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El mismo día

Raisa se sentía aliviada de que el día tocara a su fin. Se había pasado las últimas ocho horas enseñando la misma lección a todos sus cursos. Normalmente enseñaba estudios políticos obligatorios, pero esta mañana había recibido instrucciones, remitidas a la escuela desde el Ministerio de Educación, en las que se le ordenaba que siguiera el plan de lección adjunto. Al parecer, aquellas instrucciones habían sido enviadas a todas las escuelas de Moscú y debían ponerse en práctica inmediatamente; se retomarían las clases normales al día siguiente. Las instrucciones estipulaban que debía pasar el día hablando con cada clase de lo mucho que Stalin quería a los niños de su país. El amor como tal era una lección política. No había un amor más importante que el amor del Líder y, por tanto, que el amor que uno sentía por el Líder. Como parte de ese amor, Stalin quería que se recordase a todos los niños, sin importar la edad, que había ciertas precauciones básicas que deberían formar parte de su vida cotidiana. No debían cruzar la carretera sin mirar dos veces, debían tener cuidado cuando viajaban en metro y, por último, y esto era algo en lo que había que insistir especialmente, no debían jugar en las vías del tren. En el último año habían sucedido varios trágicos accidentes en las vías. La seguridad de los niños del Estado era de la máxima importancia. Eran el futuro. Se habían realizado varias demostraciones algo ridículas. Cada clase había terminado con un breve cuestionario para asegurarse de que se había asimilado la información.

  1. ¿Quién te quiere más? Respuesta correcta: Stalin.
  2. ¿A quién quieres más? Respuesta correcta: Ver la anterior (registrar las respuestas equivocadas).
  3. ¿Qué es lo que no hay que hacer nunca? Respuesta correcta: jugar en las vías del tren.

Raisa no pudo sino suponer que la razón de este último edicto era que el Partido estaba preocupado por los niveles de población.

Por norma, sus clases eran agotadoras, quizá más que otras materias. Mientras que no era de esperar que los estudiantes aplaudieran ante la resolución de cada ecuación matemática, sí era normal que cada vez que hablaba del Generalísimo Stalin, el estado de la Unión Soviética o la idea de una revolución a escala mundial fuera recibida con aplausos. Los estudiantes eran competitivos, ninguno de ellos quería parecer menos entregado que el de al lado. Cada cinco minutos la clase se detenía en cuanto los alumnos se ponían de pie y daban pisotones en el suelo o golpeaban las mesas con el puño, y Raisa se veía obligada a levantarse y participar igualmente. Para evitar que le escocieran las manos aplaudía de tal manera que las palmas apenas se tocaban, planeando una sobre la otra en una imitación de entusiasmo. Al principio pensaba que los niños disfrutaban de aquel comportamiento escandaloso y aprovechaban cualquier oportunidad para interrumpir la clase. Finalmente se había dado cuenta de que no era así. Tenían miedo. Por eso mismo la disciplina no era nunca un problema. Rara vez levantaba la voz, y nunca tenía que proferir amenazas. Hasta los niños de seis años comprendían que había que respetar la autoridad; hablar cuando no era tu turno significaba jugarte la vida. La juventud no suponía protección alguna. La edad a partir de la cual un niño podía morir fusilado por sus crímenes, o por los crímenes de su padre, era de doce años. Ésa era una lección que a Raisa no le permitían enseñar.

A pesar de lo numerosas que eran las clases, que lo habrían sido todavía más de no ser porque la guerra había mermado la población, al principio siempre se marcaba el objetivo de recordar el nombre de cada estudiante. Tenía la intención de mostrar que se preocupaba por cada alumno de manera individual. Sin embargo, pronto percibió que su habilidad para recordar nombres era percibida con una peculiar intranquilidad. Era como si hubiera una amenaza implícita.

Si puedo recordar tu nombre, puedo denunciarte.

Aquellos niños habían aprendido ya el valor del anonimato, y Raisa se había dado cuenta de que preferían que les prestase la menor atención individual posible. Después de dos meses había dejado de llamarlos por sus nombres y había vuelto a señalar.

