17 de febrero
El doctor Zarubin se puso el sombrero forrado de visón, cogió su bolsa de cuero y se abrió camino para salir del atestado tranvía, disculpándose en voz baja. El asfalto estaba helado, y al bajarse se sujetó a un extremo del tranvía para apoyarse. De repente se sintió viejo; pisaba sin fuerza, tenía miedo de resbalar. El tranvía se marchó. Miró a su alrededor, con la esperanza de que aquélla fuera la parada correcta; las afueras del este eran un barrio que conocía poco. Pero resultó ser una simple cuestión de orientación: su destino dominaba el gris horizonte invernal. Al otro lado de la carretera, alzándose varios centenares de metros por encima de él y de cualquier otra cosa, había un grupo de cuatro bloques de apartamentos con forma de U distribuidos de dos en dos, de tal manera que parecía que cada bloque era el reflejo del otro. El médico se maravilló de aquel diseño tan moderno, hogar de miles de familias. No era un mero grupo de viviendas. Era un monumento a una nueva era. Ya no había propiedades privadas de uno o dos pisos. Habían desaparecido, habían sido aplastadas, hechas polvo, y en su lugar se erigían ahora, en perfecta formación, los apartamentos diseñados por el Estado, propiedad de éste, cada uno de los cuales estaba pintado de gris y apilado hacia arriba y al lado uno de otro. En ningún lugar había visto las mismas formas repetidas tantas veces y en tantas direcciones; cada apartamento era un perfecto facsímil del siguiente. La gruesa capa de nieve que coronaba el tejado de cada edificio daba la impresión de que Dios hubiera dibujado una línea blanca y hubiera dicho: hasta aquí podéis llegar; el resto del cielo es mío. Ése, pensó Zarubin, era su próximo reto: el resto del cielo. No había duda de que no pertenecía a Dios. En alguna parte de aquellos cuatro edificios estaba el apartamento 124; el hogar del agente del MGB Leo Stepánovich Demídov.
Aquella mañana el médico había escuchado de labios del mayor Kuzmín los detalles de la súbita partida de Leo. Se había marchado al comienzo de un interrogatorio crucial, alegando que tenía fiebre y que se sentía incapaz de seguir con su labor. El mayor estaba preocupado por el momento en que se había marchado. ¿Estaba Leo realmente enfermo? ¿O tenía otra razón para ausentarse? ¿Por qué le había asegurado que se encontraba bien para trabajar y luego había cambiado de parecer después de recibir la tarea de interrogar al sospechoso? ¿Y por qué había intentado interrogar al traidor a solas? Al médico lo habían enviado para investigar la autenticidad de la enfermedad de Leo.
Como médico supuso, incluso antes de examinarlo, que la mala salud de Leo se debía a la prolongada exposición al agua helada, una posible neumonía exacerbada por el uso de narcóticos. Y si ése era el caso, si realmente estaba enfermo, entonces Zarubin debía comportarse como un médico y contribuir a su recuperación. Pero si estaba fingiendo la enfermedad por alguna razón, Zarubin debía comportarse como agente del MGB y aplicarle un fuerte sedante, que le administraría diciendo que se trataba de una medicina o un tónico. Leo permanecería en cama durante veinticuatro horas y se impediría su huida, concediendo así tiempo suficiente al mayor para decidir cuál era la mejor forma de proceder.
Según el plano de acero fijado a un pilar de cemento en la parte baja del primer edificio, el apartamento 124 estaba en el tercer bloque, en el piso catorce. El ascensor, una caja metálica con espacio para dos personas, o cuatro si a uno no le importaba ir apretado, traqueteó hasta el piso trece, donde hizo una breve pausa, como si estuviera tomando un respiro, antes de recorrer el último trecho. Zarubin tuvo que usar ambas manos para abrir la rígida verja. A aquella altura, el viento que corría por el pasadizo exterior de cemento hizo que se le saltaran las lágrimas. Oteó el panorama —podía ver desde arriba el oscuro horizonte de una Moscú nevada— antes de girar a la izquierda y llegar al apartamento 124.
