Ochocientos kilómetros al este de Moscú
16 de marzo
Raisa no había querido contestar a la pregunta de si lo amaba. Acababa de admitir que había mentido sobre su embarazo, así que aunque dijera: «Sí, te quiero, siempre te he querido», Leo no la creería. Desde luego, no iba a mirarlo a los ojos y a describirle su amor con preciosas palabras. ¿Qué sentido tenía la pregunta, de todas formas? No lo entendía. Era como si él hubiera tenido una epifanía, una revelación a través de la cual había comprendido que su relación no estaba cimentada en el amor y en el afecto. Si ella hubiera dicho sinceramente: «No, nunca te he querido», él se habría convertido de repente en la víctima; pensaría que su matrimonio había sido una mentira que ella había mantenido. Sería una embaucadora que había estado jugando con su inocente corazón. De pronto se había convertido en un romántico. Tal vez fuera la conmoción provocada por la pérdida de su trabajo. Pero ¿desde cuándo había sido el amor parte de aquel acuerdo? Nunca se lo había preguntado antes. Nunca le había dicho:
Te quiero.
Ella no había esperado que lo hiciera. Sí era cierto que le había pedido que se casara con él. Ella había dicho que sí. Él quería casarse, quería una esposa, la quería a ella y consiguió lo que buscaba. Pero ya no bastaba con eso. Ahora que había perdido su autoridad, ahora que no tenía el poder para arrestar a quien quisiera, se había vuelto un sentimental. ¿Y por qué había sido el pragmático engaño de su mujer, y no la profunda desconfianza que él había mostrado, lo que había acabado con la ilusión de felicidad conyugal? ¿Por qué no podía ella exigirle que la convenciese de la sinceridad de su amor? Después de todo, él había supuesto, equivocadamente, que ella le era infiel; había puesto a trabajar a todo un equipo de investigación, un proceso que muy bien podría haber llevado a su arresto. Había roto la confianza mucho antes de que ella se viera obligada a hacerlo. Ella lo había hecho para sobrevivir. Él lo había hecho por culpa de un patético miedo masculino.
Desde que se inscribieron como marido y mujer en el registro, antes incluso, desde que empezaron a salir, ella fue consciente de que si lo contrariaba, él podría hacer que la mataran. Era la cruda realidad. Tenía que tenerlo contento. Cuando arrestaron a Zoya, sólo verlo —ver su uniforme, escucharle hablar sobre el Estado— la enfurecía tanto que no podía más que murmurar un par de palabras. Al fin y al cabo la cosa era bien simple. ¿Quería vivir? Era una superviviente; el hecho de que hubiera sobrevivido, de que fuera el único miembro de su familia que seguía con vida, la definía. Mostrarse indignada ante el arresto de Zoya era un lujo. No servía para nada. Se metió en la cama con él y durmió con él. Se acostó con él. Le preparó la cena, aunque no soportaba oírlo comer. Le había lavado la ropa, aunque odiaba su olor.
Durante las cuatro últimas semanas había estado en el apartamento sin hacer nada, consciente en todo momento de que él estaba sopesando su decisión, pensando si había hecho lo correcto. ¿Había hecho bien al salvarle la vida? ¿Merecía la pena? ¿Era lo suficientemente guapa, lo suficientemente simpática, lo suficientemente buena? Todos sus gestos y miradas tenían que agradarle o, si no, correría un peligro mortal. Pues bien, aquello había terminado. Estaba harta de aquella impotencia, de depender de su buena voluntad. Y, sin embargo, él parecía creer que ella le debía algo. Había afirmado algo que era obvio: que ella no era una espía internacional, sino una profesora de segundo curso. A cambio, quería una declaración de amor. Aquello era insultante. Ya no estaba en condiciones de pedir nada. No tenía ningún poder sobre ella ni ella lo tenía sobre él. Estaban en la misma miseria: todo lo que habían poseído en su vida se veía ahora reducido a una maleta por cabeza, al exilio en alguna ciudad perdida de la mano de Dios. Eran iguales, como no lo habían sido nunca. Si quería escuchar palabras de amor, tendría que empezar él.
