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20 de febrero

Leo no podía dormir. Estaba en la cama, despierto, mirando al techo y escuchando la lenta respiración de su mujer, que tenía la espalda pegada contra él, no de forma deliberada e íntima, sino por una serie de movimientos fortuitos. Se movía mucho cuando dormía. ¿Era ésa razón suficiente para denunciarla? Él sabía que sí. Sabía cómo podía redactarlo:

Incapaz de descansar tranquila, preocupada por sus sueños: a mi mujer le atormenta claramente un secreto.

Podía delegar la responsabilidad de la investigación en otra persona. Podía engañarse a sí mismo y decirse que prefería dejarlo a juicio de otro. Él era demasiado cercano, estaba demasiado unido. Pero una investigación así sólo llegaría a una conclusión. El caso estaba abierto. Nadie más podría oponerse a la presunción de culpabilidad.

Leo se levantó de la cama y se situó junto a la ventana del dormitorio, desde la que no se veía la ciudad, sino el bloque de apartamentos de enfrente. Una pared con ventanas en la que sólo había encendidas tres luces, tres de mil, aproximadamente, y él se preguntó qué era lo que preocupaba a los habitantes, qué era lo que les impedía dormir. Notó una extraña sensación de compañerismo con aquellos tres cuadrados de pálida luz amarilla. Eran las cuatro de la mañana, la hora del arresto: el mejor momento para detener a alguien, para cogerle durmiendo. Eran vulnerables, estaban desorientados. A menudo se utilizaban en los interrogatorios los comentarios poco precavidos que se hacían cuando los agentes allanaban sus casas. No era fácil ser prudente cuando arrastraban a tu mujer por el suelo, agarrándola del pelo. ¿Cuántas puertas había abierto Leo con la suela de su bota? ¿Cuántas veces había visto cómo sacaban de la cama a una pareja, les apuntaban con linternas en los ojos y se las metían por los pijamas? ¿Cuántas veces había escuchado reírse a un agente al ver los genitales de alguien? ¿A cuánta gente había sacado de la cama? ¿Cuántos apartamentos había destrozado? ¿Y los niños a los que había sujetado mientras se llevaban a sus padres? No se acordaba. Lo había borrado: los nombres, las caras. Le venía bien tener una memoria confusa. ¿Había querido él que así fuera? ¿Acaso no había tomado anfetaminas, no para trabajar muchas horas, sino para erosionar los recuerdos de ese trabajo?

Había un chiste, bastante popular entre los agentes, que podían contar con impunidad. Un hombre y su mujer duermen en la cama y de pronto les despiertan unos fuertes golpes en la puerta. Temiendo lo peor, se despiden y se besan.

Te quiero, esposo. Te quiero, esposa.

Después de despedirse abren la puerta. Frente a ellos encuentran a un vecino frenético, un pasillo lleno de humo y llamaradas que alcanzan el techo. El hombre y su esposa sonríen aliviados y dan las gracias a Dios: no es más que el edificio, que está en llamas. Leo había escuchado variaciones de aquel chiste. En vez de un incendio, ladrones armados; en vez de ladrones armados, un médico que les tiene que comunicar una noticia terrible. Antaño se había reído; confiaba en que algo así nunca le sucedería a él.

Su mujer estaba embarazada. ¿Cambiaba eso algo? Tal vez cambiara la actitud de sus superiores respecto a Raisa. Nunca les había gustado. No le había dado ningún hijo a Leo. En aquellos tiempos se esperaba, se exigía que las parejas tuvieran hijos. Después de los millones de muertes que se habían producido en la guerra, los hijos eran una obligación social. ¿Por qué Raisa no se había quedado embarazada? La pregunta había ensombrecido su matrimonio. La única conclusión posible era que le pasaba algo. Recientemente la presión había aumentado: las preguntas eran cada vez más frecuentes. Raisa visitaba con regularidad a un médico para tratar el problema. Sus relaciones sexuales eran pragmáticas, motivadas por presiones externas. A Leo no se le escapaba lo irónico de la situación: ahora que sus superiores tenían lo que querían —que Raisa se quedase embarazada—, la querían ver muerta. Quizá podría mencionar que estaba encinta. Desechó la idea. Un traidor era un traidor; no había circunstancias exculpatorias.

