20

El mismo día

El dormitorio estaba vacío. Leo se arrodilló y puso la cabeza sobre las tablas del suelo. La maleta de su mujer no estaba. Se levantó, salió corriendo del dormitorio y bajó por las escaleras hasta la cocina del restaurante. Basarov estaba cortando grasientas tiras de una confusa pieza de carne.

—¿Dónde está mi mujer?

—Paga la botella y te lo diré —señaló una botella vacía, la botella de vodka barato que Leo había vaciado a primeras horas de la mañana, y añadió—: No me importa si fue tu mujer o tú quien se la bebió.

—Por favor, dígame dónde está.

—Paga la botella.

Leo no tenía dinero. Todavía llevaba puesto el uniforme de la milicia. Se lo había dejado todo en el vestuario.

—Le pagaré más tarde. Todo lo que quiera.

—Más tarde, claro. Seguro que más tarde me vas a pagar un millón de rublos.

Basarov siguió cortando la carne, para mostrar que no estaba dispuesto a ceder.

Leo volvió a subir las escaleras y se puso a rebuscar en su maleta, a tirarlo todo. En la parte de atrás del Libro de los propagandistas tenía billetes de veinticinco rublos, cuatro, para las emergencias. Se levantó, salió corriendo, volvió a bajar las escaleras y colocó uno de los billetes en la mano de aquel hombre. Era mucho más de lo que valía una botella.

—¿Dónde está?

—Se marchó hace un par de horas. Llevaba su maleta consigo.

—¿Adónde iba?

—No me dijo nada. Yo no le dije nada a ella.

—¿Hace cuánto? ¿Hace cuánto exactamente?

—Dos o tres horas…

Tres horas: eso quería decir que se había marchado no sólo del restaurante, sino casi con toda probabilidad también de la ciudad. Leo no podía hacerse una idea de hacia dónde se dirigía o de la dirección en que viajaría.

Basarov, que se sentía magnánimo después de haber recibido una recompensa tan generosa, añadió algo de información.

—No es probable que haya podido llegar a tiempo de coger el tren de la tarde. Que yo recuerde, no hay otro tren hasta más o menos esta hora.

—¿A qué hora?

—Las siete y media…

Leo tenía diez minutos.

Se olvidó del cansancio y echó a correr tan rápido como pudo. Pero la desesperación le hizo ahogarse. Perdió el aliento. No tenía mucha idea de dónde estaba la estación. Corría a ciegas, intentaba recordar la ruta que había seguido el coche. Tenía el uniforme empapado por la nieve derretida que iba pisando. El material, barato, pesaba cada vez más. Las ampollas le rozaban y le dolían, los dedos de los pies le sangraban de nuevo y los zapatos se le llenaban de sangre. A cada paso que daba notaba un dolor punzante que le recorría las piernas.

Dobló la esquina y se encontró con un callejón cerrado: una hilera de casas de madera. Estaba perdido. Era demasiado tarde. Su mujer se había marchado, no podía hacer nada. Encorvado, mientras intentaba recuperar el aliento se acordó de aquellas precarias casas de madera, del hedor de la gente hacinada. Estaba cerca de la estación, estaba seguro. En lugar de volver sobre sus pasos siguió hacia delante, entró por la puerta trasera de una de las cabañas en la que había una familia sentada en el suelo, en mitad de la comida. Acurrucados alrededor de una estufa, se quedaron mirándolo en silencio, temerosos ante su uniforme. Sin decir una palabra pasó por encima de los niños y salió corriendo a la calle principal; la calle por la que habían pasado con el coche al llegar. La estación estaba a la vista. Intentó correr más deprisa, pero cada vez avanzaba menos. La adrenalina ya no podía compensar el agotamiento. No tenía nada en la reserva.

Abrió las puertas de la estación de un golpe, con el hombro.

Según el reloj eran las ocho menos cuarto. Había llegado con quince minutos de retraso. La idea de que se había marchado, quizá para siempre, empezó a cristalizar en su mente. Leo se aferró a la improbable esperanza de que por algún motivo todavía estuviera en el andén, que no hubiera subido al tren. Salió y miró a derecha e izquierda. No veía a su mujer ni tampoco el tren. Se sintió débil. Se echó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas; el sudor le corría por la cara. Con el rabillo del ojo pudo ver a un hombre sentado en un banco. ¿Por qué habría todavía alguien en el andén? ¿Estaría esperando el tren? Leo se irguió.

