19 de febrero
Era la primera vez en cuatro años que Leo se tomaba un tiempo libre. Existía toda una categoría de presos en los gulags que habían sido arrestados únicamente por violaciones relacionadas con la ética profesional. Gente que había abandonado su puesto por un periodo inaceptable de tiempo o que habían empezado su turno media hora tarde. Era mucho más seguro ir a trabajar y caer inconsciente en el suelo de la fábrica que quedarse en casa de forma preventiva. La decisión de trabajar o no hacerlo no dependía nunca del trabajador. De todas formas no era probable que Leo corriera peligro. Según Raisa, un médico lo había examinado, y el mayor Kuzmín lo había visitado, dándole el visto bueno para tomarse un tiempo libre. Aquello quería decir que la angustia que sentía tenía que deberse a otra cosa. Cuanto más pensaba en ello, más evidente le parecía. Leo no quería volver al trabajo.
Durante los tres últimos días no había salido del apartamento. Aislado del mundo, se había quedado en cama, bebiendo agua caliente con azúcar y limón, comiendo borscht y jugando a las cartas con su esposa, que no le daba ninguna ventaja por estar enfermo y le ganaba en casi todas las partidas. La mayor parte del tiempo la pasaba durmiendo, y después de aquel primer día no había vuelto a tener pesadillas. Pero se había sentido apagado. Había tenido la esperanza de que aquella sensación se desvaneciera, convencido de que su melancolía era un efecto secundario del bajón de la metanfetamina. Aquella sensación había empeorado. Había cogido su reserva de la droga —varios frasquitos de vidrio llenos de sucios cristales blancos— y la había tirado por el desagüe. Se acabaron los arrestos bajo el efecto de los narcóticos. ¿Eran las drogas? ¿O eran los arrestos? A medida que iba recobrando las fuerzas le resultaba más fácil razonar sobre lo que había ocurrido en los últimos días. Habían cometido un error: Anatoli Tarásovich Brodski había sido un error. Era un hombre inocente atrapado y aplastado por los engranajes de una maquinaria estatal vital e importante, pero no infalible. Era tan sencillo y tan lamentable como eso. Un solo hombre no anulaba el sentido de sus operaciones. ¿Cómo podría ser así? Los principios de su trabajo seguían siendo válidos. La protección de una nación era más importante que una persona, más importante que mil personas. ¿Cuánto pesaban todas las fábricas, máquinas y ejércitos de la Unión Soviética? Comparada con esto, la masa de un individuo era insignificante. Era esencial que Leo considerase las cosas de forma proporcionada. La única manera de hacerlo era de forma proporcionada. Aquel razonamiento era lógico, y él no se creía ni una palabra.
Frente a Leo se alzaba la estatua de Feliks Dzerzhinski, en el centro de la plaza de Lubianka, encuadrada por la hierba y rodeada por el tráfico. Leo se sabía de memoria la historia de Dzerzhinski. Todos los agentes se la sabían de memoria. Como primer líder de la Cheká, el nombre de la policía política creada por Lenin tras la caída del régimen zarista, Dzerzhinski había sido el antepasado directo del NKVD. Era un modelo que imitar. Los manuales de instrucción estaban sembrados de citas atribuidas a su persona. El que quizá fuera su discurso más famoso y más veces citado fue aquel que describía cómo un agente debe enseñar a su corazón a ser cruel.
La crueldad era un valor sagrado en su código profesional. La crueldad era una virtud. La crueldad era necesaria. ¡Aspiremos a la crueldad! La crueldad era la llave para las puertas del Estado perfecto. Si pertenecer a la Cheká era como ser creyente de una doctrina religiosa, la crueldad era uno de los mandamientos principales.
La educación de Leo se había centrado en su capacidad atlética, en su destreza física; algo que hasta aquel momento le había resultado más una ayuda que un impedimento para su carrera, algo que le confería el aspecto de un hombre en el que se podía confiar, de la misma manera en que una persona culta era alguien de quien había que sospechar. Pero aquello significaba que estaba obligado a dedicar al menos una noche a la semana a escribir a mano todas las citas que un agente debía saberse de memoria. No era un hombre muy leído y tenía mala memoria, algo que había empeorado con el consumo de drogas. Sin embargo, la habilidad para recordar discursos políticos claves era esencial. Cualquier desliz revelaba una falta de fe y dedicación. Y en aquel momento, después de tres días sin ir a trabajar, cuando se aproximaba a las puertas de la Lubianka y volvía la vista hacia la estatua de Dzerzhinski, se dio cuenta de que tenía lagunas mentales; le venían frases a la mente, pero no de forma completa ni ordenada. Lo único que podía recordar con exactitud de los miles y miles de palabras de todos los axiomas y principios que formaban la biblia de la Cheká era la importancia de la crueldad.
Condujeron a Leo hasta el despacho de Kuzmín. El mayor estaba sentado. Le hizo un gesto, indicándole que se sentase en la silla de enfrente.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí, gracias. Mi mujer me dijo que vino usted a verme.
—Estábamos preocupados por ti. Es la primera vez que te pones enfermo. He mirado tu historial.
—Lo lamento.
—No fue culpa tuya. Fuiste muy valiente al nadar en aquel río. Y nos alegramos de que lo capturases. Nos ha proporcionado información importante.
Kuzmín dio unos golpecitos sobre un delgado archivo negro que había en el centro de su escritorio.
—Brodski confesó durante tu ausencia. Hicieron falta dos días, dos sesiones de ataques con alcanfor. Era de lo más tozudo. Pero al final se vino abajo. Nos dio los nombres de siete simpatizantes angloestadounidenses.
—¿Dónde está ahora?
—¿Brodski? Lo ejecutaron ayer por la noche.
¿Qué esperaba Leo? Se concentró en mantener el gesto impasible, como si le acabaran de decir que hacía frío en la calle. Kuzmín cogió el archivo negro y se lo pasó.
—Dentro hay una transcripción completa de su confesión.
Leo abrió el archivo. Su mirada recayó en la primera frase.
Yo, Anatoli Tarásovich Brodski, soy un espía.
Hojeó las páginas impresas. Reconoció el patrón, empezaba con una disculpa, expresaba arrepentimiento antes de pasar a describir la naturaleza de su crimen. Había visto aquel esquema mil veces. Sólo cambiaban los detalles: los nombres, los lugares.
—¿Quiere que la lea ahora?
Kuzmín negó con la cabeza y le entregó un sobre sellado.
—Nombró a seis ciudadanos soviéticos y a un húngaro. Son colaboradores que trabajan para gobiernos extranjeros. Les he dado seis nombres a otros agentes. El séptimo lo investigarás tú. Como creo que eres uno de mis mejores agentes, te he dado el más difícil. Dentro de ese sobre tienes los detalles del trabajo preliminar que hemos realizado, algunas fotografías y toda la información de que disponemos en este momento sobre el individuo, que, como podrás ver, no es mucha. Tus órdenes consisten en recabar más información y, si Anatoli tenía razón, si esta persona es un traidor, tendrás que arrestarla y traerla aquí, siguiendo el procedimiento habitual.
Leo rasgó el sobre y extrajo varias fotografías grandes en blanco y negro. Eran instantáneas de vigilancia tomadas desde cierta distancia, desde el otro lado de la calle.
Eran fotografías de su mujer.