El mismo día
El ascensor se paró en el quinto piso, el último, las puertas se abrieron y Leo salió a un estrecho pasillo. Olía a comida. Eran las siete de la tarde, la hora en la que muchas familias tomaban uzhin, la última comida del día. Mientras pasaba junto a los apartamentos pudo escuchar el sonido de los preparativos para la cena a través de las delgadas puertas de contrachapado. Cuanto más se acercaba al apartamento de sus padres, más cansado se encontraba. Había pasado horas cruzando la ciudad de un sitio a otro. Tras deshacerse del agente que lo seguía en la estación de Teatrálnaya había vuelto a casa, al apartamento 124, había encendido las luces y la radio y había corrido las cortinas, una precaución necesaria aunque vivieran en el piso catorce. Había vuelto a salir, tomando un camino deliberadamente enrevesado hasta llegar al metro, y había regresado a la ciudad. No se había cambiado de ropa y lo lamentaba. Le había llegado a resultar desagradable; su camisa, empapada en sudor, se había secado y se le había pegado a la espalda. Estaba seguro de que apestaba, aunque no podía olerlo. A sus padres no les importaría. Estarían demasiado asombrados por el hecho de que les fuera a pedir ayuda, algo que no había hecho en mucho tiempo.
La balanza de su relación había cambiado: ahora él les ayudaba a ellos mucho más de lo que ellos lo ayudaban a él. A Leo le gustaba que así fuera. Disfrutaba sabiendo que podía conseguirles tareas más sencillas en sus lugares de trabajo. Sólo hizo falta una educada petición para que nombraran a su padre capataz de la fábrica de munición, abandonando así la cadena de montaje. Su madre, que se pasaba el día cosiendo paracaídas, había recibido un ascenso similar. Les había facilitado la provisión de alimentos: ya no tenían que esperar colas de varias horas para comprar cosas básicas como el pan o el trigo; ahora tenían acceso a los spetztorgi, las tiendas especiales no aptas para el público general. En aquellas tiendas restringidas había exóticos lujos como pescado fresco, azafrán y hasta tabletas de chocolate negro auténtico en lugar de aquel sintético que sustituía el cacao por una mezcla de centeno, cebada, trigo y guisantes. Si algún vecino les causaba problemas, dejaba de hacerlo bien pronto. No había ningún tipo de violencia ni amenazas directas; sólo se daba a entender que estaban tratando con una familia con mejores contactos que la suya.
Aquel apartamento que había conseguido para ellos se hallaba en una agradable zona residencial al norte de la ciudad. Era un bloque bajo en el que cada apartamento podía presumir de tener baño privado y un balcón propio desde el que se veía una pequeña parcela de hierba y una carretera tranquila. No lo compartían con nadie: algo extraordinario en aquella ciudad. Tras cincuenta años de penurias por fin podían disfrutar de una vida privilegiada, cosa que sus padres valoraban enormemente. Se habían vuelto adictos al confort. Y todo ello dependía de un hilo que era la carrera de Leo.
Leo llamó a la puerta. Cuando su madre, Anna, la abrió, pareció sorprendida. Aquella sorpresa, que la dejó sin habla durante unos instantes, pronto desapareció. Se acercó a él y lo abrazó mientras hablaba emocionada.
—¿Por qué no nos dijiste que venías? Hemos sabido que estuviste enfermo. Fuimos a verte, pero estabas dormido. Raisa nos recibió. Te vimos, yo incluso te cogí de la mano, pero no podíamos hacer nada. Necesitabas descansar. Dormías como un niño.
—Raisa me dijo que viniera. Gracias por la fruta; las naranjas y los limones.
—Nosotros no llevamos ninguna fruta. Al menos, que yo recuerde. Me estoy haciendo mayor. ¡A lo mejor sí que la llevamos!
Su padre, Stepán, que había escuchado la conversación, salió de la cocina, dándole a su esposa un suave golpecito con el codo. Últimamente había engordado un poco. Los dos habían engordado un poco. Tenían buen aspecto.
Stepán abrazó a su hijo.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí, mucho mejor.