Leo se duchó. El agua estaba fría. Se vistió y se preparó un desayuno a base de avena. No tenía ganas de comer y se quedó mirando cómo se endurecían los cereales en el cuenco. Raisa entró en la cocina, se sentó y, soñolienta, se frotó los ojos. Él se levantó. Mientras esperaban a que se calentase la avena ninguno de los dos pronunció una palabra. Él colocó un cuenco frente a su mujer. Ella no dijo nada. Él preparó un vaso de té poco fuerte y lo dejó en la mesa, junto al tarro de mermelada.

—Intentaré llegar a casa un poco antes.

—No tienes que cambiar tus costumbres por mí.

—Lo intentaré de todas formas.

—Leo, no tienes que cambiar tus costumbres por mí.

Leo cerró la puerta tras de sí. Estaba amaneciendo. Desde el borde del pasadizo podía ver cómo, cientos de metros más abajo, la gente esperaba al tranvía. Se dirigió al ascensor. En cuanto llegó, pulsó el botón del último piso. En el piso treinta, el último, salió y caminó por el pasaje que llevaba hasta la puerta de servicio con el cartel que decía NO PASAR. Hacía tiempo que habían reventado la cerradura. Llevaba a unas escaleras, que a su vez conducían al tejado. Había estado allí antes, cuando se mudaron. Al oeste podía verse la ciudad; al este, el comienzo de la campiña, donde Moscú se partía y dejaba paso a campos cubiertos de nieve. Cuatro años antes, al contemplar aquella vista, había pensado que era uno de los hombres más afortunados del mundo. Un héroe. Hasta tenía el recorte de periódico que lo demostraba. Tenía un trabajo importante y una mujer hermosa. Su fe en el Estado era incuestionable. ¿Acaso echaba de menos aquella sensación, una confianza absoluta y sin fisuras? Sí.

Volvió a coger el ascensor hasta el piso catorce y regresó a su apartamento. Raisa se había ido a trabajar. Su cuenco del desayuno estaba en la cocina, sin lavar. Se quitó la chaqueta y las botas, se frotó las manos y se dispuso a comenzar su búsqueda.

Leo había organizado y supervisado búsquedas en varias casas, apartamentos y oficinas. Los que trabajaban en el MGB se lo tomaban como una competición. Barrían los pisos con una exhaustividad extraordinaria, con la que los agentes demostraban su dedicación. Destrozaban objetos de valor, cortaban los retratos y las obras de arte de los marcos, desgarraban los libros y tiraban al suelo estanterías enteras. Aunque ésa era su casa y ésas sus cosas, Leo no tenía intención de buscar de distinta manera. Desgarró la ropa de cama, las almohadas y las sábanas, dio la vuelta al colchón y palpó con cuidado cada centímetro cuadrado, como un ciego que lee Braille. Se podían coser documentos de papel a un colchón, de modo que resultasen invisibles para el ojo. La única forma de encontrar aquellas pruebas era palpando. No encontró nada, así que pasó a las estanterías. Repasó todos los libros y comprobó que no hubiera metido nada en el interior de ninguno. Encontró cien rublos, poco menos del salario semanal. Miró el dinero y se preguntó de dónde vendría hasta que recordó que el libro era suyo y el dinero también: era un alijo secreto. Otro agente podría haber declarado que aquello era una prueba de que el dueño era un especulador. Leo volvió a poner el dinero en su sitio. Abrió los cajones y miró la ropa de Raisa, cuidadosamente doblada. Cogió cada prenda, la palpó y la sacudió antes de tirarla al suelo en un montón. Después de vaciar todos los cajones comprobó los lados y la parte de atrás de cada uno de ellos. No encontró nada, así que se dio la vuelta y examinó la habitación. Se pegó a las paredes y pasó los dedos por ellas para ver si detectaba el contorno de una caja fuerte o de un agujero. Descolgó el recorte enmarcado del periódico, la foto en la que aparecía él junto al tanque en llamas. Era curioso que recordase aquel momento en el que estaba rodeado de muerte como un pasado mejor. Quitó el marco y el trozo del periódico cayó al suelo. Volvió a colocarlo en el marco y dio la vuelta a la cama, apoyándola contra la pared. Se puso de rodillas. Los tablones del suelo estaban firmemente atornillados. Cogió un destornillador de la cocina y sacó todos y cada uno de los tablones. Debajo no había nada más que polvo y cañerías.

