7

Moscú

16 de febrero

Aunque había sido su lugar de trabajo durante los últimos cinco años, Leo nunca se había sentido cómodo en la Lubianka, el cuartel general de los directivos internos del MGB. Las conversaciones distendidas eran poco frecuentes. Las reacciones eran contenidas. No resultaba muy sorprendente, dada la naturaleza de su oficio, pero no podía dejar de pensar que había algo en el edificio en sí que hacía que la gente se sintiese intranquila, como si el miedo hubiera formado parte del diseño. Se daba cuenta de lo absurdo de su teoría, pues no podía hacerse la más mínima idea de cuáles habían sido las intenciones del arquitecto. El edificio era anterior a la Revolución, y ya existía como una simple compañía de seguros antes de ser tomada por la fuerza de seguridad secreta de los bolcheviques. Y, sin embargo, le costaba creer que hubieran escogido al azar un edificio de proporciones tan perturbadoras: no era ni alto ni bajo, ni ancho ni estrecho; era algo que se situaba en un extraño punto medio. La fachada daba la impresión de estar vigilando: estaba compuesta por hileras y más hileras de ventanas, apiñadas unas contra otras, apiladas hasta alcanzar un reloj que había en lo alto y que observaba la ciudad como si de un pequeño ojo se tratase. Alrededor del edificio había una frontera invisible. Los transeúntes se mantenían alejados de aquel perímetro imaginario, como si tuvieran miedo de ser arrastrados a su interior.

Cruzar aquella línea significaba que uno era o bien un empleado o un condenado. No era posible ser declarado inocente dentro de aquellas paredes. Era una cadena de montaje de la culpa. Puede que no hubieran construido la Lubianka pensando en el miedo, pero aun así el miedo se había apoderado de ella; el miedo había convertido aquella compañía de seguros en algo suyo, en su hogar.

Leo entregó su identificación; una tarjeta que significaba no sólo que podía entrar, sino que también podía salir. Los hombres y mujeres que entraban por aquella puerta sin tarjeta a menudo no volvían a ser vistos. El sistema podía enviarlos a los gulags, o a un edificio que estaba justo detrás de aquél, en la avenida Varsonófievski, otra mole de la Seguridad del Estado con el suelo inclinado, paredes forradas de madera para absorber las balas y mangueras para limpiar los charcos de sangre. Leo no conocía el número exacto de ejecuciones, pero las cifras eran elevadas, hasta varios centenares al día. A ese nivel las consideraciones prácticas, como la facilidad y la rapidez con que se podían limpiar restos humanos, pasaban a ser cuestiones de importancia.

Al entrar en el corredor principal Leo se preguntó cómo se sentiría uno al ser conducido a los sótanos sin posibilidad de apelar y sin nadie a quien pedir ayuda. El sistema judicial podía ignorarse completamente. Leo había oído hablar de prisioneros que eran abandonados durante semanas, y de doctores que no tenían otro cometido que estudiar el dolor. Había aprendido a aceptar que aquellas cosas no existían porque sí. Existían por una razón, por un bien supremo. Existían para aterrorizar. El terror era necesario. El terror protegía la Revolución. Sin él, Lenin habría caído. Sin él, Stalin habría caído. ¿Por qué, si no, corrían rumores sobre aquel edificio, propagados deliberadamente por los miembros del MGB, susurrados en el metro o en los tranvías, de manera tan estratégica como cuando se propaga un virus entre la población? Se cultivaba el miedo. El miedo era parte de su trabajo. Y para mantener aquel nivel de miedo hacía falta alimentarlo constantemente con personas.

