Voualsk
15 de marzo
Varlam Babínich estaba sentado con las piernas cruzadas en una esquina del sucio suelo de cemento de un dormitorio atestado de gente, de espaldas a la puerta. Ocultaba con su cuerpo los objetos que tenía ante sí para que los otros muchachos no pudieran interferir, pues tendían a hacerlo si algo les llamaba la atención. Miró a su alrededor. Ninguno de los treinta y tantos chicos que había en la habitación le prestaba atención. La mayoría estaban acostados unos junto a otros en las ocho camas manchadas de orina que tenían que compartir. Se fijó en dos que se rascaban el uno al otro las picaduras de chinches que tenían en la espalda. Satisfecho al darse cuenta de que no le iban a molestar, volvió a concentrarse en los objetos que tenía frente a sí; objetos que había coleccionado a lo largo de los años, todos ellos preciados para él, incluida su última adquisición, que había robado aquella misma mañana: un bebé de cuatro meses.
Varlam apenas era consciente de que llevarse aquel bebé era algo malo, y de que si lo pillaban, tendría problemas, muchos más de los que había tenido nunca. Sí se daba cuenta de que el bebé no estaba contento. Lloraba. El ruido no le importaba demasiado, porque nadie se iba a fijar en otro llanto infantil más. En realidad no le importaba tanto el bebé como la manta amarilla en que estaba envuelto. Orgulloso de su nueva posesión, situó al bebé en el centro de su colección, entre una lata amarilla, una camisa amarilla, un ladrillo pintado de amarillo, un trozo de un cartel con el fondo amarillo, un lápiz amarillo y un libro de tapa blanda con la cubierta amarilla. Aquel verano había añadido a la colección flores silvestres amarillas, que había recogido en el bosque. Las flores nunca le duraban mucho, y nada lo entristecía más que ver cómo desaparecía el amarillo, cómo los pétalos se volvían lacios y marrones. Se preguntaba:
¿Adónde irá el amarillo?
No tenía ni idea. Pero esperaba poder ir allí algún día. Quizá al morir. El color amarillo era más importante para él que cualquier cosa o cualquier persona. El amarillo había sido la razón por la que había acabado allí, en el internat de Voualsk, un centro para niños deficientes mentales controlado por el Estado.
De pequeño solía perseguir el sol, convencido de que si llegaba lo suficientemente lejos, lo terminaría alcanzando, lo cogería del cielo y se lo llevaría a casa. Corría hasta cinco horas, hasta que lo alcanzaban y se lo llevaban a casa, protestando y chillando porque le habían impedido culminar su persecución. Sus padres, que le pegaban con la esperanza de quitarle de la cabeza aquellas extravagancias, habían aceptado por fin que aquel método no funcionaba y lo habían entregado al Estado, que había recurrido a métodos bastante similares. Durante sus dos primeros años en el internat había estado encadenado al armazón de una cama, como un perro de granja atado a un árbol. Pero era un niño fuerte, de espaldas anchas y gran determinación. Después de varios meses había conseguido romper el armazón, arrancar la cadena y escapar. Había acabado a las afueras de la ciudad, persiguiendo el vagón amarillo de un tren. Finalmente lo habían devuelto al internat, exhausto y deshidratado. Esta vez lo encerraron en un armario. Pero todo aquello había sucedido mucho tiempo atrás. Ahora que tenía diecisiete años y era lo suficientemente inteligente como para saber que no podía correr tanto como para alcanzar el sol ni subir tan alto como para llegar al cielo, los cuidadores se fiaban de él. En lugar de hacer esas cosas se concentró en encontrar objetos amarillos que tuviera más cerca, como aquel bebé, que había robado al meter la mano por una ventana abierta. Si no hubiera tenido tanta prisa, habría intentado quitarle la manta y dejarlo allí. Pero se asustó, tuvo miedo de que lo pillaran y se llevó las dos cosas. Mirando a aquel ruidoso pequeño se fijó en que la manta hacía que la piel del bebé pareciera ligeramente amarillenta. Entonces se alegró de haberse llevado las dos cosas después de todo.