Entró en la cocina y se lavó las manos. Por fin había agua caliente. Dedicó un momento a pasarse una y otra vez la pequeña pastilla de jabón. Siguió frotándose aun cuando había desaparecido toda la suciedad. ¿Qué era lo que intentaba quitarse de las manos? No era la traición. No le interesaban las metáforas. Se lavaba las manos porque estaban sucias. Estaba investigando su apartamento porque era su deber. No tenía que pensar tanto.

Alguien llamó a la puerta. Se enjuagó las manos, que estaban llenas de trozos de jabón color crema desde las muñecas hasta los codos. Escuchó que llamaban por segunda vez. Salió al pasillo con el agua goteándole de los brazos y preguntó:

—¿Quién es?

—Vasili.

Leo cerró los ojos y sintió que el corazón se le aceleraba. Intentó controlar la sensación de ira. Vasili volvió a llamar. Leo se acercó y abrió la puerta. Vasili venía acompañado de dos hombres. El primero era un joven agente al que Leo no reconoció. Tenía unos rasgos suaves y una piel pálida como el papel. Miraba a Leo con ojos inexpresivos, como dos canicas de vidrio incrustadas en una bola de masa. El segundo agente era Fiódor Andréyev. Vasili había seleccionado cuidadosamente a aquellos hombres. El de la piel clara era su protector, era fuerte y sin duda tenía buena puntería o era rápido con el cuchillo. Había traído a Fiódor por despecho.

—¿Qué sucede?

—Hemos venido a ayudarte. Nos envía el mayor Kuzmín.

—Gracias, pero tengo la investigación bajo control.

—Estoy seguro. Estamos aquí para asistirte.

—Gracias, pero no hace falta.

—Vamos, Leo. Hemos recorrido un largo camino. Y hace frío aquí fuera.

Leo se echó a un lado y les dejó pasar.

Ninguno de los tres se quitó las botas, cubiertas de hielo. Las suelas soltaban trozos que se derretían sobre la moqueta. Leo cerró la puerta. Sabía que Vasili había venido a provocar. Quería que Leo perdiese los nervios. Quería discutir con él, que soltase algún comentario imprudente, algo para sustentar su causa.

Leo ofreció té a sus invitados, o vodka si lo preferían. Todo el mundo conocía la debilidad de Vasili por la bebida, pero ése se consideraba el menor de sus vicios, si es que lo era. Rechazó la oferta de Leo con un gesto de la mano y echó un vistazo al dormitorio.

—¿Qué has encontrado?

Vasili no esperó una respuesta y entró en la habitación. Se quedó mirando el colchón volteado.

—Ni siquiera lo has abierto.

Se agachó y sacó su cuchillo, dispuesto a abrir el colchón. Leo lo agarró de la mano.

—Hay una forma de buscar cosas que hayan sido cosidas al tejido. No hace falta cortar.

—¿Así que piensas dejarlo todo tal y como estaba?

—Exacto.

—¿Sigues pensando que tu mujer es inocente?

—No he encontrado nada que demuestre lo contrario.

—¿Quieres que te dé un consejo? Búscate otra mujer. Raisa es preciosa. Pero hay muchas mujeres preciosas. Quizá estarías mejor con una que no lo fuera tanto.