Y, sin embargo, en perspectiva, tenía pocos motivos para quejarse. La escuela en la que enseñaba, la Escuela de Secundaria 7 (un edificio rectangular elevado sobre gruesas columnas de cemento), era precisamente una de las joyas del sistema educativo del Estado. La habían fotografiado y publicitado mucho, e inaugurado nada menos que Nikita Kruschev, que había pronunciado un discurso en el nuevo gimnasio, cuyo suelo habían encerado con tal esmero que sus guardaespaldas tuvieron que esforzarse para no resbalar. Kruschev había afirmado que era imprescindible amoldar la educación a las necesidades del país. Y lo que el país necesitaba eran jóvenes, científicos sanos y muy productivos, ingenieros y atletas que ganasen medallas de oro en los Juegos Olímpicos. El gimnasio, del tamaño de una catedral y anexo al edificio principal, era más amplio y más profundo que la propia escuela, tenía una pista de atletismo cubierta, una colección de colchonetas, aros, cuerdas y potros a los que se daba buen uso en el horario extraescolar, que incluía una hora de entrenamiento al día para cada alumno, independientemente de su edad o habilidad. Raisa siempre había tenido muy claro lo que implicaban tanto el discurso como el propio diseño de la escuela: el país no necesitaba poetas, filósofos ni curas. Necesitaba una productividad que se pudiera medir y cuantificar, un éxito que pudiera controlarse con un cronómetro.

Raisa sólo tenía un amigo entre sus compañeros: Iván Kuzmich Zhúkov, un profesor de lengua y literatura. No sabía exactamente cuál era su edad y él no estaba dispuesto a decirlo, pero debía de tener cerca de cuarenta. Habían acabado siendo amigos por casualidad. A él le había dado por quejarse del tamaño de la biblioteca de la escuela; un cuartito del tamaño de una despensa, en el sótano, junto a la caldera, lleno de panfletos, números atrasados de Pravda y ni un solo texto aprobado de un autor extranjero. Al escucharlo, Raisa le había susurrado que debía tener más cuidado. Aquel susurro había sido el comienzo de una improbable amistad que, desde su punto de vista, podría haber sido considerada como poco inteligente en lo estratégico, debido a la tendencia de Iván a pensar en voz alta. A ojos de muchos era ya un hombre marcado. Otros profesores estaban convencidos de que tenía escondidos textos prohibidos bajo los tablones del suelo o que, peor aún, estaba escribiendo un libro y pasando las páginas, sin duda subversivas, al Oeste. Era cierto que le había prestado a Raisa una traducción ilegal de Por quién doblan las campanas, que ella se había visto obligada a leer en parques y que nunca se había atrevido a llevar a su apartamento. La única razón por la que Raisa podía permitirse relacionarse con él era porque su propia lealtad no había sido nunca escrutada con demasiado celo. Era, al fin y al cabo, la esposa de un agente de la Seguridad del Estado, algo que sabía todo el mundo, incluso algunos alumnos. Lo lógico habría sido que Iván mantuviera las distancias. Sin duda se tranquilizaba pensando que si Raisa hubiera querido denunciarlo, lo habría hecho ya, teniendo en cuenta todas las imprudencias que le había escuchado decir, y lo fácil que le habría resultado susurrar su nombre en la cama al oído de su marido. Así que al final resultó que la única persona en quien ella confiaba de todo el profesorado era el hombre del que más se desconfiaba, y la única persona en quien él confiaba era la mujer de quien más debería desconfiar. Estaba casado, tenía tres hijos y Raisa sospechaba que estaba enamorado de ella. No era algo en lo que pensase mucho, y, por el bien de ambos, esperaba que no fuera algo en lo que él pensara demasiado.

