18 de marzo
Leo estaba frente al Hospital 379, releyendo el informe de la autopsia. Había copiado a mano los puntos principales del original:
Leo había estado dando vueltas a aquella última parte. Como el suelo estaba congelado, el asesino debía de haber traído la tierra consigo. Debía de haber planeado el asesinato. Había intención, preparación. Pero ¿por qué llevar tierra consigo? Era una forma bastante engorrosa de acallar a alguien; habría sido mucho más fácil usar un trapo, un pañuelo o incluso la mano. Leo no encontraba respuesta, así que decidió aceptar tardíamente el consejo de Fiódor. Iba a examinar el cuerpo por sí mismo.
Cuando preguntó dónde estaba el cuerpo, le dijeron que lo tenían guardado en el Hospital 379. Leo no esperaba encontrar laboratorios forenses, ni patólogos ni una morgue especializada. Sabía que no había aparatos especializados para ocuparse de las muertes violentas. ¿Cómo podía haberlos, si no existían las muertes violentas? En el hospital la milicia tenía que buscar un hueco en la agenda de los médicos: el descanso de la comida o los diez minutos libres que tenían antes de una operación. Aquellos médicos, que no tenían más preparación que la médica, conjeturaban de manera aproximada lo que podría haber pasado con la víctima. El informe de la autopsia que Leo había leído se basaba en las notas tomadas durante una de aquellas fugaces reuniones con un médico. Otra persona había mecanografiado aquellas notas varios días más tarde. Era muy probable que gran parte de la verdad se hubiera perdido por el camino.
El 379 era uno de los hospitales más famosos del país y, supuestamente, uno de los mejores hospitales públicos del mundo. Estaba al final de la calle Chkálova y se extendía a lo largo y ancho de varias hectáreas de terreno ajardinado que llegaban hasta el bosque. A Leo le parecía impresionante. No era un simple proyecto de la propaganda. Habían invertido mucho dinero en aquellas instalaciones. Podía entender por qué los dignatarios recorrían tantos kilómetros para recuperarse en aquel entorno tan pintoresco. Imaginó que aquellos generosos fondos tenían como objetivo principal asegurarse de que la mano de obra de la fábrica Volga permaneciera sana y productiva.
En la recepción preguntó si podía hablar con un médico y explicó que necesitaba su ayuda para examinar a la víctima de un asesinato, una chica joven que tenían en la morgue. La pregunta pareció incomodar al recepcionista, que preguntó si la cosa era urgente y si Leo no podría volver en otro momento en el que no hubiera tanto trabajo. Leo entendió: aquel hombre no quería tener nada que ver con el caso.
—Es urgente.
El recepcionista se marchó a regañadientes a ver quién estaba disponible.
Leo tamborileó con los dedos en el mostrador. Estaba inquieto, miraba constantemente hacia atrás, a la entrada. Aquella visita no había sido autorizada, era independiente. ¿Qué pretendía? Su trabajo consistía en encontrar pruebas que confirmasen la culpabilidad de un sospechoso, no cuestionar esa culpabilidad. Aunque lo habían exiliado del prestigioso mundo del crimen político al desagradable secretismo del crimen convencional, el procedimiento era bastante parecido. Había desechado la idea de que la muerte del hijo de Fiódor hubiera sido un asesinato no por las pruebas, sino porque la línea que seguía el Partido exigía que se desechara. Había arrestado a gente según una lista de nombres que le habían dado, nombres escritos a puerta cerrada. Ése había sido su método. Leo no era tan inocente como para pensar que podía cambiar el rumbo de la investigación. No tenía autoridad. Ni aunque fuera el agente de más alto rango podría darle la vuelta al proceso. Se había establecido un rumbo, se había escogido a un sospechoso. Era inevitable que encontrasen culpable a Babínich, y era inevitable que muriese. El sistema no permitía desviaciones ni admitía sus fallos. La eficiencia aparente era mucho más importante que la verdad.
Y, además, ¿qué tenía que ver él con todo aquello? No era su ciudad. No era su gente. No les había prometido a los padres de la niña que encontraría al asesino. No conocía a la niña ni le había afectado la historia de su vida. Es más, el sospechoso era un peligro para la sociedad: había secuestrado a un bebé.
