Tres semanas más tarde
Voualsk, al norte de los Urales
13 de marzo
Era la hora del cambio de turno en la fábrica de coches Volga. Ilinaya dejó lo que estaba haciendo y se puso a lavarse las manos con una pastilla de jabón negra y maloliente, la única que había disponible, cuando había alguna. El agua estaba fría y el jabón no se deshacía, sólo se desintegraba en trozos grasientos. Pero ella sólo podía pensar en las horas de las que disponía entre aquel momento y el comienzo del siguiente turno. Había planeado lo que haría esa noche. En primer lugar, terminaría de quitarse el aceite y las limaduras de metal de las uñas. Después iría a casa, se cambiaría de ropa y se pondría un poco de colorete antes de dirigirse a Basarov, un restaurante que había cerca de la estación de tren.
Basarov era un lugar popular entre los hombres de negocios, agentes que paraban allí antes de continuar su viaje en el Transiberiano, hacia el este o el oeste. El restaurante servía comidas (sopa de mijo, kasha de cebada o arenques ahumados) que a Ilinaya le parecían asquerosas. Lo más importante era que servía alcohol. Como era ilegal servir alcohol al público sin servir comida, ésta no era más que una excusa. Un plato de comida era un permiso para beber. En realidad aquel sitio era poco más que una casa de citas. No se respetaba la ley que decía que no se podían vender más de cien gramos de vodka a cada individuo. Basarov, el dueño, que daba nombre al restaurante, estaba siempre borracho y a menudo era violento. Y si Ilinaya quería mantener su negocio en su local, él quería llevarse una parte. Nadie se iba a creer que estaba allí bebiendo por diversión cuando cada cierto tiempo se la veía escabullirse con algún cliente. Allí no había nadie que bebiera por diversión. Era gente de paso. No había nadie del lugar. Y eso era una ventaja. Ya no podía trabajar con los de allí.
Recientemente había estado enferma, había tenido irritación, dolores, sarpullidos, cosas así. Un par de clientes habituales habían desarrollado los mismos síntomas y lo habían ido contando por la ciudad. Ahora no le quedaba más remedio que tratar con gente que no la conocía, gente que no se quedaría mucho tiempo en la ciudad, y que no se daría cuenta de que meaba pus hasta llegar a Vladivostok o a Moscú, dependiendo de la dirección en que viajasen. No disfrutaba en absoluto con la idea de contagiar una enfermedad, aunque no es que fueran las mejores personas del mundo. Pero en aquella ciudad ir a ver a un médico por una enfermedad de transmisión sexual era más peligroso que la propia infección. Para una mujer soltera era como entregar una confesión firmada con lápiz de labios. Habría tenido que recurrir al mercado negro para encontrar un tratamiento. Para eso hacía falta dinero, posiblemente mucho, y en aquel momento estaba ahorrando para otra cosa, para algo mucho más importante: su huida de aquella ciudad.
Cuando llegó el restaurante estaba lleno y las ventanas cubiertas de vaho. El ambiente apestaba a majorka, tabaco barato. Las risotadas de los borrachos se escuchaban a cincuenta pasos de la puerta. Supuso que se trataba de soldados. Estaba en lo cierto. A menudo se llevaban a cabo ejercicios militares en las montañas, y a los que no estaban de servicio solían mandarlos allí. Basarov ofrecía un servicio especial para aquella clase de clientela. Servía vodka aguado, y si alguien se quejaba (como solía suceder), aseguraba que no era más que un casto intento de limitar las borracheras. Solía haber peleas. A pesar de ello, Ilinaya sabía que por mucho que se quejase de lo dura que era su vida y de lo horribles que eran sus clientes, Basarov se llevaba un buen pellizco al vender el vodka sin mezclar que se ahorraba. Era un especulador. Era un indeseable. Un par de semanas antes, cuando había subido a darle su parte semanal, pudo verlo a través de una rendija en la puerta del dormitorio contando billetes y billetes, que guardó después en una caja de hojalata atada con una cuerda. Lo observó sin apenas poder contener la respiración mientras él envolvía la caja en un paño y la escondía en la chimenea. Desde aquel entonces había soñado con robar aquel dinero y huir con él. Evidentemente si Basarov la pillaba, le rompería el cuello, pero ella pensaba que si alguna vez se daba cuenta, le daría un ataque al corazón allí mismo, junto a la chimenea. Estaba convencida de que su corazón y aquella caja eran más o menos la misma cosa.