Vasili rebuscó en el bolsillo y sacó un montón de fotografías dobladas que entregó a Leo. Eran instantáneas de Raisa en el exterior de la escuela con Iván, el profesor de literatura.

—Se lo está follando, Leo. Te ha traicionado a ti y también al Estado.

—Esas fotos han sido tomadas frente a la escuela. Ambos son profesores. Por supuesto que se les puede fotografiar juntos. Eso no demuestra nada.

—¿Sabes cómo se llama?

—Iván, creo.

—Hace tiempo que lo vigilamos.

—Vigilamos a mucha gente.

—¿Acaso es también amigo tuyo?

—Nunca me lo han presentado. Nunca he hablado con él.

Al ver el montón de ropa en el suelo, Vasili se agachó y cogió unas bragas de Raisa. Las frotó con los dedos, haciendo una bola con ellas, y se las colocó bajo la nariz, sin apartar en ningún momento la vista de Leo. En lugar de sentir ira ante aquella provocación, Leo miró a su segundo como nunca lo había hecho. ¿Quién era exactamente aquel hombre que tanto lo odiaba? ¿Era envidia profesional o simple ambición? Al verlo en aquel momento, mientras olisqueaba la ropa de Raisa, Leo se dio cuenta de que en aquel odio había algo personal.

—¿Puedo echar un vistazo al resto de tu apartamento?

Leo, que se temía alguna trampa, contestó:

—Te acompañaré.

—No, prefiero hacerlo solo.

Leo asintió. Vasili empezó.

Leo, que apenas podía respirar, pues la ira le ahogaba la garganta, se quedó mirando la cama. Le sorprendió escuchar una voz suave a su lado. Era Fiódor.

—Tú harías lo mismo. Rebuscarías entre la ropa de tu mujer, le darías la vuelta a la cama, arrancarías los tablones del suelo…, destrozarías tu propia vida.

—Todos tenemos que estar preparados para que se nos investigue. El Generalísimo Stalin…

—Eso ya lo he oído. Nuestro Líder llegó a decir que hasta podrían investigar su apartamento si era necesario.

—No es que nos puedan investigar a todos, es que nos deben investigar a todos.

—Y, sin embargo, ¿tú no pudiste investigar la muerte de mi hijo? ¿Eres capaz de investigar a tu mujer, a ti mismo, a tus amigos, a tus vecinos, pero no eres capaz de echarle un vistazo a su cuerpo? ¿No podías tomarte un momento para ver cómo le había abierto el estómago, ni para ver la tierra que le habían metido en la boca?

Fiódor estaba tranquilo: su voz sonaba suave. Su ira ya no era algo crudo. Se había convertido en hielo. Podía hablar con Leo de aquella manera —abierta, franca— porque sabía que Leo ya no era una amenaza.

—Fiódor, tú tampoco viste su cuerpo.

—Hablé con el anciano que encontró el cadáver. Me dijo lo que vio. Yo vi el espanto en su mirada. Hablé con los testigos, con la mujer que se marchó, asustada, al verte a ti. Un hombre llevaba a mi hijo de la mano, hacia las vías. Ella le vio la cara. Podía describirlo. Pero nadie quiere hablar. Y ahora ella también tiene miedo. A mi hijo lo asesinaron, Leo. La milicia se encargó de que todos los testigos cambiasen sus testimonios. Contaba con eso. Pero tú eras mi amigo. Y viniste a mi casa y le dijiste a mi familia que mantuviera la boca cerrada. Amenazaste a una familia que estaba de luto. Nos leíste un cuento y nos dijiste que nos aprendiéramos de memoria todas aquellas mentiras. En vez de investigar a la persona que mató a mi hijo, investigaste el funeral.

—Fiódor, intentaba ayudarte.

—Te creo. Nos estabas explicando cuál era la forma de sobrevivir.

—Eso es.