Una mujer joven le abrió la puerta. El médico ya había leído el informe de Leo y sabía que estaba casado con una mujer llamada Raisa Gavrílovna Demídova: tenía veintisiete años y era maestra de escuela. En el informe no se mencionaba que, además, era preciosa. Lo era, y mucho; por tanto, aquello debería haber figurado en el informe. Era un dato importante. No se había preparado. Sentía debilidad por la belleza; pero no por la belleza ostentosa y autocomplaciente. Prefería la belleza modesta. Y así era aquella mujer: no era que no se esmerase en cuidar su apariencia, sino más bien al contrario, se esforzaba en tener un aspecto discreto, en moderar su belleza. Su pelo, su ropa, todo seguía la más convencional de las modas, si es que podía hablarse de moda. Obviamente no buscaba la atención de los hombres, un hecho que la hacía más atractiva a ojos del médico. Sería un reto. En su juventud había sido bastante mujeriego, hasta el punto de ser una leyenda en ciertos círculos sociales. Animado por el recuerdo de sus éxitos pasados, le dedicó una sonrisa.
Raisa pudo entrever unos dientes manchados, amarillos sin duda por los años de fumador compulsivo. Respondió con una sonrisa. Esperaba que el MGB enviase a alguien, aunque no hubieran avisado, y aguardó a que aquel hombre se presentase.
—Soy el doctor Zarubin. Me envían para echar un vistazo a Leo.
—Soy Raisa, la esposa de Leo. ¿Tiene identificación?
El médico se quitó el sombrero, encontró su tarjeta y se la entregó.
—Por favor, llámeme Boris.
En el apartamento había velas encendidas. Raisa le explicó que en aquel momento sólo tenían corriente de forma intermitente; solía haber problemas con la electricidad en todos los pisos por encima del décimo. Sufrían apagones periódicos, que a veces duraban un minuto y otras un día entero. Se disculpó, no sabía cuándo volvería la luz. Zarubin hizo un amago de chiste.
—Sobrevivirá. No es una flor. Siempre que lo mantenga al calor.
Le preguntó al médico si quería una copa: quizá algo caliente, pues afuera hacía frío. Él aceptó la oferta y le rozó el dorso de la mano cuando ella le cogió el abrigo.
En la cocina, el médico se apoyó en la pared, con las manos en los bolsillos, mientras observaba cómo ella preparaba el té.
—Espero que el agua siga caliente.
Tenía una voz agradable, dulce y tranquila. Puso unas hojas sueltas en un cazo antes de verterlo en un vaso alto. El té estaba fuerte, casi negro, y cuando el vaso estaba medio lleno se volvió hacia él.
—¿Cómo le gusta de fuerte?
—Tan fuerte como pueda hacerlo.
—¿Así?
—Quizá con un poco más de agua.
Mientras ella echaba un poco de agua del samovar, la mirada de Zarubin descendió por su cuerpo, recorriendo el contorno de sus pechos, su cintura. Vestía ropa barata; un vestido gris de algodón, medias gruesas, un jersey de punto sobre una camisa blanca. Se preguntaba por qué Leo no había aprovechado su posición para vestirla con prendas extranjeras de lujo. Pero ni siquiera las prendas fabricadas en serie y los materiales toscos la hacían menos deseable.
—Hábleme de su marido.
—Tiene fiebre. Dice que tiene frío, pero está caliente. Tiembla. No quiere comer.
—Si tiene fiebre, es mejor que no coma por el momento. De todas formas, su inapetencia podría deberse también a su consumo de anfetaminas. ¿Sabía algo de esto?
—Si tiene que ver con su trabajo, no sé nada.
—¿Le ha notado cambiado?
—Se salta las comidas, pasa fuera toda la noche. Pero es algo que le exige su trabajo. Me he dado cuenta de que, después de trabajar muchas horas, le resulta más difícil concentrarse.
—¿Olvida cosas?
Le ofreció el vaso al médico.
—¿Quiere azúcar?
—Mermelada estaría bien.
Buscó en el estante superior. Al hacerlo, la parte trasera de su camisa se levantó, revelando un pedazo de piel pálida, perfecta. Zarubin notó que se le secaba la boca. Ella bajó un bote de mermelada de color morado oscuro, desenroscó la tapa y le ofreció una cuchara. Él sacó un montón de mermelada y lo removió en el vaso. La miró a los ojos con intensidad deliberada. Ella se ruborizó al darse cuenta del deseo que él sentía. Él la observó mientras el rubor se extendía por su cuello.
