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Voualsk

17 de marzo

Después de caminar toda la noche —tenía los pies llenos de ampollas, los calcetines empapados en sangre—, Leo se sentó en el banco de un parque, se llevó las manos a la cabeza y se echó a llorar.

No había dormido, no había comido. La noche anterior, cuando Raisa había intentado hablar con él, la había ignorado. Cuando le trajo comida del restaurante tampoco le hizo caso. Era incapaz de quedarse en aquella habitación apestosa y pequeña, así que había bajado por las escaleras, se había abierto camino a codazos por entre la multitud y había salido a la calle. Caminó sin rumbo fijo, demasiado frustrado y furioso para sentarse y quedarse quieto, aunque era consciente de que ésa era precisamente la razón de su desesperación: no podía hacer nada. De nuevo se enfrentaba a una injusticia, pero esta vez no podía hacer nada. No iban a matar a sus padres de un tiro en la nuca. Eso sería demasiado rápido, demasiado parecido a la clemencia. En lugar de eso irían a por ellos poco a poco, gota a gota. Le venían a la cabeza todas las posibilidades que una mente metódica, sádica y detallista tenía a su disposición. Los degradarían en sus respectivas fábricas, les darían los trabajos más duros, más sucios; trabajos que un hombre o una mujer jóvenes encontrarían difíciles. Los acosarían con historias sobre el lamentable exilio de Leo, sobre su caída en desgracia y su humillación. Quizá les hubieran dicho que estaba en un gulag, que lo habían condenado a veinte años de katorga, de trabajos forzados. En cuanto a la familia con la que sus padres tenían que compartir el apartamento, no cabía duda de que serían lo más problemáticos y desagradables posible. Les prometerían chocolate a los niños si hacían mucho ruido; prometerían un apartamento individual a los padres si robaban comida, discutían y hacían que la vida en casa resultara insoportable. No necesitaba imaginarse los detalles. Vasili disfrutaría contándoselo todo, a sabiendas de que Leo no se atrevería a colgar el teléfono porque tendría miedo de que, fueran cuales fuesen las penurias padecidas por sus padres, pudieran ser mayores. Vasili acabaría con él desde la distancia, presionando de manera sistemática donde era más vulnerable: su familia. No había manera de defenderse. Con algo de esfuerzo podría averiguar la dirección de sus padres. Pero lo único que podría hacer, si es que no interceptaban y quemaban sus cartas, era asegurarles que él estaba a salvo. Les había proporcionado una vida agradable y ahora tenía que ver cómo se la arrancaban ante sus narices, precisamente cuando menos capaces eran de soportar el cambio.

Se levantó. Temblaba de frío. Con ciertas dificultades, y sin tener ni idea de lo que iba a hacer, empezó a volver sobre sus pasos, de vuelta a su nuevo hogar.

Raisa estaba en el piso de abajo, sentada a una mesa. Había estado esperándolo toda la noche. Sabía que, como Vasili había predicho, Leo se arrepentía ahora de no haberla denunciado. El precio era demasiado alto. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Comportarse como si él lo hubiera arriesgado todo por un amor perfecto? No era algo que pudiera hacer simplemente porque se lo pidieran. Aunque quisiera actuar de esa manera, no sabía cómo hacerlo: no sabía qué decir, cómo comportarse. Podría no haber sido tan dura con él. Lo cierto era que al menos una parte de ella se alegraba de su degradación. No por odio o por venganza, sino porque quería que lo supiera:

Así me siento yo todos los días.

Impotente, asustada. Quería que él también se sintiera así. Quería que lo entendiera, que lo experimentase por sí mismo.

Cuando Leo entró en el restaurante estaba agotada, le pesaban los ojos de sueño. Alzó la vista. Se levantó y se acercó a su marido. Se fijó en que tenía los ojos inyectados en sangre. Nunca antes le había visto llorar. Él se apartó y se sirvió una copa de la botella más cercana. Ella le puso la mano en el hombro. Sucedió en una fracción de segundo: Leo se dio la vuelta de golpe, la agarró por el cuello y apretó.

—Es culpa tuya.

Las venas se le cerraron, la cara se le puso roja. No podía respirar, se ahogaba. Leo la levantó: estaba de puntillas. Intentó zafarse de su mano. Pero él no la soltaba y ella no podía librarse.