Evidentemente la Lubianka no era el único edificio donde se fabricaba el miedo. Estaba también la prisión de Butirka, con sus altas torres y sus exiguos pabellones repletos de celdas abarrotadas en las que los reclusos jugaban con cerillas mientras esperaban ser deportados a campos de trabajo. O también estaba Lefórtovo, adonde transportaban criminales a los que se investigaba para que los interrogasen, y donde podían escucharse los alaridos desde las calles vecinas. Pero Leo comprendía que la Lubianka ocupaba un lugar especial en la mente del pueblo, representaba un lugar en el que se procesaba a los culpables de agitación antisoviética, de actividades contrarrevolucionarias y de espionaje. ¿Por qué aquella categoría de prisioneros inspiraba tanto terror en el corazón de todo el mundo? Mientras que, por una parte, resultaba sencillo convencerse uno mismo de que nunca robaría, violaría o mataría, nadie podía estar seguro de no ser culpable de agitación antisoviética, de actividades contrarrevolucionarias o de espionaje, pues nadie, ni siquiera Leo, podía estar nunca seguro del todo de en qué consistían exactamente aquellos crímenes. De los ciento cuarenta artículos del código penal, Leo sólo se guiaba por uno, una subsección que definía al prisionero político como la persona involucrada en actividades destinadas a:

Derrocar, subvertir o debilitar el poder soviético.

Y, básicamente, eso era todo: un elástico conjunto de palabras que podía moldearse para abarcar a cualquiera, desde un alto mando del Partido hasta bailarinas de ballet, músicos o zapateros retirados. Ni siquiera los que trabajaban dentro de los muros de la Lubianka, ni siquiera los que mantenían en funcionamiento aquella maquinaria del miedo, podían estar seguros de que el sistema que sostenían no se los tragaría también algún día.

Aunque Leo estaba dentro, todavía llevaba la ropa del exterior, guantes de cuero y un largo abrigo de lana incluidos. Estaba temblando. Cuando se levantó, le pareció que el suelo se balanceaba de un lado a otro. Le entró una sensación de mareo que le duró varios segundos. No había comido nada en dos días y, sin embargo, pensar en comida le revolvía el estómago. Aun así se negaba con tozudez a admitir que pudiera estar enfermo: tenía un poco de frío, sin duda, quizá estuviese algo cansado, pero eso entraba dentro de lo aceptable. Tras el bajón de la metanfetamina sólo necesitaba dormir. No se podía permitir tomarse el día libre. No en un día como aquél, en el que se iba a llevar a cabo el interrogatorio de Anatoli Brodski.

Técnicamente los interrogatorios no formaban parte de sus obligaciones. El MGB tenía especialistas que no hacían otra cosa que entrevistar a los sospechosos, que pasaban de una celda a otra extrayendo confesiones con profesional indiferencia y orgullo personal. Como sucedía con la mayoría de los empleados, sus motivaciones eran simples, como la idea de una bonificación proporcional a su empeño, concedida cuando el sospechoso firmaba pronto, sin condiciones y sin desdecirse. Leo estaba hasta cierto punto al corriente de sus métodos. No conocía a ninguno de ellos personalmente. Los interrogadores formaban una especie de camarilla, trabajaban como un equipo, a menudo compartían los mismos sospechosos y combinaban sus talentos particulares para minar la resistencia desde diversos flancos.

Brutales, elocuentes, encantadores: todas aquellas cualidades tenían su lugar. Cuando no trabajaban, aquellos hombres y mujeres comían juntos, paseaban juntos, compartían historias y comparaban sus métodos. Aunque su aspecto no les diferenciaba de una persona corriente, por alguna razón a Leo le resultaba relativamente fácil detectarlos. Muchas de sus operaciones más extremas estaban limitadas al sótano, donde podían controlar factores ambientales como el calor y la luz. La labor de Leo como investigador, por el contrario, suponía pasarse la mayor parte del tiempo en el piso de arriba o en el exterior. El sótano era un mundo al que raras veces descendía, un mundo ante el que cerraba los ojos, un mundo que prefería mantener bajo los pies.

Después de un rato llamaron a Leo. Entró en el despacho del mayor Kuzmín tambaleándose. Nada había en aquella habitación que fuera fruto de la casualidad: todo había sido meticulosamente planeado y dispuesto. Las paredes estaban decoradas con fotos en blanco y negro enmarcadas, incluida una en la que Stalin estrechaba la mano de Kuzmín; una foto tomada en el setenta aniversario del líder. Alrededor de éstas había una selección de carteles propagandísticos enmarcados, de diferentes décadas. Leo imaginaba que el espectro temporal debía de tener por objeto sugerir la idea de que Kuzmín había ocupado siempre aquel despacho, incluso durante las purgas de los años treinta, lo cual no era cierto, pues por aquel entonces trabajaba en la inteligencia del ejército.