—Y en cierto modo te estoy agradecido. De otra manera, el hombre que asesinó a mi hijo podría haberme asesinado también a mí y a mi familia. Por eso estoy aquí. No para regocijarme, sino para devolverte el favor. Vasili tiene razón. Tienes que sacrificar a tu mujer. Denúnciala y te salvarás. Raisa es una espía, eso ya está decidido. He leído la confesión de Anatoli Brodski. Está escrita con la misma tinta negra que el informe sobre el incidente de mi hijo.

No, Fiódor se equivocaba. Estaba furioso. Leo se repitió que su objetivo era sencillo: debía investigar a su mujer e informar de lo que encontrase. Su mujer era inocente.

—Estoy convencido de que las afirmaciones del traidor respecto a mi mujer son fruto de la venganza y nada más. Hasta ahora mi investigación lo demuestra.

Vasili había vuelto a la habitación. Era imposible saber qué partes de la conversación había escuchado. Respondió.

—La diferencia es que las otras seis personas de la lista han sido arrestadas. Y las seis han confesado ya. La información que nos proporcionó Anatoli Brodski ha resultado ser de un valor incalculable.

—En ese caso, me alegro de poder decir que fui yo quien lo detuvo.

—Una persona culpable de espionaje nos dio su nombre.

—He leído su confesión. El nombre de Raisa es el último de la lista.

—No nos dio los nombres por orden de importancia.

—Creo que lo añadió como venganza. Creo que su intención era hacerme daño a mí. No creo que eso vaya a engañar a nadie, es un truco obvio y desesperado. Puedes ayudarme en mi búsqueda si quieres, si eso es a lo que has venido. Como puedes ver… —Leo señaló los tablones arrancados—. He sido exhaustivo.

—Entrégala, Leo. Tienes que ser realista. Por una parte tienes tu carrera, a tus padres…; por otra tienes a una traidora, a una puta.

Leo miró a Fiódor. Su rostro no mostraba señal alguna de satisfacción, de que estuviera disfrutando maliciosamente. Vasili prosiguió:

—Sabes que es una puta. Por eso hiciste que la siguieran en el pasado.

La ira de Leo dio paso a la sorpresa. Lo sabían. Lo habían sabido siempre.

—¿Pensabas que era un secreto? Lo sabemos todos. Denúnciala, Leo. Acaba con esto. Acaba con las dudas; acaba con las preguntas que te atormentan en el fondo de tu mente. Entrégala. Después nos iremos a beber juntos. Cuando acabe la noche tendrás otra mujer.

—Mañana informaré de lo que encuentre. Si Raisa es una traidora, lo diré. Si no lo es, diré que no lo es.

—Entonces te deseo suerte, camarada. Si sobrevives a este escándalo, algún día dirigirás el MGB. Estoy seguro. Y será un honor trabajar a tus órdenes.

En la puerta, Vasili se dio la vuelta:

—Recuerda lo que te he dicho. Tu vida y la de tus padres dependen de la suya. No es una decisión difícil. Leo cerró la puerta.

Escuchó cómo se marchaban. Notó que le temblaban las manos. Volvió al dormitorio y examinó el destrozo. Volvió a colocar los tablones en su sitio y los atornilló de nuevo. Hizo la cama y alisó cuidadosamente las sábanas para arrugarlas un poco después, intentando dejarlas como las había encontrado. Volvió a poner en su sitio toda la ropa de Raisa, la dobló y la amontonó. Sabía que no podía recordar con exactitud el orden en que la había sacado. Tendría que bastar con una aproximación.

Cuando levantó una camisa de algodón cayó de ella un objeto pequeño que le dio en el pie y después rodó por el suelo. Leo se agachó y lo recogió. Era una moneda de cobre de un rublo. La tiró sobre la mesilla de noche. Al chocar contra ésta, la moneda se partió en dos y las mitades rodaron a ambos lados. Perplejo, se acercó a la mesilla. Se arrodilló y recogió las dos mitades. La mitad de una de ellas tenía un hueco. Si se unían, parecía una moneda normal. Leo había visto algo así antes. Era un ingenio para esconder microfilms.