Raisa estaba en un extremo del andén, oculta en la penumbra. Leo tuvo que hacer un gran esfuerzo para no salir corriendo y agarrarla de la muñeca. Mientras recuperaba el aliento intentó pensar en lo que iba a decir. Se miró. Estaba hecho un desastre, sudoroso, sucio. Ella ni siquiera lo miraba: miraba más allá. Leo se volvió. Por encima de las copas de los árboles sobresalían gruesas nubes de humo. El tren, que llegaba con retraso, se acercaba.

Leo había pensado que tendría tiempo para pensar su disculpa, para encontrar las palabras adecuadas, para ser elocuente. Pero aquel plan ya no le servía. No tenía más que unos pocos segundos para convencerla. Habló atropelladamente.

—Lo siento, no pensé en lo que hacía. Te agarré, pero no era yo, o no era la persona que quiero ser.

No sirvió de nada. Tenía que esforzarse. Tenía que tranquilizarse, que concentrarse. Sólo tenía una oportunidad.

—Raisa, quieres dejarme. Tienes razón al querer hacerlo. Podría hablarte de lo difícil que te resultará estar sola. Decirte que podrían detenerte, interrogarte, arrestarte. Que no tienes los documentos que necesitas. Serías una vagabunda. Pero ése no es motivo suficiente para quedarte. Sé que prefieres arriesgarte.

—Los documentos se pueden falsificar, Leo. Prefiero unos documentos falsos a un matrimonio falso.

Ahí estaba. Su matrimonio era una mentira. Leo se quedó sin palabras. El tren se detuvo junto a ellos. El rostro de Raisa permanecía impasible. Leo se apartó de su camino. Ella se acercó al vagón. ¿Podía dejarla marchar? Leo alzó la voz por encima del chirriante sonido de los frenos:

—Si no te denuncié, no fue porque creyera que estabas embarazada, y no tuvo nada que ver con que yo sea una buena persona. Lo hice porque mi familia es la única parte de mi vida de la que no me avergüenzo.

Para su sorpresa Raisa se volvió.

—¿Y de dónde sale esta iluminación repentina? Me parece muy barata. Ya no tienes tu uniforme ni tu despacho ni tu poder, y ahora tienes que contentarte conmigo. ¿Es eso? Algo que para ti nunca había sido importante, nosotros, pasa a serlo porque ya no tienes nada más, ¿no es eso?

—No me amas, lo sé. Pero nos casamos por algún motivo. Había algo entre nosotros, una conexión. Lo hemos perdido. Yo lo he perdido. Podemos volver a encontrarlo.

Se abrieron las puertas del vagón y bajaron varios pasajeros. El tiempo se agotaba. Raisa miró el vagón, sopesando sus opciones. Eran lamentables. No tenía amigos con los que refugiarse, no tenía una familia que pudiera protegerla ni dinero ni ninguna forma de mantenerse. Ni siquiera tenía billete. Leo tenía razón. Si se marchaba, probablemente cayera en manos de las autoridades. Pensar en ello la agotaba. Miró a su marido. Sólo se tenían el uno al otro, les gustase o no.

Dejó la maleta en el suelo. Leo sonrió, pues pensaba que se habían reconciliado. Ella se molestó ante aquella estúpida interpretación y alzó la mano, cortando su sonrisa.

—Me casé contigo porque tenía miedo. Tenía miedo de que si rechazaba tus proposiciones, me arrestarían, quizá no de manera inmediata pero sí en algún momento, con cualquier pretexto. Yo era joven, Leo, y tú eras poderoso. Ésa es la razón por la que nos casamos. ¿Te acuerdas de esa historia que cuentas, de cuando yo te engañé y te dije que me llamaba Lena? ¿Te parece divertida, romántica? Te di un nombre falso porque tenía miedo de que me localizases. Lo que para ti era seducción para mí era vigilancia. Nuestra relación se basaba en el miedo. Quizá no para ti; no tienes motivos para tener miedo, yo no tenía ningún poder. ¿He tenido poder alguna vez? Me pediste que me casara contigo y yo te dije que sí porque eso es lo que hace la gente. Aguantan, toleran las cosas para poder sobrevivir. Nunca me pegaste ni te emborrachaste, así que, siendo objetiva, creo que tuve más suerte que la mayoría. Cuando me agarraste del cuello, Leo, acabaste con la única razón que tenía para quedarme contigo.

El tren partió. Leo miró cómo se alejaba mientras intentaba digerir lo que acababa de escuchar. Pero ella no le dio ningún respiro; siguió hablando como si aquellas palabras hubieran estado tomando forma en su mente durante muchos años. Ahora que se habían movido salían a borbotones.