Leo se sentó, meditando las palabras de Raisa. Al parecer, ella se había conferido a sí misma el derecho a juzgarlo, a despreciarlo, como si ella tuviera las manos limpias. Pero cuando se casó con él sabía cómo se ganaba la vida, había disfrutado de los privilegios de su posición, había comido los exóticos alimentos que él traía a casa, había comprado ropa en los lujosos spetztorgi, las tiendas destinadas en exclusiva a los oficiales del Estado. Si tanto le horrorizaba su trabajo, ¿por qué no había rechazado las ventajas que llevaba implícito? Todo el mundo sabía que para sobrevivir había que comprometerse. Había hecho cosas reprobables, discutibles desde el punto de vista moral. Tener la conciencia tranquila era para la mayoría de la gente un lujo imposible que Raisa difícilmente podía atribuirse. ¿Acaso había seguido sus propias creencias cuando daba clase? Es obvio que no, teniendo en cuenta la indignación que sentía ante el aparato de Seguridad del Estado. Pero en la escuela seguro que mostraba su apoyo, que explicaba a los alumnos cómo funcionaba el Estado, aplaudía, los adoctrinaba y hasta puede que los animara para que se denunciaran unos a otros. Si no lo hubiera hecho, lo más probable sería que uno de sus estudiantes la hubiera denunciado. Su trabajo no consistía sólo en mantener el orden, sino también en anular la capacidad de cuestionamiento de sus alumnos. Y ése sería su trabajo en la ciudad a la que se dirigían. Tal y como lo veía Leo, él y su mujer estaban en el mismo barco.
El tren estuvo parado durante una hora en Mutava. Raisa rompió el silencio que había durado todo el día.
—Deberíamos comer algo.
Aquello quería decir que deberían limitarse a lo práctico: hasta aquel momento había sido la base de su relación. Aquello era lo que los mantendría unidos para sobrevivir a las dificultades que se avecinaban, no el amor. Bajaron del vagón. Una mujer recorría el andén con una cesta de mimbre. Compraron huevos duros, un cucurucho de sal y mendrugos de pan de centeno duro. Se sentaron juntos en un banco y pelaron los huevos, recogiendo las cáscaras en sus regazos, compartiendo la sal y sin hablarse.
El tren aminoró la marcha cuando ascendió hacia las montañas, atravesando oscuros bosques de pinos. A lo lejos, por encima de los árboles, podían verse las montañas, que se elevaban como los irregulares dientes de una mandíbula inferior.
Las vías los llevaron hasta un claro. Ante ellos aparecieron una enorme planta de montaje, altas chimeneas, edificios con aspecto de almacenes conectados entre sí; todo ello surgía de la nada, en mitad del bosque. Daba la impresión de que Dios se hubiera sentado entre los Urales, hubiera dado un puñetazo sobre el paisaje que tenía a sus pies, haciendo saltar los árboles, y hubiera provocado que se llenase el espacio vacío con chimeneas y prensas de acero. Era la primera vez que veían lo que sería su nuevo hogar.
Todo lo que Leo sabía sobre aquella ciudad era gracias a la propaganda y al papeleo. Antaño había sido poco más que una serie de aserraderos y un montón de cabañas de madera en las que vivían los que trabajaban en ellos. Pero la que había sido una modesta población de veinte mil habitantes llamó la atención de Stalin. Después de examinar a conciencia sus recursos naturales y el aprovechamiento que el hombre hacía de ellos, declaró que no era lo suficientemente productiva. El río Ufa pasaba cerca de allí, a tan sólo ciento sesenta kilómetros estaban las plantas de procesado de acero y hierro de Sverdlovsk, y las minas de minerales de las montañas, y contaba con la ventaja del Transiberiano: largas hileras de vagones pasaban por la ciudad todos los días, y no se cargaba en ellos más que tablones de madera. Stalin decidió que aquél sería el lugar ideal para ensamblar un automóvil, el Volga GAZ-21, un coche que pretendía rivalizar con los vehículos producidos en Occidente, con el diseño más moderno y exigente. El Volga, anunciado como la máxima expresión de la ingeniería soviética, estaba preparado para aguantar las condiciones más extremas, con una alta elevación, una suspensión envidiable, un motor a prueba de balas y un sistema antióxido como nunca se había visto jamás en los Estados Unidos de América. Leo no podía saber si era cierto o no. Sabía que era un coche que sólo se podía permitir un pequeño porcentaje de ciudadanos soviéticos; un coche que estaba completamente fuera del alcance de los hombres y mujeres que trabajaban en su ensamblaje.