Pensó que los soldados seguirían bebiendo un par de horas más. Por el momento lo único que hacían era meterle mano, un privilegio por el que no pagaban, a menos que considerase el vodka gratuito como paga, cosa que no era así. Examinó a los demás clientes, segura de poder ganarse un dinero extra antes de que los soldados empezaran a turnarse. Los militares ocupaban las mesas principales, y los demás clientes se habían visto relegados al fondo. Aquellos clientes estaban allí, solos. Solos con su bebida y un plato de comida intacto. No cabía duda: lo único que buscaban era sexo. No había ninguna otra razón para estar en aquel tugurio.
Ilinaya se estiró el vestido, vació el vaso y se abrió camino entre los soldados, ignorando los pellizcos y comentarios, hasta llegar a una de las mesas del fondo. El hombre que había allí sentado tendría unos cuarenta años, quizá algo menos. Era difícil saberlo con seguridad. No era atractivo, pero pensó que probablemente estaría dispuesto a pagar un poco más por esa razón. A los guapos a veces se les metía en la cabeza que no tenían por qué pagar, como si aquello fuera igual de placentero para ambas partes. Ella se sentó, le rozó el muslo con la pierna y sonrió:
—Me llamo Tanya.
En ocasiones como aquélla le ayudaba pensar que era otra persona. El hombre encendió un cigarrillo y puso su mano en la rodilla de Ilinaya. No quería pagarle una copa, así que echó la mitad del vodka que le quedaba en uno de los muchos vasos usados que había por allí y se lo pasó. Ella jugueteó con él y esperó a que dijera algo. Intentó iniciar una conversación para no aburrirse.
—¿Cómo te llamas?
No contestó. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y rebuscó en él. Sacó la mano con el puño cerrado. Ella comprendió que se trataba de alguna clase de juego y que debía seguirlo. Le tocó los nudillos. Él giró el puño y abrió los dedos poco a poco, uno a uno…
En la palma tenía una pepita de oro. Ella se inclinó. Antes de poder verla bien, él cerró la mano y se la volvió a meter en el bolsillo. Seguía sin decir ni una palabra. Ella examinó su rostro. Tenía ojos de borracho, inyectados en sangre, y no le gustaba nada pero, claro, tampoco le gustaba mucha gente, desde luego ninguno de los hombres con los que se acostaba. Si iba a ponerse melindrosa, lo mejor sería dejarlo, casarse con alguien de aquella ciudad y resignarse a quedarse allí para siempre. La única manera de volver a Leningrado, donde vivía su familia, donde había vivido toda su vida hasta que le ordenaron mudarse allí, a aquella ciudad de la que ni siquiera había oído hablar, era ahorrar el dinero suficiente para sobornar a los agentes. Al no tener ningún amigo importante o poderoso que le autorizase el traslado, necesitaba aquel oro.
Él dio un golpecito en su vaso y pronunció su primera palabra.
—Bebe.
—Primero págame. Luego puedes decirme lo que quieres que haga. Ésa es la norma. La única norma.
El rostro de aquel hombre tembló, como si ella hubiera arrojado una piedra a la superficie de su gesto. Por un instante pudo ver que bajo su aspecto soso y rechoncho había algo desagradable, algo que le impulsaba a mirar para otro lado. Pero el oro hacía que siguiese mirándolo. La hacía quedarse en su sitio. Se sacó la pepita del bolsillo y se la ofreció. Cuando ella estiró la mano y la cogió de su palma sudorosa, él cerró la mano y la agarró de los dedos. No le dolía, pero no la soltaba. Podía rendirse o sacar la mano sin el oro. Imaginó lo que se esperaba de ella y sonrió y rió como una niñita indefensa, aflojando el brazo. Él la soltó. Ella cogió la pepita y la miró. Tenía forma de diente. Miró a aquel hombre.
—¿De dónde la has sacado?
—Cuando las cosas se ponen feas, la gente vende lo que sea.
Él sonrió. Ella se sintió asqueada. ¿Qué clase de moneda era ésa? Él dio un golpecito al vaso de vodka. Aquel diente era su billete para escapar de allí. Se terminó la copa.