Leo se encontraba frente a la entrada principal de la escuela, al otro lado de la carretera, en el vestíbulo de un bloque de apartamentos de escasa altura. Se había quitado el uniforme y llevaba ropa de civil que le habían prestado en el trabajo. En la Lubianka había armarios llenos de toda clase de artículos: abrigos, chaquetas, pantalones… de varias tallas y distintas calidades, almacenados precisamente con ese propósito. Leo nunca había pensado de dónde venía aquella ropa hasta que encontró una mancha de sangre en el puño de una camisa de algodón y se dio cuenta de que se trataba de la ropa de los ejecutados en el edificio de la avenida Varsonófievski. La habían lavado, claro, pero algunas manchas eran difíciles. Leo, vestido con un abrigo de lana gris que le llegaba hasta las rodillas y un grueso gorro de piel calado que le tapaba la frente, estaba convencido de que su mujer no lo reconocería si casualmente miraba en aquella dirección. Se pisó los pies para entrar en calor y miró el reloj, un Poljot Aviator de acero inoxidable; un regalo de cumpleaños de su esposa. No faltaba mucho para que terminase sus clases. Miró la luz que tenía encima. Valiéndose de una fregona abandonada rompió la bombilla, sumiendo el vestíbulo en la sombra.

No era la primera vez que seguían a su mujer. Tres años antes Leo había organizado un seguimiento por razones que no tenían nada que ver con el hecho de que pudiera ser un riesgo para la seguridad nacional. Llevaban casados menos de un año. Ella se había mostrado cada vez más distante. Vivían juntos y, sin embargo, vivían separados, trabajaban muchas horas, se veían fugazmente por las mañanas y por las noches, interactuando tan poco como dos pesqueros que salen todos los días del mismo puerto. Él no creía haber cambiado como marido, así que no podía entender por qué había cambiado ella como esposa. Siempre que sacaba el tema, ella aducía que no se encontraba bien, y aun así se negaba a ir al médico; de todas formas, ¿quién no se encontraba bien durante meses y meses? La única explicación que había podido encontrar era que estaba enamorada de otro hombre.

Suspicaz, había encargado a un prometedor y recientemente reclutado agente que siguiera a su mujer. Éste lo había hecho todos los días durante una semana. Leo había justificado aquel proceder argumentando que, aunque desagradable, estaba motivado por el amor. Sin embargo, había sido un riesgo, no sólo porque Raisa podía enterarse. Si sus colegas hubieran sabido algo, podrían haberlo interpretado de otra forma. Si Leo no podía confiar personalmente en su mujer, ¿cómo podía confiar en ella políticamente? Infiel o no, subversiva o no, sería mejor para todos si la mandasen a los gulags. Para estar seguros. Pero Raisa no tenía ninguna aventura y nadie se enteró de lo de la vigilancia. Aliviado, él había aceptado el hecho de que simplemente tenía que ser paciente y atento, y ayudarla con cualquier dificultad que ella estuviera atravesando. Al cabo de unos meses su relación había mejorado de forma gradual. Leo había transferido al joven agente a un puesto en Leningrado, haciéndole ver que era un ascenso.

Esta misión, sin embargo, era completamente diferente. La orden de investigar venía de arriba. Era un asunto oficial del Estado; un caso de seguridad nacional. No estaba en juego su matrimonio, sino sus vidas. Leo no tenía ninguna duda de que Vasili había sido quien había introducido el nombre de Raisa en la confesión de Anatoli Brodski. El que otro agente hubiera corroborado los detalles de la confesión no significaba nada: o bien era una conspiración, una mentira descarada, o Vasili había grabado el nombre en la cabeza de Brodski en algún momento del interrogatorio, algo fácil de hacer. Leo se culpaba a sí mismo. Al tomarse tiempo libre en el trabajo le había concedido a Vasili una oportunidad que éste había sabido explotar de manera despiadada. Leo estaba atrapado. No podía asegurar que la confesión era mentira: era un documento oficial, tan válido y auténtico como cualquier otra confesión. Lo único que podía hacer era constatar su profunda incredulidad y sugerir que el traidor de Brodski había intentado incriminar a Raisa en venganza. Al escuchar aquella explicación Kuzmín le había preguntado cómo podía haber sabido el traidor que estaba casado. Leo, desesperado, se había visto obligado a mentir, asegurando que había mencionado el nombre de su mujer durante las conversaciones que había mantenido con él. A Leo no se le daba bien mentir. Para defender a su mujer se estaba incriminando a sí mismo. Defender a alguien significaba coser tu destino al tejido del suyo. Kuzmín había llegado a la conclusión de que era necesario investigar concienzudamente aquella brecha potencial en la seguridad. Si Leo no podía hacerlo por sí mismo, otro agente se encargaría de ello. Al escuchar aquel ultimátum, Leo había aceptado el caso, con el argumento de que lo único que quería era limpiar el buen nombre de su mujer. De forma parecida a como tres años antes había tenido que despejar las dudas sobre su fidelidad a él, tenía ahora que despejar las dudas sobre su fidelidad al Estado.