Había un cartel en el que se veía un conejo gordo y blanco en una jaula.

También había tres poderosas figuras rojas que golpeaban con sus martillos rojos las cabezas de hombres de aspecto mohíno y sin afeitar.

Había tres mujeres sonrientes que se dirigían a una fábrica.

El «NOS» del último cartel no se refería a las tres mujeres sonrientes, sino más bien a la cuenta de ahorros nacional.

Había otro cartel con un hombre bulboso vestido de traje y sombrero de copa, con dos bolsas rebosantes de dinero en las manos.

Había imágenes de formas macizas que representaban puertos, astilleros, vías férreas, obreros sonrientes, obreros iracundos y una flota de locomotoras, todo ello en honor a Lenin.

Aquellos carteles rotaban con regularidad, y Kuzmín se ponía bastante pesado a la hora de mostrar con orgullo su extensa colección. Trataba con el mismo celo su colección de libros. Sus estanterías estaban llenas de todos los títulos adecuados, mientras que su ejemplar de la Historia del Partido Comunista, texto escrito por iniciativa del propio Stalin, apenas abandonaba su escritorio. Hasta la papelera contenía elementos rigurosamente seleccionados. Todo el mundo, desde el más humilde empleado hasta el oficial de mayor rango, sabía que si uno quería deshacerse de algo, debía sacarlo a escondidas y desembarazarse de ello con discreción de camino a casa.

Kuzmín estaba de pie junto a la ventana, desde la que se veía la plaza de Lubianka. Era un hombre achaparrado y llevaba, de manera intencionada, un uniforme de una talla más pequeña que la que le correspondía. Sus anteojos eran gruesos y a menudo se le resbalaban por el puente de la nariz. En resumen, era un hombre de aspecto ridículo, y ni siquiera el poder supremo de la vida y la muerte le confería la más mínima gravedad. Aunque Kuzmín ya no participaba en los interrogatorios (algo que Leo ya sabía), se rumoreaba que en su día había sido un experto, y que prefería usar sus pequeñas y rechonchas manos. Mirándolo en aquel momento resultaba difícil de creer.

Leo se sentó. Kuzmín se quedó de pie junto a la ventana. Prefería formular preguntas mientras miraba al exterior. Esto era porque creía, y así se lo recordaba a menudo a Leo, que las manifestaciones externas de emoción debían tratarse con absoluto escepticismo, a no ser que la persona no fuera consciente de estar siendo observada. Le había cogido gusto a fingir que miraba por la ventana cuando en realidad observaba el reflejo de los transeúntes. La utilidad de aquel truco se veía considerablemente mermada por el hecho de que casi todo el mundo, incluido Leo, sabía que estaba siendo observado. Y, de todas formas, muy pocas personas bajaban la guardia dentro de la Lubianka.

—Enhorabuena, Leo. Sabía que lo atraparías. Esta experiencia ha sido una valiosa lección para ti.

Leo asintió.

—¿Estás enfermo?

Leo hizo una pausa. Era evidente que tenía peor aspecto del que imaginaba.

—No es nada. Un resfriado, quizá, pero ya se pasará.

—Imagino que estarás molesto conmigo por haberte distraído del caso Brodski y hacer que te ocuparas de Fiódor Andréyev. ¿Tengo razón? ¿Piensas que lo de Fiódor era irrelevante y que debería haberte dejado seguir con la operación contra Brodski?

Sonreía, algo le divertía. Leo se concentró, percibía el peligro.

—No, mayor, no estoy molesto. Debería haber arrestado a Brodski inmediatamente. Fue culpa mía.

—Sí, pero no lo arrestaste inmediatamente. Así que, teniendo eso en cuenta, ¿me equivoqué yo al apartarte de un caso de espionaje y ordenarte que hablaras con un padre que estaba de luto? Ésa es mi pregunta.

—Sólo pensaba que fue un error por mi parte no arrestar a Brodski inmediatamente.