—Gracias.
—Tal vez quiera usted empezar con el reconocimiento, ¿no es así?
Ella volvió a enroscar la tapa en el tarro, lo dejó a un lado y se dirigió al dormitorio. Él no se movió, se quedó mirando cómo se disolvía la mermelada.
—Antes me gustaría terminarme el té. No hay prisa.
Ella se vio obligada a volver. Zarubin frunció los labios y sopló el líquido. El té estaba caliente y dulce. Ella estaba nerviosa. Disfrutaba haciéndola esperar.
Hacía calor en aquella habitación sin ventanas. La atmósfera era pesada. Zarubin se dio cuenta, sólo por el olor, de que el hombre que estaba en la cama estaba enfermo. Para su sorpresa, sintió algo parecido a la decepción. Preguntándose qué era lo que subyacía bajo aquella sensación, se sentó sobre la cama, junto a Leo. Le tomó la temperatura. Era alta, pero no para alarmarse. Le auscultó el pecho. Nada fuera de lo común. Leo no tenía tuberculosis. No había signos de que aquello fuera algo más que un catarro. Raisa estaba de pie junto a él, observando. El médico percibió el olor a jabón de sus manos. Le gustaba estar tan cerca de ella. Sacó una botella de vidrio marrón de su bolsa y vertió una cucharada de un espeso líquido verde.
—Por favor, levántele la cabeza.
Ella ayudó a su marido a erguirse. Zarubin le vertió el líquido por la garganta. En cuanto hubo tragado, ella colocó la cabeza de Leo sobre la almohada.
—¿Para qué era eso?
—Es un tónico; para ayudarle a dormir.
—Para eso no le hace falta ayuda.
El médico no contestó. Ni siquiera se molestó en inventar una mentira. La droga que administraba como si fuera una medicina era de hecho una creación propia: una combinación de un barbitúrico, un alucinógeno y, para disimular el sabor, sirope de azúcar. Su propósito era incapacitar el cuerpo y la mente. Si se administraba por vía oral, en menos de una hora caían primero los músculos; quedaban laxos, relajados hasta el punto de que incluso el movimiento más débil parecía una tarea irrealizable. El alucinógeno hacía su aparición poco después.
A Zarubin se le ocurrió una idea que había tomado forma en la cocina, cuando Raisa se ruborizó, y se había convertido en un plan en cuanto olió el jabón en sus manos. Si informaba de que Leo no estaba enfermo, que estaba fingiendo la razón de su ausencia, con toda probabilidad lo arrestarían e interrogarían. Todas las demás dudas acerca de su comportamiento despertarían la sospecha. Lo más probable sería que lo encarcelasen. Su mujer, su hermosa mujer, acabaría sola y vulnerable. Necesitaría un aliado. El estatus de Zarubin en la Seguridad del Estado era comparable, o incluso superior, al de Leo, y estaba seguro de poder ofrecer una alternativa aceptable, cómoda. Zarubin estaba casado, pero podía tenerla como amante. Estaba convencido de que el instinto de supervivencia de Raisa era muy elevado. Y, sin embargo, pensándolo bien, quizá hubiera una forma menos complicada de conseguir lo que buscaba. Se levantó.
—¿Podemos hablar en privado?
En la cocina, Raisa se cruzó de brazos. Tenía el ceño fruncido; una pequeña grieta en aquella piel que, por lo demás, era de una claridad inmaculada. Zarubin quería pasar su lengua por ella.
—¿Se pondrá bien mi marido?
—Padece una fiebre. Y yo estoy dispuesto a decir eso.
—¿Está dispuesto a decir qué?
—Estoy dispuesto a decir que está enfermo de verdad.
—Está enfermo de verdad. Lo acaba de decir.
—¿Entiende usted por qué estoy aquí?
—Porque usted es médico y mi marido está enfermo.
—Me han enviado para averiguar si su marido está realmente enfermo o si sólo está intentando escabullirse del trabajo.
—Pero es evidente que está enfermo. Médico o no, cualquiera puede verlo.
