Moscú
14 de marzo
Leo abrió los ojos. Una linterna lo cegaba. No le hacía falta mirar el reloj para saber qué hora era. La hora de los arrestos: las cuatro de la mañana. Salió de la cama; el corazón le latía a toda velocidad. Se tambaleó en la oscuridad, desorientado, chocó contra un hombre y lo empujaron a un lado. Tropezó y recuperó el equilibrio. Alguien encendió la luz. Cuando se acostumbró al brillo pudo ver a tres agentes: eran jóvenes, no debían de tener más de dieciocho años. Iban armados. Leo no los reconoció, pero sabía qué clase de agentes eran: de bajo rango, de los que obedecen sin pensar. Cumplían las órdenes que recibían, fueran cuales fuesen. No dudarían en recurrir a la violencia: la más mínima resistencia tendría como respuesta la brutalidad. Olían a cigarrillos y a alcohol. Leo supuso que todavía no se habrían acostado; habrían estado bebiendo toda la noche, se habrían quedado despiertos para cumplir con aquella misión. El alcohol les volvía impredecibles, volubles. Para sobrevivir durante los próximos minutos Leo tendría que ser cauteloso, sumiso. Esperaba que Raisa también se diera cuenta.
Raisa estaba en camisón, tiritaba pero no tenía frío. No estaba segura de si era por la conmoción, por el miedo o por la ira. No podía dejar de temblar. Pero tampoco podía apartar la mirada. No sentía vergüenza; eran ellos los que debían sentirse avergonzados por su abuso; debían sentirse avergonzados al verla con aquel vestido arrugado, con el pelo enmarañado. Pero no, no les importaba: a ellos les daba igual, era parte de su trabajo. No pudo ver la más mínima sensibilidad en las miradas de aquellos muchachos. Sus ojos eran impasibles: se movían de un lado a otro como los de un lagarto. Eran ojos de reptil. ¿Dónde encontraba el MGB a aquellos chicos con almas de plomo? Los volvían así, estaba segura. Miró a Leo. Tenía las manos a la vista y la cabeza agachada para evitar el contacto visual. Humildad, docilidad. Quizá ésa fuera la manera más inteligente de comportarse. Pero en aquel momento no se sentía inteligente. En su dormitorio había tres matones. Quería que él se mostrase desafiante, enfadado. ¿No era la reacción más natural? Cualquier hombre normal se sentiría escandalizado. Leo era político hasta en un momento como ése.
Uno de ellos salió de la habitación y volvió con dos maletas pequeñas.
—Esto es todo lo que pueden llevarse. No pueden llevar nada encima a excepción de la ropa y los papeles. Nos iremos dentro de una hora, estén listos o no.
Leo miró las maletas. Eran de lona, tensada sobre una estructura de madera. No daban para mucho, lo suficiente para un viaje de un día. Miró a su mujer.
—Lleva puesto todo lo que puedas.
Miró a su espalda. Uno de los agentes los observaba mientras fumaba.
—¿Puede esperar fuera?
—No pierda el tiempo pidiendo cosas. La respuesta a todo es no.
Raisa se cambió, notando cómo los ojos de reptil del guardia recorrían su cuerpo. Se puso toda la ropa que pudo, dentro de lo razonable: capas y capas. Leo hizo lo mismo. En otras circunstancias podría haber resultado cómico verlos inflados de algodón y lana. Ella se esforzó en pensar cuáles de sus cosas deberían llevar consigo y cuáles tendrían que dejar. Se fijó en la maleta. No medía más de noventa centímetros de ancho, unos sesenta de alto y veinte de profundidad. Tenían que reducir sus vidas para que entrasen en aquel espacio.
Leo sabía que era posible que les hubieran dicho que hicieran las maletas sólo para poder sacarlos de allí sin demasiado derroche emocional, sin la resistencia que ofrecía la gente cuando sabía que la enviaban directamente a morir. Siempre es más fácil mover a la gente si tienen la esperanza, por pequeña que sea, de que van a sobrevivir. De todas formas, ¿qué podía hacer? ¿Rendirse? ¿Luchar? Hizo varios cálculos rápidos. Tenía que renunciar a un valioso espacio para incluir el Libro de los propagandistas y la Historia del Partido Comunista, ninguno de los cuales podían dejar allí sin que aquello se entendiera como un subversivo gesto político. En la situación en la que se encontraban, una imprudencia como ésa era un acto de suicidio. Cogió los libros y los puso en la maleta. Fue lo primero que metieron. El joven guardia lo observaba todo, se fijaba en qué cosas metían, en lo que elegían.