—Estás evitando la pregunta. Lo que quiero decir es, simplemente, que la familia de Fiódor no era un asunto trivial. Era un caso de corrupción dentro del mismísimo MGB. Uno de tus hombres se había torcido por culpa del dolor, y de manera poco inteligente había convertido a su familia y a sí mismo en enemigos del Estado. Aunque estoy satisfecho de que atraparas a Brodski, me parecía que tu labor con Fiódor era más importante.

—Entiendo.

—Luego está el asunto de Vasili Nikitin.

Era inevitable informar de sus acciones. Vasili no dudaría en intentar utilizarlas contra él. Leo no podía contar con el apoyo de Kuzmín, ni adivinar qué aspecto del incidente le importaba más.

—¿Le apuntaste con una pistola? ¿Y después le golpeaste? Dice que perdiste el control. Dice que habías tomado narcóticos. Te han vuelto irracional. Ha pedido tu suspensión. Como entenderás, está molesto.

Leo lo entendía perfectamente: en este caso, lo importante no eran las ejecuciones.

—Yo era el oficial de más alto grado y di una orden. Vasili la desobedeció. ¿Cómo puedo mantener la línea de mando, cómo puede cualquiera de nosotros mantener el mando, si se ignoran las órdenes? El sistema se colapsaría. Puede que sea mi pasado militar. En las operaciones militares la desobediencia y la insubordinación se castigan incluso con la muerte.

Kuzmín asintió. Leo había escogido sabiamente el argumento para su defensa: los principios del decoro militar.

—Tienes razón, claro. Vasili es un hombre con temperamento. Él mismo lo admite. Desobedeció una orden. Es cierto. Pero estaba furioso por la colaboración de la familia. No estoy disculpando lo que hizo, como entenderás. Tenemos un sistema que se ocupa de tales violaciones. Tendrían que haberlos traído aquí. Vasili ha recibido el castigo adecuado. En cuanto a las drogas…

—Llevaba veinticuatro horas sin dormir. Y fueron los médicos de aquí quienes me las suministraron.

—Eso no me preocupa lo más mínimo. Te dije que debías hacer todo lo que fuera necesario, lo cual supongo que incluye tomar lo que haga falta. Pero tengo que advertirte una cosa. Golpear a otro agente llama la atención. La gente tarda poco en olvidar que tenías razones para hacerlo. La cosa debería haber terminado cuando Vasili bajó el arma. Si querías castigarlo de forma más severa, deberías haberme informado de su insubordinación. Te tomaste la justicia por tu mano. Eso no es admisible. No es admisible de ninguna manera.

—Pido disculpas.

Kuzmín se apartó de la ventana. Se situó junto a Leo y colocó la mano sobre su hombro.

—Bueno, dejemos este asunto. Considéralo zanjado. Tengo otro reto para ti: el interrogatorio de Brodski. Quiero que lo lleves tú. Puedes llamar a quien quieras para que te ayude, a un especialista en interrogatorios, pero quiero que estés presente cuando se venga abajo. Es importante que veas quién es ese hombre realmente, sobre todo considerando que te dejaste engañar por su aspecto inocente.

Era una petición inhabitual. Kuzmín percibió la sorpresa de Leo.

—Será bueno para ti. Hay que valorar a un hombre por lo que está dispuesto a hacer por sí mismo, no por lo que está dispuesto a dejar que hagan otros. ¿Tienes alguna objeción?

—Ninguna.

Leo se levantó y se alisó la chaqueta.

—Empezaré inmediatamente.

—Una última cosa: quiero que tú y Vasili trabajéis juntos en esto.

Había tres tipos de celda. Por una parte estaban las celdas de confinamiento: habitaciones cuadradas, con el suelo cubierto de paja, con espacio suficiente para que tres hombres adultos pudieran estar echados el uno junto al otro. Siempre había cinco hombres en cada celda; estaban abarrotadas hasta tal punto que uno no podía rascarse sin que se movieran los demás, era un rompecabezas de miembros humanos. Como no había letrina, tenían que hacer sitio para el cubo que cada uno tenía que usar delante de los demás. En cuanto se desbordaba, los prisioneros tenían que llevarlo hasta la alcantarilla más próxima, y les decían que, si derramaban la más mínima gota, les dispararían. Leo también pudo escuchar cómo los guardias comentaban divertidos los gestos de concentración de los prisioneros mientras éstos controlaban temblorosos el nivel de heces y orina; un nivel que decidiría si vivían o morían. Aquello era una barbarie, sin duda, pero una barbarie con razón, barbarie por un bien supremo.