—Sí, pero soy yo el que está aquí. Soy yo el que decide. Y ellos creerán lo que yo les diga.
—Doctor, acaba usted de decir que estaba enfermo. Acaba de decir que tenía fiebre.
—Y estoy dispuesto a decir eso oficialmente si usted está dispuesta a acostarse conmigo.
Curiosamente ella ni siquiera parpadeó. No hubo reacción visible. Su frialdad hizo que Zarubin la deseara todavía más. Prosiguió:
—Sólo sería una vez, por supuesto, a menos que yo le guste, en cuyo caso podría continuar. Podríamos llegar a alguna clase de acuerdo. Usted recibiría la recompensa que quisiera, dentro de lo razonable. El caso es que nadie tiene por qué enterarse nunca.
—¿Y si dijera que no?
—Entonces yo diría que su marido miente. Diría que está desesperado por faltar al trabajo por razones que me son desconocidas. Recomendaría que lo investigasen.
—No le creerían.
—¿Está segura? La sospecha ya existe. Lo único que hace falta es que yo le dé un empujoncito.
Tomando su silencio como una aceptación de la oferta, Zarubin se acercó a ella y colocó tentativamente la mano sobre su pierna. Ella no se movió. Podían hacerlo en la cocina. Nadie lo sabría. Su marido no se despertaría. Ella podía gemir de placer, y él podía hacer todo el ruido que quisiera.
Raisa miró a un lado, asqueada, sin saber qué hacer. La mano de Zarubin se deslizó por su pierna.
—No se preocupe. Su marido está profundamente dormido. No nos molestará. Nosotros no le molestaremos a él.
Metió la mano por debajo de la camisa de ella.
—Quizá hasta lo disfrute. Muchas otras mujeres lo han hecho.
Estaba tan cerca que podía oler su aliento. Se inclinó hacia ella, abriendo los labios; sus dientes amarillentos se aproximaban hacia ella como si fuera una manzana que iban a morder. Raisa se zafó de él. Él la sujetó por la muñeca.
—Diez minutos no es un precio muy alto por la vida de su marido. Hágalo por él.
Tiró de ella, apretó más fuerte.
De repente la soltó y levantó ambas manos. Raisa le había puesto un cuchillo en la garganta.
—Si no está usted seguro de cómo se encuentra mi marido, dígale por favor al mayor Kuzmín, un buen amigo nuestro, que envíe a otro médico. Una segunda opinión será muy bien recibida.
Los dos se movieron, con el cuchillo en el cuello de Zarubin, hasta que éste salió de la cocina. Raisa se quedó en la puerta, sujetando el cuchillo a la altura de la cintura. El médico se puso el abrigo con parsimonia. Cogió su bolsa de cuero, abrió la puerta de entrada y, mientras entrecerraba los ojos para acostumbrarse a la luz radiante, dijo:
—Sólo los niños creen todavía en la amistad, y sólo los niños estúpidos.
Raisa dio un paso adelante, agarró el sombrero del perchero y se lo tiró a los pies. En cuanto él se agachó para recogerlo, ella cerró de un portazo.
Le temblaban las manos mientras escuchaba cómo se marchaba. Todavía tenía el cuchillo. Quizá le había dado alguna razón para pensar que estaría dispuesta a acostarse con él. Repasó mentalmente todo lo sucedido: cuando abrió la puerta, cuando sonrió ante su ridículo chiste, cuando le cogió el abrigo, mientras le preparaba el té. Zarubin se había equivocado. Ella no podía hacer nada al respecto. Pero tal vez podría haber flirteado con la proposición; podría haber fingido sentirse tentada. Quizá aquel viejo necio sólo necesitaba creer que ella se sentía halagada por su cortejo. Se frotó el codo. Lo había hecho mal. Estaban en peligro.
Entró en el dormitorio y se sentó junto a Leo. Éste movía los labios como si estuviera rezando en silencio. Ella se acercó con la intención de encontrar un sentido a sus palabras. Apenas podía escuchar algo, fragmentos inconexos. Deliraba. Él le cogió la mano. Tenía la piel húmeda. Ella apartó la mano y apagó la vela.