Al otro lado de la carretera los niños salían de la escuela y partían en todas direcciones. Una niña pequeña cruzó a la carrera, se dirigió directa hacia donde estaba Leo y entró en el bloque de apartamentos en el que estaba escondido. Mientras atravesaba la penumbra los cristales de la bombilla crujieron bajo sus pies y se detuvo, pensando si debía decir algo o no. Leo se dio la vuelta y la miró. La niña, de unos siete años, tenía el pelo negro y largo, recogido con una cinta roja, y las mejillas rosadas por el frío. De repente echó a correr, apenas rozando con los pies el borde de los escalones, lejos de aquel extraño y de vuelta a casa, donde todavía era lo suficientemente pequeña como para creer que estaba a salvo.

Leo se acercó a la puerta de cristal y observó al último niño abandonar el edificio. Sabía que Raisa no tenía programada ninguna actividad extraescolar. Saldría pronto. Allí estaba, en la puerta, junto a un compañero. Éste lucía una barba gris recortada y gafas redondas. Leo se fijó en que no era feo. Parecía educado, culto, refinado, tenía una mirada intensa y llevaba una cartera repleta de libros. Debía de ser Iván: Raisa lo había mencionado, el profesor de lengua. A Leo le pareció que aquel hombre era al menos diez años mayor que él.

Leo esperaba que se separasen en la entrada, pero en vez de eso siguieron caminando juntos mientras mantenían una conversación distendida. Esperó un poco hasta que pasaron de largo. El trato era familiar, Raisa se rió de un chiste e Iván pareció alegrarse por ello. ¿Acaso la hacía reír Leo? La verdad es que no, al menos no muy a menudo. Era cierto que no le importaba que se riera de él cuando cometía alguna torpeza o algún error. En ese sentido tenía sentido del humor; pero no, no contaba chistes. Raisa sí que lo hacía. Le gustaban los juegos, tanto verbales como intelectuales. Desde que se conocieron, desde que ella le engañó haciéndole creer que se llamaba Lena, no había tenido ninguna duda de que era más lista que él. Teniendo en cuenta los riesgos intrínsecos a la agilidad intelectual, nunca había sentido envidia. Hasta aquel momento en que la vio con aquel hombre.

Leo tenía los pies entumecidos. Se alegró de echar a andar y se puso a seguir a su esposa a unos cincuenta metros de distancia. No era difícil seguirla bajo la tenue luz anaranjada de las farolas; apenas había gente en la calle. La cosa cambió cuando giraron por Avtozavódskaya, la vía principal, que compartía el nombre con la estación de metro a la que casi con toda seguridad se dirigían. Había colas de gente frente a las tiendas y las aceras estaban atestadas. Leo tuvo problemas para seguir a su mujer, sobre todo por lo anodino de la ropa que llevaba ésta. No le quedaba más remedio que acelerar el paso para acortar la distancia que los separaba. Estaba a menos de veinte metros de ella. A aquella distancia corría el peligro de ser visto. Raisa e Iván entraron en la estación de Avtozavódskaya y los perdió de vista. Leo se apresuró, mezclándose con los peatones. Era fácil que ella desapareciera entre tantos viajeros. Aquél era, como se presumía con frecuencia en Pravda, el metropolitano más concurrido y de mayor calidad del mundo. Millones de personas lo usaban todos los días.