—Me alegro. Estábamos preocupados por ti.
—¿Qué tal tu espalda?
—Hace tiempo que no me duele. Una de las ventajas del trabajo administrativo es que lo único que tengo que hacer es supervisar cómo los demás hacen el trabajo duro. Me paseo por ahí con un bolígrafo y un portapapeles.
—Deja de sentirte culpable. Ya trabajaste lo tuyo.
—Puede ser, pero la gente te mira de otra manera cuando ya no eres uno de ellos. Mis amigos ya no son tan amistosos. Si alguien llega tarde, yo soy el que tiene que informar. Afortunadamente nadie ha llegado tarde todavía.
Leo meditó acerca de aquellas palabras.
—¿Qué harías si llegasen tarde? ¿Informarías de ello?
—Sencillamente les digo cada día que no lleguen tarde.
No; en otras palabras, su padre no informaría de ello. Probablemente ya había hecho la vista gorda en un par de ocasiones. No era el mejor momento para advertirle de nada, pero era probable que alguien se acabara enterando de aquella generosidad.
En la cocina hervía un repollo en una olla llena de agua. Sus padres estaban preparando golubtsy, y Leo les dijo que siguieran; podían hablar en la cocina. Leo observó a su padre mezclar la carne picada (fresca, no seca, probablemente gracias al trabajo de Leo), las zanahorias recién ralladas (lo cual probablemente también era posible sólo gracias a él) y el arroz cocido. Su madre se puso a pelar las incoloras hojas de la col hervida. Sus padres sabían que había algún problema y esperaron, sin presionarle, a que Leo hablase. Se alegró de que estuvieran ocupados con la comida.
—Nunca hablamos mucho de mi trabajo. Y es bueno que así sea. Ha habido ocasiones en que mi trabajo me ha resultado complicado. He hecho cosas de las que no me enorgullezco, pero que siempre fueron necesarias.
Leo hizo una pausa, intentó pensar en cómo explicarse. Preguntó:
—¿Han arrestado a alguien que conozcáis?
La pregunta era extraña, Leo se dio cuenta. Stepán y Anna se miraron el uno al otro antes de seguir preparando la comida. Seguramente se alegraban de tener algo entre las manos. Anna se encogió de hombros.
—Todo el mundo tiene algún conocido que ha sido arrestado. Pero no hacemos preguntas. Me digo a mí misma: tus agentes son los que tienen las pruebas. Y sólo conozco lo que veo de la gente, y es muy fácil aparentar ser bueno, normal y leal. Tu trabajo consiste en ver más allá. Sabes qué es lo mejor para tu país. No es la gente como nosotros quien debe juzgar eso. Leo asintió y añadió:
—Este país tiene muchos enemigos. Mucha gente odia nuestra Revolución en todo el mundo. Debemos protegerla. Desgraciadamente a veces incluso de nosotros mismos.
Hizo una pausa. No había venido para recitar la retórica del Estado. Sus padres dejaron de hacer lo que estaban haciendo y miraron a su hijo, con los dedos pringosos por los aceites de la mezcla.
—Ayer me pidieron que denunciase a Raisa. Mis superiores creen que es una traidora. Creen que es una espía que trabaja para una agencia extranjera. Me han ordenado que la investigue.
Una gota de aceite resbaló desde el dedo de Stepán al suelo. Se quedó mirando la gota de grasa y preguntó:
—¿Es una traidora?
—Padre, es una maestra de escuela. Trabaja. Vuelve a casa. Trabaja. Vuelve a casa.
—Entonces diles eso. ¿Tienen alguna prueba? ¿Por qué creen algo así?
—Tienen la confesión de un espía ejecutado. Él les dio su nombre. Aseguró que trabajaba con ella. Pero yo sé que esa confesión es mentira. Yo sé que en realidad ese espía era un simple veterinario. Cometimos un error al arrestarlo. Creo que su confesión es fruto de la invención de otro agente que quería implicarme. Sé que mi mujer es inocente. Todo esto no es más que una venganza.