Así pues, Leo tenía excelentes razones para no hacer nada, y había otra más:
¿Qué puedo cambiar yo?
El recepcionista volvió acompañado de un hombre de cuarenta y pocos años, el doctor Tiapkín, quien accedió a enseñarle a Leo la morgue, siempre que no tuviera que hacer ningún papeleo y su nombre no apareciese en los documentos.
Mientras se dirigían hasta el lugar, el médico expresó sus dudas respecto a que el cuerpo de la niña siguiera allí.
—No nos los quedamos mucho tiempo a no ser que nos lo pidan. Pensábamos que la milicia ya tenía toda la información que necesitaba.
—¿Realizó usted el primer examen?
—No. Pero he oído hablar del asesinato. Creía que ya habían atrapado al responsable.
—Sí, es posible.
—Espero que no le importe que lo mencione, pero no lo había visto a usted antes.
—He llegado hace poco.
—¿De dónde es usted?
—De Moscú.
—¿Lo han trasladado aquí?
—Sí.
—A mí me enviaron aquí hace tres años, también soy de Moscú. Sin duda lamenta haber venido.
Leo permaneció en silencio.
—Sí, no conteste. Al principio yo lo lamentaba. Tenía una reputación, amigos, una familia. Era un buen amigo del profesor Vovsi. Me pareció que venir aquí era una degradación. Pero al final ha resultado ser una bendición.
Leo reconoció aquel nombre. El profesor Vovsi era uno de los reputados médicos judíos arrestados. Su detención y la de sus colegas había supuesto la aceleración de una purga contra los judíos puesta en marcha por el propio Stalin. Se habían hecho planes. Leo había visto los documentos. Después de eliminar a las figuras judías más relevantes de las altas esferas se procedería a una purga mayor, dirigida contra cualquier ciudadano judío, ya fuera importante o no. Aquellos planes se fueron al garete tras la muerte de Stalin.
Tiapkín, sin saber lo que pensaba su acompañante, prosiguió animadamente:
—Me preocupaba que me enviasen a una clínica rural. Pero el 379 se ha convertido en la envidia de la región. Lo único que puedo decir de él es que quizá haya tenido demasiado éxito. Muchos de los trabajadores del aserradero prefieren pasar la noche en nuestras camas limpias, con baño interior y agua corriente, que en sus casas. Empezamos a darnos cuenta de que no todo el mundo estaba tan enfermo como afirmaba. Algunos trabajadores del aserradero llegaban a cortarse una parte de un dedo para poder pasar aquí una semana. La única solución era tener agentes del MGB controlando las guardias. No es que no comprendiéramos a los del aserradero. Todos hemos visto sus casas. Pero si la producción caía por culpa de las enfermedades, se nos acusaría de negligencia. Mantener a la gente sana se ha convertido en un asunto de vida o muerte no sólo para los pacientes, sino también para los médicos.
—Entiendo.
—¿Era usted miembro de la milicia en Moscú?
¿Debía Leo confesar que había sido miembro del MGB o debía mentir y decir que no era más que un miembro de la milicia? La mentira era más fácil. No quería entorpecer la animada charla que le estaba soltando aquel médico.
—Sí.
La morgue estaba en el sótano, muy por debajo del suelo, rodeada por una tierra que permanecía congelada durante todo el invierno. Por eso en los pasillos hacía tanto frío. Tiapkín acompañó a Leo hasta una gran sala de techo bajo y con suelo de baldosas. En un lado había una cubeta rectangular, que parecía una piscina pequeña. Al otro extremo de la habitación, una puerta de acero llevaba a la morgue.
—A menos que los familiares puedan hacer algo, incineramos los cadáveres en doce horas. A las víctimas de tuberculosis las incineramos en una hora. No nos hace falta mucho espacio. Espere aquí, ahora vuelvo.