Leo tocó a Raisa en el brazo.
—Coge nuestros zapatos. Los mejores, un par de cada.
Los zapatos de calidad eran algo raro, algo con lo que se podía comerciar, un lujo de valor incalculable.
Leo recogió ropa, objetos de valor, la colección de fotos: fotos de su boda, de sus padres, Stepán y Anna, pero ninguna de la familia de Raisa. Sus padres habían muerto en la Gran Guerra Patriótica, su pueblo había sido exterminado. Lo había perdido todo menos la ropa que llevaba. Una vez llena la maleta, Leo detuvo la mirada sobre el recorte de periódico enmarcado que colgaba de la pared: la foto en la que aparecía él, el héroe de guerra, el que había destruido el tanque, el libertador del territorio ocupado. A aquellos guardias no les importaba su pasado: cuando se firmaba una orden de arresto, cualquier acto de heroísmo y sacrificio personal pasaba a ser irrelevante. Leo sacó el recorte del marco. Después de guardarlo cuidadosamente durante años, de reverenciarlo en la pared como si fuera un icono sagrado, lo dobló por la mitad y lo tiró a la maleta.
Se les había acabado el tiempo. Leo cerró la maleta. Raisa cerró la suya. Él se preguntó si alguna vez volverían a ver aquel apartamento. No parecía probable.
Los acompañaron abajo. Los cinco se apretaron en el ascensor. Afuera esperaba un coche. Dos de los agentes se sentaron delante y el otro en el asiento de atrás, apretujado entre Leo y Raisa. Le apestaba el aliento.
—Me gustaría ver a mis padres. Me gustaría despedirme de ellos.
—Nada de peticiones, coño.
Eran las cinco de la mañana y ya había gente en el vestíbulo de salidas: soldados, pasajeros civiles, trabajadores de la estación. Todos se arremolinaban alrededor del Transiberiano. La locomotora, blindada todavía con protecciones de la guerra, tenía grabado en un lateral el lema «VIVA EL COMUNISMO». Mientras los pasajeros subían al tren, Leo y Raisa esperaban al fondo del andén, con las maletas en la mano y flanqueados por los guardias armados. Nadie se acercaba a ellos, como si estuvieran infectados por un virus contagioso. Parecían estar en una burbuja aislada entre la multitud de la estación. No les habían dado ninguna explicación, y Leo tampoco la había pedido. No tenía ni idea de adónde se dirigían o a quién esperaban. Todavía existía la posibilidad de que los enviasen a distintos gulags, de que no volvieran a verse jamás. Sin embargo ése era sin duda un tren de pasajeros, no un zak, los camiones rojos de ganado en los que se transportaba a los prisioneros. No había duda de que hasta el momento habían tenido suerte. Seguían vivos y seguían juntos. Eso era más de lo que Leo hubiera esperado.
Después de que Leo diera su testimonio lo habían enviado a casa bajo arresto domiciliario hasta que tomasen una decisión. Había pensado que no tardarían más de un día. De camino a su apartamento, en el piso catorce, a sabiendas de que todavía llevaba en el bolsillo la moneda vacía inculpatoria, Leo la tiró a un lado. Tal vez Vasili la hubiera dejado allí, tal vez no. Ya no importaba. Al volver de la escuela, Raisa se había encontrado a dos agentes armados en la puerta de su casa; la habían registrado y le habían ordenado que se quedase dentro. Leo le había explicado la situación: las acusaciones contra ella, la investigación que él había llevado a cabo y su negación de los cargos. No le hizo falta explicar que sus posibilidades de sobrevivir eran escasas. Mientras él hablaba, ella le escuchó sin hacer ningún comentario ni ninguna pregunta. No había mostrado ninguna emoción. Cuando terminó, la respuesta de su mujer lo cogió por sorpresa.
—He sido lo suficientemente inocente como para pensar que esto no nos podía pasar también a nosotros.
Se quedaron sentados en el apartamento. Esperaban que el MGB entrase en cualquier momento. Ninguno de los dos se molestó en cocinar; ninguno de los dos tenía hambre; a ninguno de los dos se le ocurrió que lo más inteligente era comer todo lo posible, prepararse para lo que les esperaba. No se desvistieron para meterse en la cama; no se movieron de la mesa de la cocina. Se quedaron allí en silencio, esperando. Cuando Leo pensó que podría no volver a ver a su mujer sintió la necesidad de hablar con ella, de decirle lo que le tenía que decir. Pero no supo decirlo. A medida que pasaban las horas se había dado cuenta de que aquélla era la vez en que más tiempo habían pasado juntos, cara a cara, sin interrupciones, más que ninguna otra ocasión que pudiera recordar. Ninguno de los dos supo qué hacer con tanto tiempo.