Afuera se detuvieron dos coches, de los que bajaron seis miembros armados de la milicia de Voualsk, comandados por el general Nésterov, un hombre de mediana edad con la complexión robusta y ancha de un labriego de un koljós. Hizo una señal a su equipo para que rodeasen el lugar mientras él y su segundo, un teniente, llegaban hasta la entrada. Normalmente la milicia no iba armada, pero aquel día Nésterov había ordenado a sus hombres que llevasen armas de fuego. Debían disparar a matar.
La oficina de administración estaba abierta: la radio sonaba con el volumen bajo, en la mesa había un juego de naipes y el ambiente apestaba a alcohol. No había nadie a la vista. Nésterov y su teniente siguieron adelante y entraron en un pasillo. Ya no olía a alcohol, sino a heces y a azufre. El azufre se usaba para repeler las chinches. El olor a heces no hacía falta explicarlo. Había mierda en el suelo y en las paredes. Los dormitorios por los que pasaban estaban atestados de niños, unos cuarenta en cada habitación, que no llevaban más que una camisa sucia o unos calzones sucios pero, aparentemente, nunca las dos cosas a la vez. Estaban repartidos por las camas, en grupos de tres o cuatro, sobre colchones finos y asquerosos. Muchos de ellos no se movían. Miraban al techo. Nésterov se preguntó si algunos estarían muertos. Era difícil de decir. Los que estaban de pie corrieron hacia ellos e intentaron agarrar las armas, tocar sus uniformes. Estaban ansiosos por tratar con adultos. Enseguida se vieron rodeados de manos que los toqueteaban. Nésterov se había preparado para encontrarse con unas condiciones lamentables, pero no entendía cómo la cosa podía haber llegado a tales extremos. Tenía intención de hablarlo con el director de la institución. Pero eso sería en otro momento.
Después de registrar el primer piso Nésterov subió por las escaleras mientras el teniente intentaba contener a los niños para que no los siguieran, dirigiéndoles miradas amenazantes y haciendo gestos que no les provocaban más que risa, como si aquello no fuera más que un juego. Cuando les daba un suave empujón para echarlos atrás, ellos volvían corriendo, querían que los empujara de nuevo. Nésterov dijo, impaciente:
—Olvídate de ellos. Déjalos.
No tuvieron más remedio que dejarles que los siguieran.
Los niños que había en las habitaciones del piso de arriba eran mayores. Nésterov supuso que los dormitorios estaban ordenados por edades. El sospechoso al que buscaban tenía diecisiete años (el límite de edad en aquella institución, después de lo cual eran confinados a los trabajos más duros y desagradables que existían; trabajos que ninguna persona cuerda querría; trabajos en los que la esperanza de vida era de treinta años). Se aproximaban al final del pasillo. Sólo quedaba un dormitorio por registrar.
Varlam, de espaldas a la puerta, estaba ocupado acariciando la manta del bebé, preguntándose por qué el niño ya no lloraba. Lo tocó con un dedo sucio. De repente escuchó una voz que venía del otro lado de la habitación y que le produjo un escalofrío en la espalda.
—Varlam: ponte de pie y date la vuelta, muy despacio.
Varlam contuvo la respiración y cerró los ojos, como si aquello fuera a hacer que desapareciera la voz. No funcionó.
—No te lo voy a repetir. Levántate y date la vuelta.
Nésterov avanzó; se acercó hasta donde estaba Varlam. No podía ver qué era lo que el muchacho estaba ocultando. No escuchaba el llanto de ningún bebé. Los demás chicos del dormitorio se habían levantado y observaban fascinados. Sin previo aviso Varlam dio un salto y cogió algo entre sus brazos. Se puso de pie y se dio la vuelta. Tenía al bebé. Éste se echó a llorar. Nésterov estaba aliviado: al menos el niño estaba vivo. Pero no fuera de peligro. Varlam lo apretaba contra su pecho, rodeaba con los brazos su frágil cuello.