El médico abrió la puerta de acero y entró en la morgue. Mientras esperaba, Leo se acercó a la cubeta y echó un vistazo. Estaba llena de un líquido oscuro y gelatinoso. No podía ver más que su propio reflejo. La superficie no se movía, era negruzca, aunque por las manchas de los laterales de cemento pudo ver que en realidad era de un naranja oscuro. En un lado había un gancho, un largo poste metálico con un anzuelo con una lengüeta en el extremo. Lo cogió y tocó levemente la superficie con él. Se abrió y volvió a su forma original, lisa, como el sirope. Leo hundió más el gancho, y esta vez notó que algo se movía, algo pesado. Bajó más. Un cuerpo desnudo emergió a la superficie, dio una lenta vuelta de ciento ochenta grados y volvió a hundirse. Tiapkín salió de la morgue, empujando una camilla con ruedas.
—Esos cuerpos los van a meter en hielo y a enviarlos a Sverdlovsk para que los diseccionen. Allí tienen una universidad médica. He encontrado a su chica.
Larisa Petrova estaba boca arriba. Su piel era pálida, llena de venas azuladas, tan finas como los hilos de una telaraña. Tenía el pelo rubio. Le habían cortado una gran parte del flequillo de manera desigual: era la parte que Varlam se había llevado. Ya no tenía la boca llena de tierra —se la habían quitado—, pero seguía con la mandíbula abierta, bloqueada en la misma posición. Los dientes y la lengua se veían sucios, marrones, por los restos de tierra que le habían metido a la fuerza.
—Tenía barro en la boca.
—¿De verdad? Lo siento, es la primera vez que veo el cuerpo.
—Tenía la boca llena de barro.
—Quizá el médico que se encargó de ella se lo sacó para poder examinarle la boca.
—¿No lo han guardado?
—Lo dudo mucho.
La chica tenía los ojos abiertos. Eran azules. Tal vez a su madre la hubieran trasladado de alguna ciudad cercana a la frontera con Finlandia, de una de las regiones del Báltico. Leo recordó la superstición que decía que el rostro del asesino quedaba grabado en el ojo de la víctima y se acercó un poco más. Examinó aquellos ojos de color azul claro. De repente se sintió avergonzado y se irguió. Tiapkín sonrió.
—Todos lo miramos, tanto los médicos como los detectives. Da igual que nuestro cerebro nos diga que ahí no hay nada, todos queremos asegurarnos. Claro que eso nos facilitaría muchísimo el trabajo, de ser cierto.
—Si fuera cierto, los asesinos siempre les arrancarían los ojos a sus víctimas.
Leo, que no había examinado nunca un cuerpo, al menos desde el punto de vista forense, no tenía muy claro lo que debía hacer. Pensó que la mutilación parecía tan frenética que sólo podía ser obra de una persona enajenada. Le habían destrozado el torso. Ya había visto suficiente. Varlam Babínich encajaba en el perfil. Seguramente había llevado consigo la tierra por razones que sólo él podía entender.
Leo se disponía a marcharse, pero Tiapkín, que había tenido que recorrer todo el trecho que llevaba hasta el sótano, no parecía tener prisa. Se acercó un poco más y miró fijamente lo que no parecía otra cosa que un amasijo de carne y tejido. Valiéndose de la punta del bolígrafo abrió el diafragma reventado y examinó las heridas.
—¿Puede decirme lo que ponía en el informe?
Leo sacó sus notas y las leyó en voz alta. Tiapkín prosiguió con su examen.
—Ahí no dice que le falta el estómago. Se lo han sacado, se lo tan cortado del esófago.
—Qué precisión. Quiero decir…
—¿Quiere decir que esto lo hizo un médico?
El médico sonrió y comentó:
—Es posible, pero los cortes son desiguales, no quirúrgicos. No son de un profesional. Aunque me sorprendería que ésta fuera la primera vez que el asesino usaba un cuchillo, al menos para cortar carne. Los cortes no son finos, pero sí confiados. Tienen un propósito, no están hechos al azar.
—¿Podría no ser la primera niña a la que mata?
—Me sorprendería.
Leo se llevó la mano a la frente y notó que, a pesar del frío, estaba sudando. ¿Cómo podían tener nada que ver ambas muertes, la del hijo pequeño de Fiódor y la de aquella niña?