Leo estaba en la nieve, con el río frente a él y Anatoli Brodski al otro lado. Había llegado a la otra orilla y estaba casi a salvo en el bosque. Leo salió tras él, pero bajo sus pies pudo ver, atrapados bajo la gruesa capa de hielo, a todos los hombres y mujeres a los que había arrestado. Miró a izquierda y derecha: el río entero estaba repleto de cuerpos congelados. Si quería llegar al bosque, si quería atrapar a aquel hombre, tenía que pasar por encima de ellos. No tenía otra opción, era su deber, así que Leo aceleró el paso. Pero cada paso que daba parecía insuflar vida en aquellos cuerpos. El hielo empezó a derretirse. El río cobró vida, se retorcía. Leo se hundió en una zona medio derretida y sintió los rostros bajo sus botas. Daba igual lo rápido que corriese, estaban por todas partes, por detrás, por delante. Una mano lo agarró del pie; él se liberó. Otra mano le agarró el tobillo, una segunda, una tercera, una cuarta. Cerró los ojos sin atreverse a mirar, esperando ser arrastrado al fondo.
Cuando Leo abrió los ojos se encontró en un despacho lúgubre. Raisa estaba junto a él, con un vestido rojo claro; el vestido que había pedido prestado a una amiga el día de su boda, arreglado apresuradamente para que no le quedara demasiado grande. En el pelo llevaba una flor blanca que habían cogido en el parque. Él llevaba un traje gris que no le quedaba demasiado bien. No era suyo: se lo había pedido prestado a un compañero. Estaban en una oficina destartalada en un destartalado edificio gubernamental, el uno junto a la otra, frente a una mesa en la que un hombre con poco pelo estaba inclinado sobre un montón de papeles. Raisa presentó su documentación y esperaron mientras comprobaban sus identidades. No hubo votos, ni ceremonia ni ramo de flores. No hubo invitados, ni lágrimas ni felicitaciones; estaban ellos dos solos, con las mejores ropas que habían podido conseguir. Nada de excesos: los excesos eran cosa de burgueses. Su único testigo, aquel funcionario de pelo ralo, consignó sus datos en un grueso y manoseado libro de registros. Una vez hubieron terminado con el papeleo les entregaron un certificado de matrimonio. Ya eran marido y mujer.
En el viejo apartamento de sus padres donde celebraron la boda había amigos, vecinos, todos ávidos de aprovecharse de su hospitalidad. Hombres ancianos entonaban canciones desconocidas. Y, sin embargo, algo no iba bien en aquel recuerdo. Había rostros fríos y duros. La familia de Fiódor estaba allí. Leo seguía bailando, pero la boda se había convertido en un funeral. Todo el mundo lo miraba. Alguien golpeó la ventana desde fuera. Leo se volvió y vio la silueta de un hombre contra el cristal. Leo se acercó y limpió la ventana empañada. Era Mijaíl Sviatoslávich Zinóviev, con la cabeza atravesada por una bala, la mandíbula rota y la cara destrozada. Leo se echó hacia atrás y se dio la vuelta. La habitación estaba ahora vacía, a excepción de dos niñas; las hijas de Zinóviev, vestidas con harapos. Eran huérfanas, tenían el estómago hinchado, la piel llena de ampollas, piojos en la ropa, las cejas y entre sus negros y enmarañados cabellos. Leo cerró los ojos y negó con la cabeza.
Temblaba de frío. Abrió los ojos. Estaba bajo el agua y se hundía rápidamente. Encima de él había una capa de hielo. Intentó nadar hacia arriba, pero la corriente lo arrastraba al fondo. Había gente en el hielo que lo miraba desde arriba, que observaba cómo se hundía. Un dolor intenso le quemaba los pulmones. Abrió la boca, incapaz de aguantar la respiración.