Bien Supremo, el Bien Supremo.

Era necesario repetirlo, grabarlo en cada pensamiento, para que circulase en lo más hondo del cerebro como cinta de impresión.

Después de las celdas de confinamiento estaban las de castigo, de varios tipos. Algunas estaban inundadas de agua helada hasta la altura de las rodillas, con las paredes cubiertas de moho y viscosidades. Una estancia de cinco días era suficiente para asegurarse de que el cuerpo no se recuperaría nunca, de que la enfermedad se quedaría impregnada para siempre en los pulmones del prisionero. Había armarios estrechos, como ataúdes de madera, donde se multiplicaban las chinches, y en los que un prisionero podía permanecer desnudo hasta que estuviera listo para firmar una confesión. Había cuartos con las paredes recubiertas de corcho, en los que se calentaba a los prisioneros, se les asaba con el sistema de ventilación del edificio, hasta que la sangre les manaba de los poros. Había cuartos con ganchos, cadenas y cables eléctricos. Había toda clase de castigos para toda clase de gente. La imaginación era el único límite, y éste no quedaba muy claro. Todos aquellos horrores parecían insignificantes en comparación con el tamaño y la magnitud del bien supremo.

Bien Supremo el Bien Supremo el Bien Supremo el Bien Supremo.

La justificación de tales métodos era simple y persuasiva, y había que repetirla constantemente: aquellas personas eran enemigos. ¿Acaso no había visto Leo medidas igual de extremas durante la guerra? Sí, y cosas peores. ¿Acaso no había traído aquella guerra la libertad? ¿No era aquello lo mismo, una guerra contra otra clase de enemigo, un enemigo interno, pero que seguía siendo un enemigo al fin y al cabo? ¿Era necesario? Sí, lo era. La supervivencia del sistema político lo justificaba todo. La promesa de una edad dorada en la que no existiría ni un ápice de aquella brutalidad, en la que todo sería abundante y la pobreza sería un recuerdo, lo justificaba todo. Aquellos métodos no eran deseables, no había que alegrarse de que existieran, y los agentes que disfrutaban de su trabajo eran algo incomprensible. Pero Leo no era un necio. Dentro de aquella pulcra y ejercitada secuencia de autojustificación había una pequeña cantidad de negación, una negación que permanecía dormida en la base de su estómago, como la vaina de alguna semilla sin digerir.

Finalmente estaba la última clase de celdas, las de interrogatorios. Leo había llegado a una de ellas, en la que tenían retenido al traidor: una puerta de acero con un agujero por el que mirar. Llamó, preguntándose qué encontraría dentro. Un muchacho de apenas diecisiete años le abrió la puerta. La celda era pequeña y rectangular, con austeras paredes de hormigón y austero suelo de hormigón, pero la iluminación era tan fuerte que Leo tuvo que entornar los ojos al entrar. Del techo colgaban cinco potentes bombillas. En la pared del fondo, en contraste con el lóbrego ambiente, había un sofá. Anatoli Brodski estaba sentado en él, con las muñecas y los tobillos atados con una cuerda. El agente más joven aclaró, orgulloso:

—Intenta cerrar los ojos todo el rato, intenta dormirse. Pero yo le golpeo constantemente. No ha tenido ni un momento de descanso, se lo prometo. Lo del sofá es la mejor parte. Lo único que quiere es echarse y dormir. Es muy cómodo, de lo más mullido. Yo me he sentado. Pero no le dejo dormirse. Es como ponerle comida delante a un muerto de hambre.

Leo asintió, y se dio cuenta de que el joven agente se sentía algo decepcionado al no recibir una felicitación más efusiva por su dedicación. El agente se situó en una esquina de la habitación, armado con su bastón de madera negro. Estaba rígido, serio, y tenía las mejillas coloradas. Parecía un soldado de juguete.