Estiró la mano hasta una mesa. Tanteó con los dedos en busca de un vaso. Empezó a ver borroso. Consiguió tocar una copa y la tiró. Cayó cerca de su alcance: la agarró y la estampó contra la cara de Leo. Al romperse, se cortó la palma de la mano. Él la soltó, como si se hubiera roto el encantamiento. Ella se cayó hacia atrás, tosiendo, sujetándose el cuello. Se quedaron mirándose el uno al otro, como desconocidos, como si toda su historia hubiera desaparecido en aquella fracción de segundos. Leo tenía un trozo de cristal clavado en la mejilla. Se tocó y se lo arrancó. Se lo puso en la palma de la mano y se quedó mirándolo. Ella, sin darle la espalda, se acercó a la escalera y subió corriendo.

En lugar de seguir a su mujer, Leo se terminó la copa que se había servido y después se puso otra, y otra. Cuando escuchó el coche de Nésterov frente al restaurante ya se había terminado casi toda la botella. Se tambaleaba, no se había lavado ni afeitado. Estaba borracho, embrutecido y violento; no había tardado ni un día en descender al nivel de la milicia.

Durante el viaje en coche Nésterov no hizo ningún comentario sobre la herida que Leo tenía en la cara. Soltaba escuetos comentarios sobre la ciudad. Leo no lo escuchaba. Apenas era consciente de lo que lo rodeaba, estaba ocupado pensando en lo que acababa de hacer. ¿Había intentado estrangular a su mujer o era una mala pasada de su mente soñolienta? Se tocó el corte que tenía en la mejilla, vio la sangre en la punta del dedo; era cierto, lo había hecho, y habría sido capaz de mucho más. Un par de segundos más, un poco más de presión, y ella habría muerto. La razón de aquello era que había renunciado a todo —a sus padres, a su carrera— por algo que no era cierto, por la promesa de una familia, por la idea de que había algo que los unía. Ella lo había engañado, había amañado el asunto, había influido en su decisión. Hasta que no se vio a salvo y sus padres empezaron a sufrir no había admitido que su embarazo era mentira. Y entonces fue más allá y le describió abiertamente el odio que había sentido por él. Había manipulado sus sentimientos y después le había escupido en la cara. No había obtenido nada a cambio de su sacrificio, a cambio de ignorar las pruebas que demostraban su culpabilidad.

Pero Leo no se lo creyó ni por un segundo. Ya no era tiempo de justificarse a sí mismo. Lo que había hecho era imperdonable. Y ella tenía razón al despreciarlo. ¿A cuántos hermanos y hermanas, padres y madres había arrestado? ¿En qué se diferenciaba del hombre al que consideraba su antagonista moral, Vasili Nikitin? ¿Acaso lo que los distinguía era que Vasili había mostrado una crueldad sin sentido, mientras que la suya había sido idealista? La de aquél era una crueldad vacía, indiferente, mientras que la suya era una crueldad de principios, pretenciosa, que se convencía a sí misma de ser razonable y necesaria. Pero en realidad, en cuanto a su capacidad destructiva, pocas cosas los diferenciaban. ¿Le había faltado a Leo imaginación para darse cuenta de lo que estaba haciendo? ¿O acaso era peor y había decidido no imaginárselo? Había apartado aquellos pensamientos, los había evitado.

Entre los escombros de su certeza moral un hecho permanecía intacto. Había arriesgado su vida por Raisa, sólo para intentar asesinarla después. Eso era la locura. De seguir así, no le quedaría nada, ni siquiera la mujer con la que se había casado. Quería decir la mujer a la que amaba. ¿Lo amaba ella? Se había casado con ella, ¿no era lo mismo? No, la verdad era que no. Se había casado con ella porque era hermosa, inteligente, y porque estaba orgulloso de tenerla a su lado, de hacerla suya. Era un paso más hacia la perfecta vida soviética: trabajo, familia e hijos. En muchos sentidos ella no era más que una cifra, una muesca en la rueda de sus ambiciones, la vida doméstica que necesitaba para tener una carrera de éxito, para ser un ciudadano modelo. ¿Tenía razón Vasili al decir que podría haberla sustituido por otra? En el tren le había pedido que le declarase su amor, que lo tranquilizase, que lo recompensara con una fantasía romántica en la que él era el héroe. Era patético. Leo dejó escapar un suspiro inaudible y se frotó la frente. Iba perdiendo. Y eso era precisamente lo que aquello era para Vasili: un juego en el que las fichas eran pruebas de miseria. Vasili no había atacado a su mujer, no le había hecho daño. Leo lo había hecho por él, ejecutando su plan hasta el más mínimo detalle.