La fábrica empezó a construirse poco después del fin de la guerra y dieciocho meses después la planta de montaje del Volga se erguía en mitad de un bosque de pinos. No recordaba cuántas eran las muertes de las que se había informado durante la construcción. Tampoco es que las cifras fueran muy fiables. Leo sólo estuvo implicado cuando la fábrica se hubo terminado. Por medio de un decreto de carácter obligatorio se investigó y transfirió a miles de trabajadores libres de todo el país para llenar el recién creado hueco laboral: la población se multiplicó por cinco en un lustro. Leo había investigado el historial de algunos de los trabajadores moscovitas destinados allí. Si superaban los controles, se les obligaba a hacer las maletas y a mudarse en el plazo de una semana. Si no los superaban, se los arrestaba. Él había sido uno de los guardianes de aquella ciudad. Estaba seguro de que ésa era una de las razones por las que Vasili había elegido aquel lugar. Lo irónico del asunto debía de haberle parecido divertido.
Raisa perdió la oportunidad de ver su nuevo hogar por primera vez. Estaba dormida, arropada con su abrigo, con la cabeza apoyada contra la ventana. Se movía un poco por la vibración del tren. Leo se cambió al asiento que estaba junto al de su mujer y miró hacia delante. Se fijó en que la parte principal de la ciudad estaba adherida a la enorme planta de ensamblaje, como una garrapata colgada del cuello de un perro. Aquel sitio era, sobre todo, un lugar de producción industrial, y después, mucho después, un lugar donde vivir. Las luces de los apartamentos, de un tenue color naranja, brillaban bajo el cielo gris. Leo le dio un empujoncito a Raisa. Ella se despertó, lo miró y después miró por la ventana.
—Ya hemos llegado.
El tren se detuvo en la estación. Cogieron sus maletas y bajaron al andén. Hacía más frío que en Moscú; la temperatura era como mínimo dos grados menos. Se quedaron allí, como dos niños refugiados que llegan a un país extranjero por primera vez, mirando unos alrededores que no conocen. No les habían dado instrucciones. No conocían a nadie. Ni siquiera tenían un número de teléfono. Nadie los estaba esperando.
La estación estaba vacía, a excepción de un hombre que estaba sentado en la taquilla. Era joven, no tendría mucho más de veinte años. Cuando entraron se quedó mirándolos fijamente. Raisa se acercó a él.
—Buenos días. Tenemos que ir al cuartel general de la milicia.
—¿Son ustedes de Moscú?
—Así es.
Abrió la puerta y salió de la taquilla. Señaló hacia afuera, más allá de las puertas de cristal.
—Los están esperando.
A cien pasos de la entrada de la estación había un coche de la milicia.
Raisa y Leo se acercaron hasta allí, pasando junto a un bajorrelieve del perfil de Stalin cubierto de nieve, grabado sobre una losa de piedra, como un retrato fosilizado. El coche era un Volga, sin duda uno de los que se producían en la ciudad. Al acercarse se fijaron en los dos hombres que estaban sentados en el asiento delantero. Se abrió la puerta y salió uno de ellos, un hombre de mediana edad, de espalda ancha.
—¿Leo Demídov?
—Sí.
—Soy el general Nésterov, jefe de la milicia de Voualsk.
Leo se preguntaba por qué se habría tomado la molestia de ir a verlos. Lo más seguro era que Vasili hubiera dado instrucciones para que la experiencia fuera lo más desagradable posible. Pero no importaba lo que dijera Vasili; la llegada de un exagente del MGB haría que la milicia subiera la guardia. No se creerían que estaba allí sólo para unirse a ellos. Probablemente sospechasen que había otros motivos, y supondrían que, por la razón que fuera, iban a informar a Moscú de lo que sucediera. Por más que Vasili hubiera intentando convencerlos de lo contrario, habrían sospechado aún más. ¿Por qué iba a recorrer un agente miles de kilómetros para unirse a una pequeña milicia? No tenía sentido. En una sociedad sin clases, la milicia era casi lo más bajo de la escala.
Todos los niños aprendían en la escuela que el robo, la violación y el asesinato eran síntomas de una sociedad capitalista, y el papel de la milicia consistía en estar ahí para solucionarlo. Los ciudadanos no sentían la necesidad de robar ni de ser violentos entre sí porque había igualdad. Un estado comunista no necesitaba una fuerza policial. Por eso mismo la milicia no era más que un pequeño apéndice del Ministerio del Interior: les pagaban poco y les respetaban poco; eran una fuerza compuesta de muchachos que no habían acabado secundaria, de granjeros a los que habían echado de los koljós, miembros expulsados del ejército y hombres a los que se podía comprar con media botella de vodka. La cifra oficial de criminalidad en la URSS era próxima a cero. A menudo los periódicos hablaban de las grandes cantidades de dinero que tenía que gastar Estados Unidos para prevenir el crimen, perdiendo dinero con relucientes coches patrulla, policías de inmaculados uniformes en cada esquina; todo ello para evitar que su sociedad se derrumbase. Occidente empleaba a muchos de sus mejores hombres en la lucha contra el crimen, ciudadanos que habrían invertido mejor su tiempo en la construcción de algo. Aquí no se desperdiciaba esa fuerza humana: lo único que hacía falta era un pequeño grupo de hombres fuertes que no servían más que para intervenir en peleas de borrachos. En teoría. Leo no tenía ni idea de cuáles eran las estadísticas de criminalidad reales. Tampoco sentía deseos de averiguarlo, porque los que lo sabían probablemente morían. Las cifras de producción de las fábricas ocupaban la portada de Pravda, así como las páginas centrales y la última página. Sólo valía la pena publicar las buenas noticias: altas tasas de natalidad, líneas de ferrocarril que alcanzaban las montañas más altas e inauguraciones de nuevos canales.