Stepán se limpió las manos en el delantal de Anna.
—Diles la verdad. Haz que te escuchen. Denuncia a ese agente. Tienes un puesto con autoridad.
—Han aceptado esa confesión, sea cierta o falsa, como la verdad. Es un documento oficial y su nombre está ahí. Si defiendo a Raisa, estoy cuestionando la validez de un documento estatal. Si admiten que uno de ellos contiene errores, sería como admitir que todos los demás los tienen. No pueden volverse atrás. Las repercusiones serían tremendas. Significaría que todas las confesiones quedarían en entredicho.
—¿No puedes decir que ese espía, ese veterinario, estaba equivocado?
—Sí. Es lo que intento hacer. Pero si insisto en ello y no me creen, entonces no sólo la arrestarán a ella, sino que me arrestarán a mí también. Si ella es culpable y yo he asegurado que era inocente, entonces yo también soy culpable. Y eso no es todo. Ya sé cómo acaban estas cosas. Hay muchas posibilidades de que os detengan a vosotros también. Parte del código penal se centra en todos los familiares de un criminal. Somos culpables por asociación.
—¿Y si la denuncias?
—No sé.
—Sí lo sabes.
—Nosotros sobreviviríamos. Ella, no.
El agua todavía hervía sobre el fuego. Al fin Stepán habló.
—Estás aquí porque no sabes qué hacer. Estás aquí porque eres un buen hombre y quieres que te digamos qué es lo correcto, qué es lo decente. Quieres darnos el derecho a que te aconsejemos qué es lo correcto. ¿Y si les dijeras que se equivocan, que Raisa es inocente? ¿Y que tendríamos que aceptar las consecuencias?
—Sí.
Stepán asintió y miró a Anna. Al cabo de un momento añadió:
—Pero yo no puedo darte ese consejo. Y no estoy seguro de que creyeras que iba a dártelo. ¿Cómo podría hacerlo? Lo cierto es que quiero que mi mujer viva. Quiero que mi hijo viva. Y yo quiero vivir. Haría cualquier cosa para asegurarme de que así fuera. Tal y como yo lo veo, es una vida a cambio de tres. Lo siento. Sé que esperabas más de mí. Pero somos viejos, Leo. No sobreviviríamos en los gulags. Nos separarían. Moriríamos solos.
—Y si fuerais jóvenes, ¿cuál sería tu consejo?
Stepán asintió.
—Tienes razón. Mi consejo sería el mismo. Pero no te enfades conmigo. ¿Qué esperabas al venir aquí? ¿Esperabas que te dijéramos que vale, que no nos importa morir? ¿Y para qué servirían nuestras muertes? ¿Se salvaría tu mujer? ¿Seríais felices para siempre? Si fuese a ser así, no me importaría dar mi vida por los dos. Pero eso no es lo que sucedería. Lo único que sucedería es que moriríamos; moriríamos todos, los cuatro…, pero tú morirías sabiendo que has hecho lo correcto.
Leo miró a su madre. Su rostro estaba tan pálido como las hojas lacias de col que tenía en las manos. Parecía bastante tranquila. No contradijo a Stepán. Preguntó:
—¿Cuándo tienes que tomar una decisión?
—Tengo dos días para presentar alguna prueba. Entonces tendré que informar.
Sus padres siguieron preparando la cena, envolviendo el picadillo en las hojas de col y poniéndolas unas junto a otras en la bandeja del horno, como si se tratase de una hilera de gruesos pulgares cercenados. Nadie dijo nada hasta que se llenó la bandeja. Stepán preguntó:
—¿Vas a comer con nosotros?
Leo siguió a su madre hasta el salón y se fijó en que la mesa estaba puesta para tres.
—¿Esperáis a alguien?
—Esperamos a Raisa.
—¿Mi mujer?
—Va a venir a cenar. Cuando llamaste a la puerta pensamos que era ella.
Anna puso un cuarto plato en la mesa y se lo explicó.
—Viene casi todas las semanas. No quería que supieras lo sola que se siente cuando tiene que comer sin más compañía que la radio. Le hemos cogido mucho cariño.