Ilinaya se detuvo.
—¿Trabajas en el aserradero?
Ella sabía que por allí no había más casas que las de los trabajadores del aserradero. Él no se molestó en contestar.
—Oye, ¿adónde vamos?
—Ya casi hemos llegado.
La llevó hasta la estación de ferrocarril que había a las afueras de la ciudad. Aunque era nueva, estaba en uno de los distritos más viejos, formado por cabañas de una sola habitación con tejados de uralita y delgadas paredes de madera, alineadas una junto a otra en calles que apestaban a alcantarilla. Aquellas cabañas pertenecían a los trabajadores del aserradero, que vivían seis o siete en cada habitación. Y eso no era lo más apropiado para lo que tenían en mente.
Hacía mucho frío. Ilinaya estaba recuperando la sobriedad. Sentía cansancio en las piernas.
—Es tu tiempo. Con este oro tienes derecho a una hora. Eso es lo que hemos acordado. Si descuentas el tiempo que necesito para volver al restaurante, te quedan veinte minutos.
—Está justo detrás de la estación.
—Ahí detrás sólo hay bosque.
—Ya verás.
Siguió caminando hasta llegar a un lado de la estación, y allí señaló a la oscuridad. Ella se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y lo alcanzó. Forzó la vista hacia donde él señalaba. Lo único que veía eran las líneas del tren que desaparecían en el bosque.
—¿Qué estamos mirando?
—Allí.
Señalaba a una pequeña cabaña de madera que había a un lado de la vía del tren, no muy lejos de donde comenzaba el bosque.
—Soy ingeniero. Trabajo en las vías del tren. Es una cabina de mantenimiento. Allí tendremos mucha intimidad.
—En una habitación tendríamos mucha intimidad.
—No puedo llevarte al sitio en el que estoy ahora mismo.
—Conozco algunos sitios a los que podríamos haber ido.
—Es mejor así.
—Para mí no lo es.
—Sólo había una regla. Yo te pago y tú obedeces. O me devuelves el oro o haces lo que te diga.
Aquello no tenía nada de bueno a excepción del oro. Él extendió la mano, esperando que se lo devolviera. No parecía enfadado ni defraudado ni impaciente. Ilinaya pensó que aquella indiferencia era tranquilizadora. Echó a andar hacia la cabaña.
—Una vez dentro tienes diez minutos, ¿de acuerdo?
No hubo respuesta. Se lo tomó como un sí.
La cabaña estaba cerrada con llave, pero él tenía un manojo de llaves, y después de buscar la que necesitaba, intentó abrir.
—Está congelada.
Ella no respondió. Miró hacia un lado y suspiró para hacer ver su enfado. Una cosa era el secretismo, y ella ya había pensado que podía estar casado. Pero si no vivía en la ciudad, no podía entender qué problema tenía. A lo mejor estaba alojado en casa de unos familiares o unos amigos; quizá fuera un importante miembro del Partido. Le traía sin cuidado. Lo único que quería era que pasaran diez minutos.
Él se agachó, colocó las manos alrededor de la cerradura y sopló. La llave entró y la puerta se abrió. Ella se quedó fuera. Si no había luz, no había trato y se quedaría el oro, ¡faltaría más! Ya le había concedido demasiado tiempo a aquel tipo. Si quería malgastarlo con una expedición a ninguna parte, era cosa suya.
Él entró en la cabaña y desapareció en la oscuridad. Ella escuchó el sonido de una cerilla. La luz resplandeció desde el centro de un quinqué. Él subió la potencia y colgó el quinqué de un gancho torcido que salía del techo. Ella echó un vistazo al interior. La cabaña estaba llena de traviesas, de tornillos, pernos, herramientas y madera. Olía a alquitrán. Él se puso a despejar una de las mesas de trabajo. Ella se rió.
—Se me va a llenar el culo de astillas.
Sorprendentemente él se ruborizó. Entonces cogió su abrigo y lo echó sobre la superficie de trabajo. Ella entró.
—Todo un caballero…
En una situación normal ella se habría quitado el abrigo; quizá se hubiera sentado en la cama y habría empezado a desenrollarse la media; habría hecho un pequeño numerito. Pero si no había cama ni calefacción, lo único que estaba dispuesta a hacer era dejarle que le levantase el vestido. El resto no se lo quitaría.