Aquella noche no llegaron los golpes en la puerta. Pasaron las cuatro de la mañana y no se había producido el arresto. Poco antes del mediodía del día siguiente Leo preparó el desayuno y se preguntó por qué tardaban tanto. Cuando por fin escucharon el primer golpe en la puerta él y Raisa se levantaron, respirando agitadamente, pensando que aquello sería el final, que los agentes entrarían a por ellos y los separarían para llevárselos a interrogatorios separados. Pero en lugar de eso se trataba de un asunto más trivial: un cambio de guardia, un agente que quería usar el baño, preguntas sobre la compra de comida. Quizá no conseguían encontrar ninguna prueba; quizá estaban limpios y el caso se caería por su propio peso. Leo sólo había fantaseado con aquella idea por unos breves instantes: los casos no se caían por su propio peso, aunque no hubiera pruebas. De todas formas un día pasó a ser dos días, y dos días pasaron a ser cuatro.
Una semana después del comienzo de su confinamiento un guardia entró en el apartamento con la cara pálida. Al verlo, Leo pensó que por fin había llegado su hora. En lugar de eso escuchó al guardia anunciarle, con la voz temblorosa por la emoción, que su Líder, Stalin, había muerto. En aquel momento Leo se permitió pensar por primera vez si tendrían alguna posibilidad de sobrevivir.
Sólo pudo enterarse de unos pocos detalles del fallecimiento de su Líder. Los periódicos estaban histéricos, y los guardias también. Lo único que Leo había podido sacar en claro era que Stalin había muerto en paz, en la cama. Supuestamente sus últimas palabras habían sido sobre su gran país y sobre el futuro de la gente de ese gran país. Leo no se lo creyó ni por un instante, pues conocía demasiado bien la paranoia y las maquinaciones como para no ver los fallos de la Historia. Gracias a su trabajo sabía que Stalin había arrestado a los principales médicos del país; los médicos que se habían pasado toda su vida profesional manteniéndolo sano, como parte de una purga contra las principales figuras judías. Para él no era ninguna coincidencia que Stalin hubiera muerto por causas aparentemente naturales justo cuando no había profesionales de la medicina con la experiencia suficiente para identificar la causa de su súbita enfermedad. Con independencia de su aspecto moral, la purga del gran Líder había sido un error táctico. Se había vuelto vulnerable. Leo no tenía ni idea de si habían asesinado a Stalin o no. Pero como los médicos estaban encerrados, la situación era ideal para que cualquier aspirante a asesino tuviera vía libre para hacer lo que quisiera, lo cual podía consistir en relajarse y verlo morir, a sabiendas de que los únicos hombres que podían impedirlo eran aquellos que estaban entre rejas. Aunque a pesar de todo era posible que Stalin hubiera caído enfermo y, sencillamente, nadie se hubiera atrevido a contradecir sus órdenes y dejar libres a los médicos. Si Stalin se recuperaba, podrían haberlos ejecutado por desobediencia.
Todas aquellas divagaciones no eran de gran importancia para Leo. Lo importante era que había muerto. Todo el mundo había perdido el sentido del orden y de la certeza. ¿Quién se haría con el poder? ¿Cómo dirigiría el país? ¿Qué decisiones tomaría? ¿A qué agentes favorecería y a cuáles no? Lo que bajo el mando de Stalin era inaceptable podía ser aceptable para un nuevo jefe de Estado. La ausencia de líder significaba una parálisis temporal. Nadie querría tomar decisiones sin saber antes que serían aprobadas. Durante décadas nadie había hecho nada sin pensar en si le gustaría a su Líder. La vida y la muerte de la gente había dependido de las notas que tomaba en una lista: una línea junto al nombre significaba que aquella persona viviría; si no había marca alguna, esa persona moriría. El sistema judicial consistía en eso: línea, sí o no. Leo cerró los ojos y pudo imaginarse el pánico silencioso que habría recorrido los pasillos de la Lubianka. Se habían olvidado durante tanto tiempo de su brújula moral que ahora la aguja giraba sin control: el norte era el sur y el este era el oeste. En cuanto a la pregunta de lo que estaba bien y lo que estaba mal, no tenían ni idea. Habían olvidado cómo se tomaban las decisiones. En tiempos como aquéllos lo más seguro era hacer lo menos posible.