Llegó hasta la entrada de la estación y descendió por los escalones de piedra hasta el vestíbulo principal: una cámara opulenta, como el recibidor de un embajador, con columnas de mármol de color crema y barandillas de caoba; todo ello iluminado por cúpulas de cristal esmerilado. En horas punta no se podía ver ni un centímetro del suelo. Miles de personas vestidas con largos abrigos y bufandas hacían cola en las taquillas de venta de billetes. Leo caminó a contracorriente y se subió a los escalones para poder observar desde arriba las cabezas de la multitud. Raisa e Iván habían cruzado la barrera de acero de los billetes y estaban esperando en la cola de la escalera mecánica. Leo volvió a zambullirse en la marabunta, avanzando entre los resquicios. Pero allí, ante aquella masa de cuerpos, no tuvo más remedio que recurrir a métodos menos educados, y se valió de las manos para apartar a la gente. Nadie se atrevió a hacer otra cosa que adoptar un gesto contrariado, pues nadie sabía quién podría ser Leo.

Cuando llegó a la barrera de los billetes tuvo el tiempo justo de ver cómo su mujer desaparecía. Pasó, hizo la cola y se metió en el primer hueco que encontró en la escalera mecánica. Hacia abajo, sobre los escalones de madera que descendían en diagonal hasta el fondo, había centenares de sombreros de invierno. No podía distinguir unos de otros, así que se echó hacia la derecha. Raisa estaba unos quince escalones más abajo. Se había dado la vuelta y miraba hacia arriba para poder hablar con Iván, que estaba en el escalón anterior. Leo estaba en su línea de visión. Se escondió tras el hombre que tenía delante y, como no quería arriesgarse de nuevo, esperó a llegar casi hasta el final para volver a mirar. El pasillo se separaba en dos túneles, uno para los trenes que viajaban hacia el norte y otro para los que iban hacia el sur, cada uno de los cuales estaba repleto de pasajeros que empujaban hacia delante, que intentaban llegar hasta los andenes, rivalizando por un sitio en el próximo tren. Leo no podía ver a su mujer por ninguna parte.

Si Raisa se dirigía a casa, se bajaría tres paradas más al norte, en la línea de Zamoskvorétskaya a Teatrálnaya, donde haría transbordo. No podía sino suponer que eso sería lo que haría, con lo que bajó hasta el andén, mirando a izquierda y derecha, examinando los rostros alineados y apiñados que miraban todos en la misma dirección, esperando al tren. Estaba a mitad de camino en el andén. Raisa no estaba allí. ¿Habría cogido un tren en la otra dirección? ¿Para qué querría ir al sur? De pronto un hombre se movió y Leo pudo ver fugazmente una cartera. Allí estaba Iván. Raisa estaba junto a él. Ambos se encontraban al borde del andén. Leo estaba tan cerca que casi podía estirar la mano y tocarle la mejilla. Si ella hubiera girado la cabeza, aunque sólo fuera un poco, se habrían encontrado cara a cara. Casi con toda seguridad se encontraba dentro de su visión periférica; si no lo había visto, era únicamente porque no esperaba hacerlo. No podía hacer nada, no tenía dónde esconderse. Siguió andando por el andén, esperando que ella lo llamase. No sería capaz de explicar que aquello había sido una coincidencia. Ella descubriría la mentira, sabría que la había estado siguiendo. Contó veinte pasos y se detuvo al borde del andén, donde se quedó mirando fijamente el mosaico que tenía enfrente. Tres gotas de sudor le corrían por un lado de la cara. No se atrevió a limpiarse ni a girar la cara por miedo a que ella estuviera mirando en aquella dirección. Intentó concentrarse en el mosaico, una celebración del poderío militar soviético: un tanque apuntando con el cañón, flanqueado por artillería pesada y conducido por soldados rusos que llevaban largos y espectaculares abrigos y blandían sus armas. Giró la cabeza muy despacio. Raisa estaba hablando con Iván. No le había visto. Una corriente de aire caliente recorrió el atestado andén. El tren se acercaba.