Pensándolo bien, la llegada de Leo constituía una sorprendente anomalía. Un puesto en el MGB suponía más blat, más respeto, más influencia y más beneficio material que casi cualquier otro empleo. Un agente no iba a descender en el escalafón de forma voluntaria. Y si había caído en desgracia, ¿por qué no lo habían arrestado? Aunque hubiera sido expulsado del MGB, todavía llevaba su sombra a cuestas, cosa que podía llegar a ser interesante.
Nésterov llevó sus maletas hasta el coche con tan poco esfuerzo como si estuvieran vacías. Las metió en el maletero y les abrió la puerta trasera. Una vez dentro, Leo se fijó en su nuevo superior cuando éste subía al asiento delantero. Era demasiado grande, incluso para un vehículo tan impresionante como aquél. Las rodillas le llegaban casi hasta la barbilla. Al volante había un joven agente. Nésterov no se molestó en presentarlo. Al igual que en el MGB, había conductores que se responsabilizaban de cada vehículo. Los agentes no tenían coche propio y no conducían. El conductor metió la marcha y salió a una carretera vacía. No se veía ningún otro coche.
Nésterov esperó un rato, sin duda porque no deseaba dar la impresión de estar interrogando a su nuevo recluta. Entonces miró discretamente a Leo por el retrovisor y dijo:
—Hace tres días nos comunicaron su llegada. Es un traslado poco habitual.
—Tenemos que ir a donde se nos necesita.
—Hacía tiempo que no trasladaban a alguien aquí. Yo, desde luego, no había pedido más hombres.
—La productividad de la fábrica está considerada como una importante prioridad. Nunca hay suficientes hombres para garantizar la seguridad de esta ciudad.
Raisa miró a su marido y pensó que sus enigmáticas respuestas debían de esconder una intención. Incluso después de haber sido destituido, de haber sido expulsado del MGB, todavía se servía del miedo que éste inspiraba. Teniendo en cuenta lo precario de su situación, parecía una buena idea. Nésterov preguntó:
—Dígame: ¿va a trabajar usted como syshchik, como detective? No entendemos muy bien las órdenes. Dijeron que no. Dijeron que sería usted un ochstkovyy, lo cual supone un considerable descenso de responsabilidad para un hombre como usted.
—Mis órdenes son que me presente aquí. Mi rango depende de usted.
Hubo silencio. Raisa imaginó que al general no le gustaba tener que responder a aquella incógnita. Incómodo, añadió con voz áspera:
—Por el momento se les proporcionará un alojamiento provisional, como invitados, hasta que encontremos un apartamento para ustedes. Debo advertirles de que hay una larga lista de espera. Y no puedo hacer nada al respecto. Ser un militsioner no supone ninguna ventaja.
El coche se detuvo frente a lo que parecía un restaurante. Nésterov abrió el maletero, cogió las maletas y las dejó en el suelo. Leo y Raisa se apearon y esperaron a que les dieran instrucciones. Nésterov dijo, dirigiéndose a Leo:
—En cuanto hayan llevado sus maletas a la habitación, vuelva usted al coche, por favor. No es necesario que venga su mujer.
Raisa contuvo la irritación que le producía que hablasen de ella como si no estuviera allí. Vio que Leo, imitando a Nésterov, cogía las dos maletas. Se asombró ante aquella bravuconería, pero decidió no ponerlo en evidencia. Si quería partirse la espalda con su maleta, allá él. Se acercó a la entrada, abrió la puerta y entró en el restaurante.
Dentro estaba oscuro, las contraventanas estaban cerradas y apestaba a humo. Las mesas rebosaban de vasos sucios de la noche anterior. Leo dejó las maletas en el suelo y dio unos golpes en una de las grasientas mesas. En la puerta apareció la silueta de un hombre.