Era cierto que Leo nunca volvía del trabajo a las siete. Stalin, que sufría de insomnio y no dormía más de cuatro horas cada noche, había implantado una cultura de largas jornadas laborales. Leo había oído que nadie podía marcharse del Politburó hasta que no se apagaran las luces del estudio de Stalin, lo que sucedía alrededor de la medianoche. Aunque aquella norma no solía aplicarse en la Lubianka, se esperaban unos niveles de dedicación similares. Pocos agentes trabajaban menos de diez horas al día, aunque algunas de aquellas horas las pasaran sin hacer nada en absoluto.
Se escuchó un golpe en la puerta. Stepán la abrió y la recibió en el pasillo. Estaba tan sorprendida como ellos de ver a Leo. Stepán se lo explicó:
—Estaba trabajando por la zona. Por una vez podemos comer juntos, como una familia.
Ella se quitó la chaqueta y Stepán se la cogió. Se acercó a Leo y lo miró de arriba abajo.
—¿De quién es esa ropa?
Leo echó un vistazo a los pantalones, a la camisa: aquella ropa de muerto.
—Las he cogido prestadas; del trabajo.
—Entonces será mejor que no haga más preguntas.
Raisa se acercó un poco más y le susurró al oído:
—La camisa huele mal.
Leo se fue al baño. En la puerta miró hacia atrás y observó cómo Raisa ayudaba a sus padres a poner la mesa.
Leo había crecido sin agua caliente en el grifo. Sus padres habían compartido el antiguo apartamento con el tío de su padre y la familia de éste. Sólo tenían dos dormitorios, uno por cada familia. El apartamento no disponía de servicio ni baño interior y los ocupantes del edificio tenían que usar un servicio exterior que no tenía agua caliente. Por las mañanas las colas eran largas, y en invierno la nieve les caía encima mientras esperaban. Un lavabo privado con agua caliente habría sido un lujo imposible, un sueño. Leo se quitó la camisa y se lavó. Cuanto terminó, abrió la puerta y le preguntó a su padre si podía prestarle una camisa. Aunque el cuerpo de su padre había sufrido los años de trabajo —tan encorvado y moldeado por la cadena de montaje como los proyectiles para tanques que había fabricado—, tenía más o menos una complexión parecida a la de su hijo: fuerte y con los hombros anchos y musculosos. La camisa no le quedaba mal del todo.
Una vez se hubo cambiado, Leo se sentó a comer. Mientras el golubtsy terminaba de hacerse en el horno tomaron zakuski, platos de pepinillos, ensalada de champiñones y, para cada uno, una fina loncha de lengua de ternera cocinada con mejorana que se dejaba enfriar en gelatina y se servía con rábano picante. Era un despliegue excepcionalmente caro. Leo no pudo evitar quedarse mirando, calculando el precio de cada plato. ¿Quién había pagado aquella mejorana con su muerte? ¿Habían comprado aquella loncha de lengua con la vida de Anatoli Brodski? Se sintió enfermo y dijo:
—Ahora entiendo por qué vienes todas las semanas. Raisa sonrió.
—Sí, me tienen malcriada. Les digo que bastaría con un poco de kasha, pero… Stepán intercedió:
—Es una excusa para malacostumbrarnos nosotros mismos.
Leo, intentando sonar despreocupado, dijo:
—¿Has venido directa desde el trabajo?
—Así es.
Era mentira. Había ido a algún sitio con Iván. Pero antes de que Leo pudiera darle más vueltas, ella rectificó.
—No es verdad. Normalmente vengo directa del trabajo. Pero esta noche tenía una cita, por eso he llegado un poco tarde.
—¿Una cita?
—Con el médico.
Raisa esbozó una sonrisa.
—Quería decírtelo cuando estuviéramos a solas, pero ya que ha surgido…
—¿Decirme qué?
Anna se levantó.
—¿Quieres que nos vayamos?
Leo hizo un gesto a su madre para que se sentara.
—Por favor. Somos familia. Nada de secretos.
—Estoy embarazada.