Cuando todo el mundo se giró para mirar, Leo pudo ver a un hombre con la vista fija en la dirección opuesta, no en el tren, sino en él. Fue una mirada fugaz. El contacto visual duró una fracción de segundo. Aquel hombre tendría unos treinta años. Leo no lo había visto nunca. Pero aun así supo al instante que se trataba de un compañero de la Cheká, un agente de la Seguridad del Estado. Había un segundo agente en el andén.

La multitud se echó hacia delante, hasta las puertas del tren. El agente había desaparecido. Las puertas se abrieron. Leo no se movió; no miraba al tren, seguía contemplando el lugar exacto en el que había visto aquella mirada fría y profesional. Al ser empujado por los pasajeros que salían se repuso de la sorpresa y subió al tren, en el vagón contiguo al que había tomado Raisa. ¿Quién era aquel agente? ¿Por qué tenía que seguir un segundo agente a su mujer? ¿Es que no confiaban en él? Claro que no. Pero no había pensado que fueran capaces de tomar medidas tan extremas. Se abrió camino hasta la ventana por la que podría observar el vagón contiguo. Logró ver la mano de Raisa agarrada a la barra. Pero no había rastro del segundo agente. Las puertas estaban a punto de cerrarse.

El segundo agente se subió en el mismo vagón que Leo, pasó a su lado con aparente indiferencia y se colocó a varios metros de él. Estaba bien entrenado, permaneció tranquilo y, de no haber sido por aquella mirada fugaz, Leo no lo habría reconocido. Aquel agente no estaba siguiendo a Raisa. Estaba siguiendo a Leo.

Debería haber sabido que no dejarían aquella operación enteramente en sus manos. Cabía la posibilidad de que estuviera implicado. Quizá hasta sospecharan que él colaboraba con Raisa, si es que ella era una espía. Sus superiores tenían la obligación de asegurarse de que hacía bien su trabajo. Todo aquello de lo que él informase se compararía con lo que dijera el otro agente. Por ese motivo era esencial que Raisa fuera derecha a casa: si iba a cualquier otro sitio, el restaurante o la librería equivocada, la casa equivocada en la que vivía la gente equivocada, estaría poniendo en peligro su propia vida. Su única posibilidad de escapar, y era una posibilidad exigua, era no decir nada, no hacer nada, no encontrarse con nadie. Podía trabajar, comprar y dormir. Cualquier otra actividad era susceptible de ser malinterpretada.

Si Raisa iba a casa, permanecería en aquel tren las tres estaciones siguientes hasta llegar a la de Teatrálnaya, donde cambiaría a la línea de Arbátskaya-Pokróvskaya y se dirigiría al este. Leo echó un vistazo al agente que lo seguía. Alguien se había levantado para bajarse y éste se había sentado en el asiento vacío. Ahora miraba por la ventana con indiferencia, aunque sin duda estaba vigilando cuidadosamente a Leo con el rabillo del ojo. El agente sabía que lo había visto. Quizá hasta hubiera sido ésa su intención. Nada de eso importaba si Raisa se dirigía directa a casa.

El tren se paró en la segunda estación, Novokuznétskaya.

Faltaba una más para bajarse. Se abrieron las puertas. Leo observó que Iván se bajaba. Pensó:

Por favor, quédate en el tren.

Raisa se bajó del tren. Salió al andén y se dirigió a la salida. No iba a casa. Leo no sabía adónde iba. Si la seguía, la expondría a la vigilancia del segundo agente. Si no la seguía, pondría su propia vida en peligro. Tenía que elegir. Leo se giró. El agente no se había movido. Desde allí no podía haber visto a Raisa bajarse del tren. Estaba observando a Leo, no a Raisa, imaginando que los movimientos de ambos estarían sincronizados. Las puertas estaban a punto de cerrarse. Leo se quedó donde estaba.