En aquellas circunstancias el caso de Leo Demídov y su esposa, Raisa Demídova, que sin duda había resultado ser dudoso, sedicioso y problemático, era algo que era mejor dejar al margen. Por eso se había producido el retraso. Nadie quería hacerse cargo: todo el mundo estaba demasiado ocupado realineándose con los nuevos grupos de poder en el Kremlin. Para complicar aún más las cosas, Lavrenti Beria, el hombre más cercano a Stalin —y si alguien había envenenado a Stalin, Leo sospechaba que tenía que ser él—, había asumido ya las funciones de Líder y desechado la idea de un complot, ordenando que liberasen a todos los médicos. Sospechosos a los que dejaban libres por ser inocentes; ¿quién había oído alguna vez algo así? Desde luego Leo no recordaba ningún precedente. En aquellas circunstancias procesar a un héroe de guerra condecorado, a un hombre que había salido en la portada de Pravda, sin pruebas que lo acusaran, podría ser arriesgado. Por tanto, el seis de marzo, en lugar de un golpe en la puerta que les proporcionase alguna noticia sobre su futuro, lo que recibieron Leo y Raisa fue un permiso para poder asistir al funeral de Estado de su gran Líder.
Leo y Raisa, que técnicamente seguían bajo arresto domiciliario, y los dos guardias se habían unido a la multitud como era debido y se habían dirigido a la Plaza Roja. Muchos de ellos lloraban, algunos de forma incontrolable —hombres, mujeres y niños—, y Leo se había preguntado si había alguna persona allí, de entre los cientos de miles que se reunieron en aquel dolor colectivo, que no hubiera perdido a algún familiar o amigo por culpa del hombre al que fingían llorar. El ambiente, denso, cargado de una apabullante sensación de tristeza, tal vez tenía algo que ver con la idolatría que se profesaba a aquel muerto. Hasta en los más brutales interrogatorios Leo había escuchado a mucha gente gritar que si Stalin conociera los excesos del MGB, intervendría. Fuera cual fuese la verdadera razón de aquella tristeza, el funeral ofrecía una salida a tantos años de sufrimiento contenido; una oportunidad para llorar, para abrazar a los vecinos, para expresar una tristeza que hasta aquel momento no se permitía porque implicaba una especie de crítica al Estado.
Las calles principales que rodeaban la Duma estaban tan llenas de gente que era difícil respirar. Moverse hacia delante era un acto tan involuntario como el de una roca en un desprendimiento. Leo no soltó en ningún momento la mano de Raisa, y aunque recibía empujones de todos lados se aseguró de que no los separaran. Muy pronto perdieron a sus guardias. A medida que se acercaban a la plaza la multitud se apretaba más y más. Sintiendo el estrujón, la escalada de histeria, Leo decidió que ya había tenido suficiente. Casualmente los habían empujado hasta el borde de la multitud, así que Leo se metió en un portal y ayudó a Raisa a salir de entre la gente. Se protegieron allí, mientras miraban las mareas de gente que pasaban frente a ellos. Había tomado la decisión correcta. Más adelante algunas personas habían muerto aplastadas.
En medio de aquel caos podían haber intentado escapar. Lo consideraron, lo discutieron, susurrándose el uno al otro en aquel portal. Los guardias que los acompañaban se habían perdido. Raisa quería huir. Pero si lo hacían, el MGB tendría la prueba que necesitaban para ejecutarlos. Y desde el punto de vista práctico no tenían dinero ni amigos ni ningún lugar donde esconderse. Si decidían huir, ejecutarían a los padres de Leo. Hasta ahora habían tenido suerte. Leo pensaba que sus vidas dependían de su capacidad para aguantar.
El último pasajero subió a bordo. El jefe de la estación, al ver los uniformes en el andén, junto a la locomotora, retrasó la salida. El maquinista sacó la cabeza de la cabina para averiguar cuál era el problema. Algunos pasajeros curiosos miraban con disimulo por las ventanas a aquella pareja que parecía tener problemas.
Leo se fijó en un agente de uniforme que se acercaba a ellos. Era Vasili. Leo esperaba que viniera. Difícilmente iba a perderse la oportunidad de regodearse. Leo sintió un ataque de ira, pero era esencial que contuviese sus emociones. Puede que todavía quedara alguna trampa.