Brodski estaba sentado al borde del sofá, inclinado hacia delante, con los ojos medio cerrados. No había más asientos, y Leo se sentó en el sofá junto a él. Era una disposición lamentable. El sofá era realmente cómodo, y cuando Leo se hundió en él pudo comprobar cómo funcionaba el curioso sistema de tortura de aquella habitación. Pero no había tiempo que perder, tenía que ser rápido. Vasili llegaría en cualquier momento, y Leo esperaba poder convencer antes a Anatoli de que cooperase.

Anatoli alzó la vista y abrió ligeramente los ojos. Privado de sueño, su cerebro necesitó un instante para reconocer al hombre que estaba sentado junto a él. Aquél era el hombre que lo había capturado. Era el hombre que le había salvado la vida. Estaba soñoliento y sus palabras eran difíciles de entender, como si lo hubieran drogado.

—Las niñas. Las hijas de Mijaíl. ¿Dónde están?

—Las han llevado a un orfanato. Están a salvo.

Un orfanato… ¿Era una broma? ¿Era parte del castigo? No, aquel hombre no bromeaba. Era un creyente.

—¿Alguna vez ha estado en un orfanato?

—No.

—Las niñas tendrían más posibilidades de sobrevivir si las dejaran apañárselas solas.

—Ahora el Estado cuida de ellas.

Para sorpresa de Leo, el prisionero levantó las manos y, con las muñecas aún atadas, le palpó la frente. El joven agente pegó un brinco y levantó el bastón de madera, dispuesto a golpear al prisionero en las rodillas. Leo le hizo un gesto para que se apartara y éste se echó hacia atrás, no muy convencido.

—Tiene usted fiebre. Debería estar en casa. ¿Tienen ustedes casa? ¿En la que duermen y comen y hacen todo lo que hacen las personas normales?

Leo se asombró ante aquel hombre. Seguía siendo médico, aun en un momento como aquél. Seguía siendo irreverente, incluso en tales circunstancias. Era valiente y directo, y Leo no pudo evitar sentir por él cierta simpatía.

Leo se echó hacia atrás y se limpió el sudor de la frente con la manga de su chaqueta.

—Puede ahorrarse un sufrimiento innecesario si habla conmigo. No he hablado con nadie que no haya terminado deseando haberlo confesado todo desde el principio. ¿Qué gana usted con el silencio?

—No gano nada.

—Entonces ¿me dirá la verdad?

—Sí.

—¿Para quién trabaja?

—Anna Vladislávovna. Su gato se está quedando ciego. Dora Andréyeva. Su perro no quiere comer. Arkadi Máslov. Su perro se ha roto una de las patas delanteras. Matthias Rakosi. Tiene una colección de pájaros exóticos.

—Si es usted inocente, ¿por qué huyó?

—Huí porque ustedes me perseguían. No hay otra razón.

—Eso no tiene sentido.

—Estoy de acuerdo, pero no deja de ser cierto. Cuando a uno lo persiguen, siempre lo arrestan. Cuando a uno lo arrestan, siempre es culpable. Nunca traen aquí a ningún inocente.

—¿Para qué agentes de la embajada estadounidense trabaja usted y qué información les ha pasado?

Por fin Anatoli lo entendió todo. Hacía varias semanas un joven empleado de la embajada estadounidense le había traído su perro para que lo examinase. Tenía un corte infectado. Necesitaba un tratamiento con antibióticos, pero como éstos no estaban disponibles, había limpiado al animal con cuidado, había esterilizado la herida y lo había mantenido en observación. Poco después había visto a un hombre merodeando frente a su casa. No había dormido en toda la noche, incapaz de averiguar qué era lo que había hecho mal. A la mañana siguiente lo habían seguido al trabajo y lo habían vuelto a seguir a casa. Esto se había repetido durante tres días. Después de la cuarta noche sin dormir había decidido huir. Por fin conocía los detalles de su crimen. Había tratado al perro de un extranjero.

—No me cabe duda de que con el tiempo acabaré diciendo cualquier cosa que quieran que diga, pero ahora diré lo siguiente: Yo, Anatoli Brodski, soy veterinario. Dentro de poco sus archivos dirán que yo era un espía. Tendrán mi firma y mi confesión. Me obligarán a dar nombres. Habrá más arrestos, más firmas y más confesiones. Pero diga lo que diga estaré mintiendo, porque soy veterinario.