—Espero que no te importe que no me quite la chaqueta.
Cerró la puerta, aunque no pensó que aquello influyera demasiado en la temperatura, pues dentro hacía prácticamente el mismo frío que fuera. Se dio la vuelta.
Él estaba mucho más cerca de lo que recordaba. Pudo ver algo metálico que venía hacia ella; no tuvo tiempo de saber lo que era. Aquel objeto la alcanzó en un lado de la cara. El dolor le recorrió todo el cuerpo desde el punto de impacto hasta la médula y las piernas. Perdió la fuerza en los músculos; las piernas se le quedaron muertas, como si le hubieran partido los tendones. Se cayó contra la puerta. La vista se le volvió borrosa, sintió calor en la cara y notó que tenía sangre en la boca. Iba a desmayarse, a perder el conocimiento, pero luchó contra ello, intentando por todos los medios permanecer despierta. Se concentró en la voz de aquel hombre.
—Harás exactamente lo que yo te diga.
¿Sería suficiente con la sumisión? Notó cómo los trocitos de un diente roto se le clavaban en la encía y se dio cuenta de que no. No quería creer en su misericordia. Si iba a morir en una ciudad que odiaba, una ciudad a la que la habían enviado a la fuerza por medio de una orden judicial del Estado, a mil setecientos kilómetros de su familia, entonces moriría sacándole los ojos a aquel hijo de puta.
Él la sujetó por los brazos. Sin duda esperaba que hubiera desaparecido cualquier conato de resistencia. Ella le escupió un gargajo de sangre y flema en los ojos.
Aquello debió de sorprenderlo, porque la soltó. Ella sintió la puerta tras de sí y empujó. La puerta se abrió y ella cayó sobre la nieve, de espaldas, y se quedó boca arriba, mirando al cielo. Él intentó cogerla por los pies. Ella pateaba frenéticamente, intentaba alejarse de él. El hombre consiguió agarrarle un pie y la volvió a arrastrar hacia el interior de la cabaña. Ella se concentró y apuntó: le dio con el tacón en la mandíbula. Fue un buen golpe: le volvió la cara. Pudo escuchar cómo gritaba. Él dejó de sujetarla. Ella se dio la vuelta, se levantó y salió corriendo.
Iba tambaleándose, no veía nada. Tardó un par de segundos en darse cuenta de que había salido corriendo de la cabaña, se había alejado de la ciudad y de la estación y se había metido en las vías del tren. El instinto le había hecho huir de él. El instinto le había fallado. Estaba huyendo de los lugares seguros. Miró a su espalda. Él venía detrás. O seguía en aquella dirección o volvía y se lo encontraba de frente. No podía rodearlo. Intentó gritar, pero tenía la boca llena de sangre. Se atragantó y escupió.
Tuvo que detenerse y él acortó las distancias. Cada vez estaba más cerca.
De pronto el suelo empezó a temblar. Ella alzó la vista. Se aproximaba un tren de mercancías. De su cabeza de hierro salía una nube de humo que se acercaba a ellos a toda velocidad. Ella levantó los brazos, haciendo señales. Pero aunque el maquinista la hubiera visto, era imposible detenerse cuando quedaban menos de quinientos metros para alcanzarlos. Sólo quedaban unos segundos para la colisión. Pero ella no se apartó de las vías; siguió avanzando hacia el tren, empeñada en tirarse justo cuando la alcanzase. No parecía que estuviera aminorando. No se escuchaba el rechinar de los frenos metálicos; no se escuchaba ningún silbato. Estaba tan cerca que las vibraciones casi hacían que le temblasen los pies.
El tren estaba a punto de arrollarla. Se tiró a un lado, a la nieve que había junto a las vías. La locomotora y los vagones pasaron a su lado, rugiendo, haciendo caer la nieve de los árboles más cercanos.
Sin aliento, miró a su espalda, con la esperanza de que hubieran arrollado a su perseguidor, que hubiera muerto aplastado o que se hubiera quedado atrapado al otro lado de la vía. Pero él había mantenido la calma. Había saltado al mismo lado y ahora estaba tirado en la nieve. Se levantó y se acercó a ella, tambaleándose.