Nésterov miró a su espalda. Su segundo se había quedado en la puerta y los demás niños, curiosos, se amontonaban a su alrededor. Apuntó a la cabeza de Varlam y amartilló la pistola, listo para matar, esperando órdenes. Tenía vía libre. Pero era un tirador del montón. Al ver la pistola, algunos de los niños empezaron a gritar, mientras que otros se rieron y se pusieron a dar golpes en los colchones. La situación estaba fuera de control. Varlam empezaba a asustarse. Nésterov enfundó el arma y levantó las manos, intentando calmarle. Trató de hablar en medio del estruendo.
—Dame al niño.
—Me he metido en un lío.
—No, no es verdad. Veo que el bebé está bien. Me alegro. Has hecho un buen trabajo. Has cuidado de él. Estoy aquí para darte la enhorabuena.
—¿He hecho un buen trabajo?
—Sí, lo has hecho.
—¿Puedo quedármelo?
—Tengo que comprobar que el bebé está bien, para estar seguro. Luego podemos hablar. ¿Puedo ver al niño?
Varlam sabía que estaban enfadados y que iban a quitarle al bebé y a encerrarlo en un cuarto sin amarillo. Apretó al bebé con fuerza, lo estrujó hasta que la manta amarilla le tocó los labios. Dio un paso atrás, hacia la ventana, y miró los coches de la milicia, aparcados en la calle, y a los hombres armados que rodeaban el edificio.
—Me he metido en un lío.
Nésterov se acercó un poco más. No podía quitarle el bebé de las manos a la fuerza; podría morir aplastado en el forcejeo. Miró a su teniente y éste asintió, dando a entender que podía abrir fuego, que estaba preparado. Nésterov negó con la cabeza. El bebé estaba demasiado cerca de la cara de Varlam. El riesgo de accidente era demasiado grande. Tenía que intentar otra forma de hacerlo.
—Varlam, nadie te va a pegar, nadie te va a hacer daño. Dame al pequeño y hablaremos. Nadie se va a enfadar. Te doy mi palabra. Te lo prometo.
Nésterov dio otro paso adelante, colocándose de tal manera que el teniente no podía disparar. Echó un vistazo a la colección de objetos amarillos que había en el suelo. Había conocido a Varlam tiempo atrás, cuando éste robó un vestido amarillo de un tendedero. No se había fijado en que la manta en la que estaba envuelto el bebé era amarilla.
—Si me das el bebé, le preguntaré a la madre si puedes quedarte con la manta amarilla. Estoy seguro de que dirá que sí. Lo único que quiero es el bebé.
Varlam se tranquilizó. Parecía un trato justo. Alargó los brazos, ofreciendo al niño. Nésterov dio un salto hacia delante y le quitó el bebé. Comprobó que no estuviera herido antes de pasárselo a su segundo.
—Llévalo al hospital.
El teniente salió a toda prisa.
Varlam se sentó de espaldas a la puerta, como si nada hubiera pasado, y se puso a ordenar los objetos de su colección, para llenar el hueco que había dejado el bebé. Los demás niños se habían vuelto a callar. Nésterov se arrodilló junto a él. Varlam preguntó:
—¿Cuándo podré tener la manta?
—Antes tendrás que venir conmigo.
Varlam siguió ordenando su colección. Nésterov miró el libro amarillo. Era un manual militar, un documento confidencial.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo encontré.
—Voy a echarle un vistazo. ¿Estarás tranquilo si le echo un vistazo?
—¿Tiene los dedos limpios?
Nésterov se fijó en que Varlam tenía los dedos mugrientos.
—Tengo los dedos limpios.
Nésterov cogió el libro y lo hojeó. Había algo dentro, alisado entre las páginas. Puso el libro boca abajo y lo agitó. De él cayó un grueso mechón de pelo rubio. Lo recogió y lo tocó con los dedos. Varlam se ruborizó.
—Me he metido en un lío.