Miró a un lado, por la ventana, como si Raisa siguiera en el vagón contiguo, como si siguiera vigilándola. ¿Qué estaba haciendo? Había sido una decisión arriesgada, impulsiva. Su plan dependía de que el agente creyera que su mujer seguía en el tren; un plan cuanto menos pobre. Leo no había contado con la multitud. Raisa e Iván seguían en el andén y se dirigían hacia la salida con una lentitud insoportable. Como el agente estaba mirando por la ventana, los vería en cuanto el tren empezase a moverse. Raisa cada vez estaba más cerca de la salida, esperaba pacientemente en la cola. No tenía prisa, no tenía por qué tenerla, pues no sabía que tanto su vida como la de su marido corrían peligro si no desaparecía. El tren comenzó a avanzar. Su vagón estaba casi alineado con la salida. El agente vería a Raisa con toda seguridad; sabría que Leo había fracasado.

El tren cogió velocidad. Estaba paralelo a la salida. Raisa estaba allí, bien visible. Leo sintió que la sangre le subía desde el estómago. Giró despacio la cabeza para ver la reacción del agente. Un hombre grueso de mediana edad y su gruesa mujer de mediana edad estaban de pie en el pasillo, impidiendo que el agente pudiera ver el andén. El tren traqueteó hasta entrar en el túnel. No había visto a Raisa en la salida. No sabía que Raisa no seguía en el tren. Leo, que apenas pudo ocultar su alivio, prosiguió con la pantomima y miró al vagón contiguo.

En la estación de Teatrálnaya Leo esperó todo el tiempo que pudo antes de bajarse del tren, actuando como si todavía estuviera siguiendo a su mujer, como si ésta se dirigiese a casa. Se acercó a la salida. Volvió rápidamente la vista atrás y vio que el agente se había bajado también, y que intentaba acortar la distancia que los separaba. Leo se abrió camino hacia delante.

El pasadizo iba a parar a un área de tránsito desde la que se podía acceder a otras líneas o a la salida, que estaba al nivel de la calle. Tenía que quitárselo de encima sin que él lo notara. El túnel de la derecha lo llevaría hasta los trenes que se dirigían hacia el este en la línea de Arbátskaya-Pokróvskaya, el camino a casa. Si conseguía alejarse lo suficiente, quizá pudiera subir al tren antes de que el agente lo alcanzara y se diera cuenta de que Raisa no estaba en el andén.

En el túnel que llevaba al andén se encontró con una multitud. De pronto escuchó el sonido de un tren que entraba en el andén. No había forma de llegar hasta allí a tiempo, sobre todo con toda la gente que estaba antes que él. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la tarjeta de identificación de la Seguridad del Estado y dio unos golpecitos al hombre que tenía delante. Éste se echó a un lado como si le hubieran arrojado agua hirviendo; lo mismo hizo una mujer, y la multitud se apartó. Tenía el camino libre para avanzar a toda prisa. Allí estaba el tren, con las puertas abiertas, listo para partir. Guardó la tarjeta y subió. Se giró para ver lo cerca que estaba el hombre que lo seguía. Si conseguía alcanzarlo y subir al tren, el juego habría terminado.

La gente que se había apartado volvió a juntarse. El agente estaba atrapado tras ellos y recurrió a métodos menos sutiles. Empezó a empujar y a dar empellones para que se apartasen. Estaba acortando las distancias. ¿Por qué no se cerraban las puertas? El agente estaba ya en el andén, a tan sólo unos metros. Las puertas empezaron a cerrarse. Extendió la mano y agarró un extremo de la puerta. Pero el mecanismo no podía revertirse y aquel hombre —al que Leo pudo ver de cerca por primera vez— no tuvo otra opción que soltarse. Leo mantuvo un aire de indiferencia inconsciente, intentó no reaccionar, mirando con el rabillo del ojo cómo aquel agente se quedaba atrás. En la oscuridad del túnel Leo se quitó el sombrero, que estaba completamente sudado.