Ella escupió la sangre que tenía en la boca y gritó. Desesperada, pidió ayuda. Era un tren de mercancías, no había nadie que pudiera verla u oírla. Se levantó y salió corriendo hasta llegar al bosque, sin detenerse, rompiendo las ramas que encontraba a su paso. Había pensado en dar un rodeo y volver a las vías en dirección a la ciudad. No podía esconderse allí: él estaba demasiado cerca, la luz de la luna era demasiado clara. Aunque sabía que era mejor concentrarse en correr, cayó en la tentación. Tenía que mirar. Tenía que saber dónde estaba él. Se dio la vuelta.
Había desaparecido. No podía verlo. El tren seguía tronando a sus espaldas. Debía de haberlo perdido de vista al entrar en el bosque. Cambió de dirección y empezó a correr hacia la ciudad, hacia un lugar en el que estaría a salvo.
Él salió de detrás de un árbol y la agarró por la cintura. Cayeron sobre la nieve. Él estaba encima. Le arrancó la chaqueta. Gritaba. Ella no podía escuchar lo que decía por el ruido del tren. Lo único que podía ver eran sus dientes y su lengua. Entonces se acordó: estaba preparada para un momento como ése. Se metió la mano en el bolsillo del abrigo y buscó un cincel que había robado del trabajo. Ya lo había usado antes, pero sólo para amenazar, para demostrar que podía luchar si hacía falta. Agarró el mango de madera. Al menos tendría una oportunidad. Cuando él le metió la mano por el vestido, ella le clavó la punta metálica en la cabeza. Él se echó hacia atrás y se llevó la mano a la oreja. Debería habérselo clavado una vez más, y otra; debería haberlo matado, pero el deseo de escapar era demasiado fuerte. Empezó a moverse hacia atrás, a cuatro patas, como un insecto, con el cincel sangriento todavía en la mano.
Él cayó con las manos sobre la nieve y se arrastró tras ella. Una parte del lóbulo le colgaba de un trocito de piel. Tenía el rostro retorcido por la ira. Intentó cogerla de los talones. A duras penas ella se las arregló para mantenerse fuera de su alcance, alejándose de él. Entonces se dio de espaldas contra el tronco de un árbol. Al no poder seguir avanzando, él la alcanzó. La agarró del tobillo. Ella le intentó clavar el cincel en la mano. Él la cogió de la muñeca y tiró. Se encontraron cara a cara y ella se acercó, intentando morderle la nariz. Con la mano que le quedaba libre él la cogió del cuello y apretó. La mantuvo alejada. Ella intentaba gritar, intentaba soltarse, pero la sujetaba con demasiada fuerza. Se ahogaba. Se echó hacia un lado. Ambos empezaron a rodar por la nieve.
Inexplicablemente él la dejó, le soltó el cuello. Ella tosió y recobró el aliento. Él seguía encima de ella, la tenía inmovilizada, pero no la miraba. Otra cosa llamaba su atención, algo que estaba a un lado. Ella volvió la cabeza.
Hundido en la nieve, junto a ellos, yacía el cuerpo desnudo de una niña. Tenía la piel clara, casi translúcida, y el pelo rubio, casi blanco. Su boca estaba abierta de par en par y llena de barro. Sobresalía de sus delgados labios azules. No parecía que tuviera ninguna herida en los brazos ni en las piernas ni en la cara. Estaba cubierta por una capa de nieve que habían removido al rodar hasta allí. Le habían destrozado el abdomen. Le habían sacado las tripas, se las habían destrozado, desgarrado. Faltaba casi toda la piel. Se la habían cortado o pelado, como si una manada de lobos se hubiera ensañado con su cadáver.
Ilinaya miró a su perseguidor. Parecía haberse olvidado de ella. Miraba el cuerpo de la niña. Empezó a tener arcadas, se retorció y vomitó. Sin pensarlo, ella le puso una mano en la espalda, para consolarlo. De repente se acordó de quién era aquel hombre y lo que le había hecho, y apartó la mano. Se levantó y echó a correr. Esta vez su instinto no la defraudó. Salió del bosque y corrió hasta la estación. No tenía ni idea de si él la seguía o no. Esta vez no gritó, no dejó de correr y no volvió la vista atrás.