Leo jadeó y abrió los ojos. Raisa estaba sentada junto a él, intentando calmarlo. Miró a su alrededor, confuso: su mente estaba a medio camino entre el mundo de los sueños y éste. Esto era real: estaba otra vez en su apartamento, otra vez en el presente. Aliviado, cogió la mano de Raisa y susurró, sin detenerse:
—¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? Pensaste que era un maleducado, por la forma en que te miraba fijamente. Me bajé en otra estación de metro sólo para preguntar tu nombre, y tú no quisiste decírmelo. Pero yo no quería dejarte hasta que no me lo dijeras. Así que me mentiste y me dijiste que te llamabas Lena. Durante una semana no pude pensar en otra cosa que en una mujer preciosa llamada Lena. Se lo decía a todo el mundo: Lena es hermosísima. Cuando por fin volví a verte y te convencí de que vinieras conmigo a pasear estuve llamándote Lena todo el rato. Y al final del paseo yo estaba listo para darte un beso y tú estabas lista para decirme tu verdadero nombre. Al día siguiente le dije a todo el mundo lo maravillosa que era una mujer llamada Raisa, y todos se rieron de mí porque la semana anterior había estado diciendo que era Lena, ésta decía que era Raisa, y la siguiente lo diría de otra. Pero nunca fue así. Siempre fuiste tú.
Raisa escuchó a su marido y le extrañó aquel repentino sentimentalismo. ¿De dónde venía? Quizá todo el mundo se ponía así cuando enfermaba. Le hizo recostarse de nuevo, y en poco tiempo se había vuelto a dormir. Habían pasado casi doce horas desde que el doctor Zarubin se había marchado. Un hombre mayor, vanidoso y desairado era un enemigo peligroso. Para olvidarse de sus angustias preparó una sopa: un consistente caldo de pollo con tiras de carne, verduras hervidas y huesos de pollo. Borboteaba a fuego lento, lista para cuando Leo pudiera volver a comer. Removió la sopa y se llenó un cuenco para ella. En cuanto hizo esto escuchó un golpe en la puerta. No esperaba visita. Cogió el cuchillo, el mismo cuchillo, y lo ocultó detrás de la espalda antes de acercarse a la puerta.
—¿Quién es?
—El mayor Kuzmín.
Abrió la puerta con manos temblorosas. El mayor Kuzmín estaba allí con su escolta: dos jóvenes soldados de aspecto amenazante.
—He hablado con el doctor Zarubin.
Raisa balbució:
—Por favor, eche usted mismo un vistazo a Leo.
Kuzmín parecía sorprendido.
—No, no es necesario. No hace falta molestarle. Confío en el doctor en lo que respecta a asuntos médicos. Además, y no me vaya a tomar por un cobarde, tengo miedo de coger un resfriado.
Ella no lograba entender lo que había sucedido. El médico había dicho la verdad. Ella se mordió el labio, intentando ocultar su alivio. El mayor prosiguió:
—He hablado con su escuela. Les he explicado que usted se tomará unos días libres para ayudar a Leo a que se recupere. Lo necesitamos en buena forma. Es uno de nuestros mejores agentes.
—Tiene suerte de tener unos compañeros que se preocupan tanto por él.
Kuzmín ignoró ese comentario. Hizo un gesto al agente que estaba junto a él. Éste llevaba una bolsa de papel, se acercó y se la ofreció.
—Es un regalo del doctor Zarubin. Así que no tiene que darme las gracias.
Raisa todavía tenía el cuchillo a la espalda. Para poder coger la bolsa necesitaba las dos manos. Deslizó la hoja por la parte de atrás de la camisa. En cuanto estuvo en su sitio, extendió las manos y aceptó la bolsa, que pesaba más de lo que esperaba.
—¿Quieren pasar?
—Gracias, pero es tarde y estoy cansado.
Kuzmín dio las buenas noches a Raisa.
Ella cerró la puerta y caminó hasta la cocina, donde colocó la bolsa sobre la mesa y se sacó el cuchillo de la camisa. Abrió la bolsa. Estaba llena de naranjas y limones, un lujo en una ciudad con escasez de suministros. Cerró los ojos e imaginó la satisfacción que Zarubin debía de sentir ante sus sentimientos de gratitud, no por la fruta sino simplemente por haber hecho su trabajo, por haber informado de que Leo estaba enfermo de verdad. Las naranjas y los limones eran su forma de decir que estaba en deuda con él.
Si hubiera estado de peor humor, podría haber hecho que los arrestaran a los dos. Vació la bolsa en la basura. Se quedó mirando los vivos colores antes de sacar todas las piezas de fruta. Se comería el regalo. Pero se negaba a llorar.