Habían llegado. El coche se detuvo. Nésterov ya estaba fuera y lo esperaba. Leo, que no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí sentado, abrió la puerta y salió. Siguió a su superior hasta el cuartel general de la milicia para empezar su primer día de trabajo. Le presentaron al personal, estrechó algunas manos, asintió y se mostró de acuerdo, aunque no entendía nada: ni los nombres ni los detalles. Cuando por fin se quedó a solas en el vestuario, con un uniforme colgado frente a sí, pudo concentrarse en el presente. Se quitó los zapatos y los calcetines ensangrentados y metió los pies bajo un grifo de agua fría. Observó cómo el agua se volvía roja. Como no tenía otros calcetines ni podía espabilarse lo suficiente como para pedir unos nuevos, no tuvo más remedio que volverse a poner los usados, retorciéndose de dolor cuando los deslizó por encima de las ampollas. Se desnudó y dejó su ropa de civil en un montón que había al fondo de una de las taquillas. Se abotonó el nuevo uniforme, unos pantalones ásperos con rayas rojas a los lados y una pesada chaqueta militar. Se miró en el espejo. Tenía ojeras y un corte lleno de sangre en la mejilla derecha. Miró la insignia de su chaqueta. Era un ochstkovyy, un don nadie.

Las paredes del despacho de Nésterov estaban decoradas con certificados enmarcados. Leo los leyó de un lado a otro y descubrió que su jefe había ganado campeonatos de lucha amateur y torneos de tiro con rifle, y que había sido distinguido como Agente del Mes en varias ocasiones, tanto allí como en su anterior lugar de residencia, Rostov. Era un despliegue ostentoso, cosa comprensible si se tenía en cuenta lo poco que se valoraba su puesto.

Nésterov examinó con detenimiento al nuevo recluta, sin lograr calarlo. ¿Cómo es que un hombre como aquél, que había sido un agente de alto rango en el MGB, condecorado en la guerra, tenía un aspecto tan deteriorado, con las uñas sucias, la cara llena de sangre, el pelo sucio, apestaba a alcohol y al parecer era indiferente a su degradación? Quizá fuera tal como se lo habían descrito: tremendamente incompetente e indigno de un puesto de responsabilidad. Desde luego su apariencia encajaba con la descripción. Pero aquello no convencía a Nésterov: tal vez aquel aspecto desharrapado fuera un truco. Había estado intranquilo desde que se enteró del traslado. Aquel hombre podía causarle un daño increíble a él y a sus hombres. Sólo necesitaba un informe negativo. Nésterov había decidido que lo mejor era observarlo, ponerlo a prueba y tenerlo cerca. Con el tiempo, Leo acabaría dando la cara.

Nésterov le entregó un archivo. Leo lo miró durante un momento, intentando averiguar qué era lo que quería de él. ¿Por qué le daba aquello? Fuera lo que fuese, no le importaba. Suspiró y se obligó a examinar el archivo. Dentro había fotografías en blanco y negro de una joven. Estaba tirada boca arriba, rodeada de nieve negra. Nieve negra…; era negra porque estaba empapada de sangre. Parecía que la niña estuviera gritando. Al examinar la foto más de cerca se dio cuenta de que tenía algo en la boca. Nésterov se lo explicó:

—Le llenaron la boca de tierra. Para que no pudiera pedir ayuda.

Leo apretó la foto entre sus dedos. Todos sus pensamientos sobre Raisa, sobre sus padres, sobre sí mismo; todo desapareció mientras sus ojos se concentraban en la boca de la niña. Estaba abierta de par en par, llena de tierra. Echó un vistazo a la siguiente fotografía. La niña estaba desnuda: en las zonas intactas de su cuerpo la piel era blanca como la nieve. Le habían abierto el diafragma, estaba desgarrado. Pasó a la siguiente foto, y a la siguiente, y a la siguiente, sin ver a la niña, sino al hijo pequeño de Fiódor; un niño al que no habían desnudado, cuyo estómago no habían abierto en canal; un niño al que no habían llenado la boca de barro; un niño al que no habían asesinado. Leo dejó las fotos en la mesa. No dijo nada. Se quedó mirando los certificados de la pared.