—El problema de quedarse sin poder, como te ha pasado a ti, es que la gente empieza a decirte la verdad. No estás acostumbrado, has estado viviendo en un mundo protegido por el miedo que inspirabas. Pero si vamos a seguir juntos, vamos a dejar ese falso romanticismo. Las circunstancias son lo único que nos mantiene juntos. Yo te tengo a ti. Tú me tienes a mí. No tenemos mucho más. Y si vamos a seguir juntos, a partir de ahora pienso decirte la verdad. Se acabaron las mentiras cómodas. Ahora somos iguales, como no lo habíamos sido nunca. Puedes asumir eso o puedo esperar a que pase el siguiente tren.

Leo no sabía qué responder. No estaba preparado, se sentía derrotado, avasallado. Antiguamente había recurrido a su posición para conseguir un alojamiento mejor, mejor comida. No se había dado cuenta de que también lo había hecho para conseguir una esposa. Ella suavizó el tono.

—Hay muchas cosas de las que tener miedo. Tú no puedes ser una de ellas.

—No volveré a hacerlo.

—Tengo frío, Leo. Llevo tres horas en este andén. Me voy a la habitación. ¿Te vienes?

No, no tenía ganas de volver junto a ella, con aquel abismo que los separaba.

—Me quedaré aquí un rato. Te veo allí.

Raisa cogió su maleta y volvió a entrar en la estación. Leo se sentó en el banco y se quedó mirando el bosque. Pensó en los recuerdos que tenía de su relación y volvió a examinar cada uno de ellos, adaptándolos, reescribiendo el pasado.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí sentado. Entonces se dio cuenta de que había alguien de pie junto a él. Alzó la vista. Era el hombre de la taquilla, un chico joven, el chico al que habían conocido al llegar allí.

—Señor, esta noche ya no hay más trenes.

—¿Tienes un cigarrillo?

—No fumo. Podría traerle uno de nuestro apartamento. Está en el piso de arriba.

—No, no te preocupes. Gracias de todas formas.

—Me llamo Aleksandr.

—Leo. ¿Te importa que me quede aquí un rato?

—En absoluto. Permítame que vaya a por un cigarrillo.

Antes de que Leo pudiera responder, se fue.

Se sentó y esperó. Se fijó en una cabaña de madera que había más allá de las vías. Allí era donde habían encontrado el cadáver de la niña. Podía imaginarse la entrada del bosque, la escena del crimen: la nieve pisoteada por detectives, fotógrafos, abogados; todos ellos estudiando a la chica muerta, con la boca abierta y llena de tierra.

De repente una idea le vino a la cabeza y se levantó. Salió corriendo, bajó del andén, cruzó las vías y se dirigió hacia los árboles. Una voz gritó tras él:

—¿Qué está haciendo?

Se dio la vuelta y vio a Aleksandr al borde del andén, con un cigarrillo en la mano. Le hizo un gesto para que lo siguiera.

Leo llegó hasta donde empezaban las pisadas. Había rastros cruzados de pisadas por todas partes. Entró en el bosque, caminó durante un par de minutos y llegó a la zona en la que suponía que debían de haber encontrado el cuerpo. Se agachó. Aleksandr lo alcanzó. Leo alzó la vista.

—¿Sabes qué sucedió aquí?

—Yo fui el que vio a Ilinaya corriendo hacia la estación. Le habían pegado una paliza, estaba temblando…, no pudo hablar durante un buen rato. Llamé a la milicia.

—¿Ilinaya?

—La que encontró el cuerpo. Se tropezó con él. Ella y el hombre que estaba con ella.

La pareja del bosque. Leo había sospechado que algo no encajaba.

—¿Por qué le habían pegado una paliza?

Aleksandr parecía nervioso.

—Es una prostituta. El hombre que estaba con ella aquella noche era un importante miembro del Partido. Por favor, no me pregunte más.

Leo lo entendió. Aquel agente no quería que su nombre apareciese en ningún documento. Pero ¿podría ser sospechoso del asesinato de una niña? Leo asintió e intentó tranquilizar al joven.

—No mencionaré tu nombre, te lo prometo.

Leo hundió la mano en la fina capa de nieve.

—La niña tenía la boca llena de tierra, de tierra suelta. Imagina que yo estuviera luchando contigo, aquí mismo, y que cogiera algo para metértelo en la boca, porque no querría que te pusieras a gritar, porque tendría miedo de que alguien pudiera escucharte.

Leo tocó la tierra con los dedos. Estaba dura como una piedra. Lo intentó en otro lugar, y después en otro y después en otro. No había tierra suelta. El suelo estaba completamente congelado.