer y había vuelto a buscarlo a toda prisa, errático. A juzgar por los ángulos de las pisadas, lo había alcanzado en algún punto después del siguiente árbol.
Raisa se detuvo y miró hacia delante, hacia el punto en el que se unían los rastros. Leo le puso la mano en el hombro.
—Quédate aquí.
Leo avanzó y rodeó el árbol. Lo primero que vio fue nieve manchada de sangre, después unas piernas desnudas y un torso mutilado. Era un chico joven, no tendría más de trece o catorce años. Era pequeño, frágil. Como la niña, estaba boca arriba, mirando al cielo. Tenía algo en la boca. Con el rabillo del ojo Leo percibió movimiento. Se volvió y vio que Raisa estaba junto a él mirando el cuerpo del niño.
—¿Estás bien?
Raisa se llevó despacio la mano a la boca. Asintió muy levemente.
Leo se agachó junto al chico. Tenía un trozo de cuerda atado alrededor del tobillo. Habían cortado la cuerda, sólo quedaba un poco en la nieve. La piel del muchacho estaba roja allí donde se había rozado con la cuerda y le había producido cortes. Leo hizo un esfuerzo y miró su cara. Tenía la boca llena de tierra. Daba la impresión de que estuviera gritando. Al contrario que Larisa, no estaba cubierto por una capa de nieve. Había muerto después que ella, quizá durante las dos últimas semanas. Leo acercó la mano a la boca del pequeño y cogió un pellizco de tierra oscura. La tocó con los dedos. Era áspera y dura. No tenía la textura de la tierra. Había trozos grandes, desiguales. Con la presión de sus dedos uno de los fragmentos se deshizo. Aquello no era tierra. Era la corteza de un árbol.