Raisa no había visto a Vasili hasta entonces, pero había escuchado la descripción que Leo había hecho de él.
Cara de héroe, corazón de matón.
Le bastó un vistazo para percatarse de que había algo perturbador en él. Desde luego era atractivo, pero sonreía como si la sonrisa no se hubiera inventado más que para expresar odio. Cuando por fin los alcanzó ella notó el placer que sentía al ver a Leo humillado, y su decepción porque la humillación no fuera mayor.
Vasili sonrió aún más.
—Insistí en que esperasen para poder despedirme. Y explicaros lo que se ha decidido hacer con vosotros. Quiero hacerlo personalmente, ¿comprendéis?
Estaba disfrutando. Por mucho que Leo lo despreciase, sería una estupidez arriesgarse a enfadarlo cuando habían sobrevivido hasta aquel momento. Masculló con una voz casi inaudible:
—Te lo agradezco.
—Te han destinado a otro lugar. No podías permanecer en el MGB con todas las incógnitas que pendían sobre tu cabeza. Te incorporarás a la milicia. No como syshchik ni como detective, sino en el puesto más bajo, como ochstkovyy. Serás el encargado de limpiar las celdas, de tomar notas; deberás hacer lo que te digan. Tendrás que acostumbrarte a recibir órdenes si quieres sobrevivir.
Leo entendió la decepción de Vasili. Aquel castigo —un exilio remunerado en la policía local— era una luz. Teniendo en cuenta la gravedad de las acusaciones, podrían haberse enfrentado a condenas de unos veinticinco años en las minas de oro de Kolymá, donde las temperaturas eran inferiores a los quince grados bajo cero, los prisioneros acababan con las manos deformadas por la congelación y la esperanza de vida era de tres meses. No sólo habían escapado con vida, sino con libertad. Leo no se imaginaba que el mayor Kuzmín lo hubiera hecho por sentimentalismo. Lo cierto es que habría resultado vergonzoso procesar a su protegido. En tiempos de inestabilidad política era mucho mejor, mucho más inteligente, alejarlo, como si lo estuviera cambiando de destino. Kuzmín no quería que se examinase su decisión. Después de todo, si Leo era un espía, ¿por qué le había honrado Kuzmín al ascenderlo? No; ésas eran preguntas incómodas, Era más sencillo y más seguro barrerlo debajo de una alfombra. Leo, que sabía que cualquier signo de alivio irritaría a Vasili, hizo lo que pudo para aparentar estar destrozado.
—Cumpliré con mi deber allá donde se me necesite.
Vasili se acercó y le dio a Leo los billetes y los papeles necesarios. Éste cogió la documentación y se dirigió al tren. Raisa subió al vagón. Mientras tanto Vasili gritó:
—Tiene que ser duro que tu marido ordene que te vigilen; y no sólo una vez, estoy seguro de que te lo ha contado. Te siguió dos veces. La primera no era un asunto estatal. No pensaba que fueras una espía. Pensaba que eras una puta. Tendrás que perdonarlo. Todo el mundo duda. Y eres muy guapa. La verdad, a mí no me parece que merezca la pena mandarlo todo a paseo por ti. Me temo que cuando tu marido se dé cuenta de a qué clase de agujero infecto lo hemos enviado, empezará a odiarte. Si yo hubiera sido él, me habría quedado con el apartamento y hubiera dejado que te fusilaran por traidora. Lo único que se me ocurre es que debes follar como Dios.
Raisa no comprendía la obsesión de aquel hombre con su marido. Pero no dijo nada: una respuesta podría costarles la vida. Cogió la maleta y abrió la puerta del vagón.
Leo la siguió, concentrado en no darse la vuelta. Todavía era posible que si veía la sonrisa burlona de Vasili, no pudiera controlarse.
Raisa miró por la ventana. El tren salió de la estación. No había asientos libres, así que tuvieron que quedarse de pie, apretados el uno contra el otro. Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato, mientras miraban cómo la ciudad iba quedando atrás. Finalmente Leo dijo:
—Lo siento.
—Estoy segura de que mentía. Diría lo que fuera para provocarte.
—Ha dicho la verdad. Hice que te siguieran. Y no tenía nada que ver con mi trabajo. Pensé…
—¿Que me acostaba con otro?
—Hubo un tiempo en el que no querías hablar conmigo. No querías tocarme. No querías dormir conmigo. Éramos como dos desconocidos. Y yo no entendía por qué.