—¿Qué tamaño tendría su estómago?
Tiapkín señaló con el bolígrafo, por encima del torso, el área aproximada del estómago. Preguntó:
—¿No lo encontraron cerca de allí?
—No.
—Una de dos: o al buscar no lo vieron, lo que parece poco probable, o el asesino se lo llevó.
Leo se quedó en silencio un momento, y entonces preguntó:
—¿La violaron?
Tiapkín examinó la vagina de la niña.
—No era virgen.
—Pero eso no significa que no la violasen.
—¿Había tenido relaciones sexuales antes de esto?
—Eso tengo entendido.
—No hay traumatismos en los genitales. Ninguna herida, ninguna incisión. Fíjese también en que las heridas no iban dirigidas a los órganos sexuales. No tiene cortes ni en los pechos ni en la cara. El que hizo esto estaba interesado en una zona muy concreta, por debajo de la caja torácica y por encima de la vagina: las tripas, los órganos digestivos. Parece una salvajada, pero lo cierto es que está bastante controlado.
Leo se había precipitado al pensar que se trataba de un ataque frenético. En su mente, la sangre y la mutilación representaban el caos. Pero no era así. Aquello era ordenado, preciso, planeado.
—¿Etiquetan los cuerpos cuando los traen, para identificarlos?
—No, que yo sepa.
—¿Qué es eso?
La niña tenía un trozo de cuerda alrededor del tobillo. Estaba atado con fuerza y una parte colgaba de la camilla. Parecía un vendaje de pobres. Había quemaduras en las partes de la piel que habían rozado con la cuerda.
El doctor Tiapkín lo vio primero. El general Nésterov estaba en la puerta. Era imposible saber cuánto tiempo llevaba allí, observándolos. Leo se apartó del cadáver.
—He venido para familiarizarme con el procedimiento.
Nésterov se dirigió a Tiapkín.
—¿Nos disculpa?
—Por supuesto.
Tiapkín miró furtivamente a Leo, como si le estuviera deseando suerte, antes de irse. Nésterov se acercó. Leo empezó a relatar lo que acababa de observar; una torpe manera de desviar la atención.
—El informe original no dice que falta el estómago. Tenemos una pregunta específica que hacerle a Varlam: ¿por qué le sacó el estómago y qué hizo con él?
—¿Qué hace en Voualsk?
Nésterov estaba frente a Leo. El cuerpo de la chica se interponía entre ambos.
—Me trasladaron aquí.
—¿Por qué?
—No sabría decirlo.
—Creo que usted todavía pertenece al MGB.
Leo se quedó callado. Nésterov prosiguió.
—Eso no explica por qué está tan interesado en este asesinato. Dejamos a Mikoyán en libertad sin cargos, como se nos ordenó.
Leo no tenía ni idea de quién era Mikoyán.
—Lo sé.
—No tenía nada que ver con el asesinato de esta chica.
Mikoyán debía de ser el nombre del miembro del Partido. Lo habían protegido. Pero ¿era el mismo hombre el que había pegado a una prostituta y el que había asesinado a aquella chica? A Leo no le parecía probable. Nésterov siguió.
—No he arrestado a Varlam porque haya dicho lo que no debía ni por haberse olvidado de asistir a una marcha en la Plaza Roja. Lo he arrestado porque mató a esa chica, porque es peligroso y porque esta ciudad está más a salvo si él está bajo custodia.
—Él no lo hizo.
Nésterov se rascó la cara.
—Sea lo que sea lo que ha venido a hacer aquí, recuerde que ya no está en Moscú. Aquí tenemos un acuerdo. Mis hombres están a salvo. Nunca han arrestado a ninguno de ellos ni los arrestarán jamás. Si hace cualquier cosa que ponga en peligro mi equipo, si informa de cualquier cosa que socave mi autoridad, si desobedece cualquier orden, si entorpece un procesamiento, si hace pasar a mis agentes por incompetentes, si denuncia a alguno de mis hombres por cualquier motivo; si hace cualquiera de estas cosas, lo mataré.