—Está cerrado.
—Me llamo Leo Demídov. Ésta es mi mujer, Raisa. Acabamos de llegar de Moscú.
—Danil Basarov.
—El general Nésterov me ha informado de que tiene usted un sitio para alojarnos.
—¿Se refiere a la habitación de arriba?
—No lo sé. Sí, supongo que sí.
Basarov se rascó los michelines.
—Les acompañaré a su habitación.
Era pequeña. Habían juntado dos camas individuales. Entre medias había un hueco. Los colchones estaban húmedos. El papel de las paredes tenía ampollas, como la piel de un adolescente. Estaba recubierto de una especie de grasa pegajosa. Leo pensó que sería aceite de la cocina, pues la habitación estaba justo encima de ésta, como podía verse a través de las grietas del suelo, grietas que permitían que la habitación se impregnase con el olor de lo que hubieran cocinado o estuvieran cocinando en aquel momento; asaduras estofadas, cartílagos y grasa.
A Basarov no le había gustado la petición de Nésterov. Aquellas camas, aquella habitación, las utilizaban sus empleadas; es decir, las mujeres que se acostaban con sus clientes. Pero no había podido negarse. El edificio no era suyo. Y necesitaba llevarse bien con la milicia para poder seguir con su negocio. Sabían que él se beneficiaba de lo que allí sucedía y hacían la vista gorda, siempre que compartiera las ganancias. Era algo no declarado, no era oficial. Era un sistema cerrado. Le ponía un poco nervioso que sus huéspedes pudieran saber la verdad, pues se había enterado de que eran del MGB. Eso le impedía ser tan maleducado como solía serlo. Señaló al otro lado del pasillo, a una puerta entreabierta.
—Ahí está el baño. Tenemos uno interior.
Raisa intentó abrir la ventana. Estaba cerrada con clavos. Miró por ella. Casas destartaladas y nieve sucia: aquello era su nuevo hogar.
Leo estaba cansado. Había podido soportar la humillación como concepto, pero ahora había adoptado una forma física —aquella habitación— y sólo quería dormir, cerrar los ojos y olvidarse del mundo. Pero tenía que volver afuera, así que dejó la maleta sobre la cama, incapaz de mirar a Raisa. No por rabia, sino por vergüenza. Salió de allí sin decir palabra.
Llevaron a Leo a la centralita de la ciudad. Allí había una cola de cientos de personas que esperaban disponer del tiempo que les habían asignado: un par de minutos. Como la mayoría había tenido que abandonar a sus familias para trabajar allí, Leo se dio cuenta de lo importantes que eran esos minutos para ellos. Nésterov no tenía que hacer cola. Se dirigió a un cubículo.
En cuanto terminó de hablar, después de una conversación que Leo no pudo escuchar, le pasó el auricular. Leo se lo llevó a la oreja. Esperó.
—¿Qué tal está la habitación?
Era Vasili. Siguió:
—¿Quieres colgar, verdad? Pero no puedes. Ni siquiera puedes hacer eso.
—¿Qué quieres?
—Mantener el contacto contigo, para que puedas contarme cómo es la vida allí, y que yo pueda contarte cómo es por aquí. Antes de que se me olvide, les han quitado a tus padres ese apartamento tan bonito que les habías buscado. Les hemos encontrado un sitio más adecuado para su posición. Es un poco frío y hay mucha gente. Desde luego es sucio. Lo comparten con una familia de siete personas, creo, incluidos cinco niños pequeños. Por cierto, no sabía que tu padre padecía un terrible dolor de espalda. Es una pena que haya tenido que volver a la cadena de montaje cuando sólo le quedaba un año para retirarse: un año puede parecer diez cuando a uno no le gusta su trabajo. Pero pronto te enterarás de todo.
—Mis padres son buenas personas. Han trabajado duro. No te han hecho nada.
—Voy a hacerles daño de todas formas.
—¿Qué quieres de mí?
—Una disculpa.
—Vasili, lo siento.
—Ni siquiera sabes qué es lo que sientes.
—Te traté mal. Y lo siento.
—¿Por qué lo sientes? Sé más específico. Tus padres dependen de ti.
—No debería haberte golpeado.
—No te estás esforzando lo suficiente. Convénceme.
Leo estaba desesperado. Le temblaba la voz.
—No entiendo qué es lo que quieres. Lo tienes todo. Yo no tengo nada.
—Es muy sencillo. Quiero oír cómo suplicas.
—Te lo suplico, Vasili, escúchame. Te lo suplico. Deja a mis padres en paz. Por favor…
Vasili había colgado.