—Una no puede casarse con un agente del MGB y creer que no la van a seguir. Pero dime, Leo, ¿cómo podría haberte sido infiel? Arriesgaría mi vida. No habríamos tenido ni siquiera una discusión. Sencillamente habrías ordenado que me arrestasen.
—¿Eso es lo que creías que pasaría?
—¿Te acuerdas de mi amiga Zoya? Creo que la viste una vez.
—Puede. No lo recuerdo.
—Exacto. Nunca recuerdas el nombre de nadie, ¿verdad? Me pregunto por qué… ¿Es así como eres capaz de dormir por las noches, borrando de tu mente lo que sucede?
Raisa hablaba con tal rapidez, tranquilidad e intensidad que Leo pensó que nunca la había visto así. Prosiguió:
—Sí que conociste a Zoya. Puede que no te quedaras con sus datos; no era muy importante para el Partido. La condenaron a veinte años. La arrestaron al salir de una iglesia y la acusaron de rezos antiestalinistas. Rezos, Leo. La procesaron por unos rezos que ni siquiera habían escuchado. La arrestaron por lo que había pensado.
—¿Por qué no me lo dijiste? Podría haberla ayudado.
Raisa negó con la cabeza. Leo preguntó:
—¿Crees que fui yo quien la denunció?
—¿Te acordarías? Ni siquiera eres capaz de recordar quién era.
Leo se quedó desconcertado: nunca había hablado con su mujer de aquella forma; nunca habían hablado más que de las tareas del hogar, de cosas comedidas. Nunca se habían levantado la voz ni habían discutido.
—Aunque no fueras tú quien la denunció, Leo, ¿cómo podrías haber ayudado? ¿Cómo podrías hacerlo, si los hombres que la arrestaron eran como tú, devotos y fieles funcionarios del Estado? Aquella noche no viniste a casa. Y me di cuenta de que probablemente estarías arrestando al mejor amigo de alguien, a los padres de alguien o a los hijos de alguien. Dime, ¿a cuánta gente has arrestado exactamente? ¿Puedes hacerte una idea? Di un número. ¿Cincuenta, doscientos, mil?
—No quise entregarte.
—No iban a por mí. Iban a por ti. Cuando arrestabas a desconocidos, podías engañarte a ti mismo y pensar que eran culpables. Podías creerte que lo que hacías tenía un propósito. Pero eso no era suficiente para ellos. Querían que les demostrases que eras capaz de hacer cualquier cosa que te pidieran, aunque en el fondo de tu corazón supieras que estaba mal, que no tenía sentido. Querían que les demostrases obediencia ciega. Supongo que las esposas son una buena prueba en ese sentido.
—Puede que tengas razón, pero ahora somos libres. ¿Sabes la suerte que tenemos de que nos den esta segunda oportunidad? Quiero que empecemos una nueva vida, como familia.
—Leo, no es tan sencillo.
Raisa hizo una pausa. Examinó detenidamente a su marido, como si se acabaran de conocer.
—La noche que cenamos en el apartamento de tus padres os escuché a través de la puerta. Estaba en el rellano. Escuché vuestra conversación sobre si debías denunciarme o no por ser una espía. Estaba conmocionada. No sabía qué hacer. No quería morir. Así que volví a bajar a la calle y estuve andando un rato, intentando pensar con claridad. Me pregunté: ¿lo hará? ¿Me entregará? Tu padre estuvo de lo más convincente.
—Mi padre tenía miedo.
—¿Tres vidas por una? Es difícil discutir con esa cifra. Pero ¿y si fueran tres vidas contra dos?
—¿No estás embarazada?
—¿Me habrías defendido si no lo estuviera?
—¿Y has esperado hasta ahora para decírmelo?
—Tenía miedo de que cambiases de idea.
Ahí tenía su relación: al desnudo. Leo se sintió mareado. El tren en el que estaba, la gente que allí había, las maletas, las ventanas, su ropa, el paisaje que se veía afuera…; ahora nada le parecía real. Ya no se podía fiar de nada, ni siquiera de las cosas que podía tocar y sentir. Todo lo que había creído era mentira.
—Raisa, ¿me has amado alguna vez?
Pasó un momento en silencio. La pregunta quedó flotando como un olor desagradable. Ambos se mecían de un lado a otro por el movimiento del tren. Finalmente, en lugar de responder, Raisa se agachó y se ató el cordón del zapato.