—No es usted el primer hombre culpable que declara que es inocente.

—¿Cree realmente que soy espía?

—Sólo por esta conversación tengo más que suficiente para procesarlo por subversión. Ya ha dejado usted bien claro que odia este país.

—Yo no odio este país. Ustedes son los que odian este país. Odian a la gente de este país. ¿Por qué, si no, arrestan a tanta?

Leo se impacientó.

—¿Es usted consciente de lo que sucederá si no habla conmigo?

—Hasta los niños saben lo que pasa aquí dentro.

—¿Y aun así se resiste a confesar?

—No se lo voy a poner fácil, así que si quiere que diga que soy un espía, tendrán que torturarme.

—Confiaba en que eso se pudiera evitar.

—¿Cree que puede seguir siendo una persona honrada aquí abajo? Vaya a por sus cuchillos. Vaya a por su caja de herramientas. Cuando tenga las manos cubiertas de sangre, me gustaría escuchar cómo intenta parecer razonable.

—Lo único que necesito es una lista con nombres.

—No hay nada más tozudo que un hecho. Por eso los odian tanto. Les ofenden. Por eso les molesta que les diga, sencillamente, que yo, Anatoli Brodski, soy veterinario. Mi inocencia les ofende porque quieren que sea culpable. Quieren que sea culpable porque me han arrestado.

Se escuchó un golpe en la puerta. Vasili había llegado. Leo se levantó y murmuró.

—Debería haber aceptado mi oferta.

—Quizá algún día comprenda usted por qué no lo hice.

El agente joven abrió la puerta. Vasili entró. Llevaba una gasa esterilizada en el lugar en el que había recibido el golpe, y Leo sospechaba que no tenía ninguna utilidad real, que con ella sólo pretendía suscitar rumores y permitirle describir el incidente al mayor número de personas posible. Vasili venía acompañado de un hombre de mediana edad con escaso pelo y vestido con un traje arrugado. Al ver a Leo y Anatoli juntos Vasili pareció preocupado.

—¿Ha confesado?

—No.

Visiblemente aliviado, Vasili hizo una señal al agente joven para que llevase al prisionero ante sus pies, mientras el hombre de mediana edad con el traje marrón se acercaba a Leo con una sonrisa y le tendía la mano.

—Doctor Román Jvostov. Soy psiquiatra.

—Leo Demídov.

—Encantado de conocerlo.

Se estrecharon la mano. Jvostov hizo un gesto, señalando al prisionero.

—No se preocupe por él.

Jvostov los condujo hasta su sala de operaciones, y al abrir la cerradura les hizo un gesto para que entrasen, como si fueran niños y aquello fuera una sala de juegos. La sala de operaciones era pequeña y estaba limpia. Había una silla de cuero rojo atornillada al suelo, de azulejos blancos. Por medio de una serie de palancas la silla podía reclinarse totalmente y volver a su posición. En las paredes había vitrinas llenas de botellas, polvos y píldoras, etiquetadas con pulcras pegatinas blancas en las que había cosas escritas en negro de manera cuidadosa. Detrás de las vitrinas colgaba una colección de instrumental quirúrgico de acero. Olía a desinfectante. Brodski no se resistió cuando lo ataron a la silla. Le apretaron las muñecas, los tobillos y el cuello con correas de cuero negro. Leo le ató los pies mientras Vasili le amarraba los brazos. En cuanto hubieron terminado fue incapaz de mover ninguna parte de su cuerpo. Leo dio un paso atrás. Jvostov se lavó las manos en la pila.

—Durante un tiempo estuve trabajando en un gulag, cerca de la ciudad de Molotov. El hospital estaba lleno de personas que se hacían pasar por enfermos mentales. Eran capaces de cualquier cosa con tal de no trabajar. Corrían como animales, gritaban obscenidades, se arrancaban la ropa, se masturbaban en público, defecaban en el suelo; cualquier cosa. Y todo para convencerme de que habían perdido la razón. No podía uno fiarse de nadie. Mi trabajo consistía en identificar quién mentía y quién decía la verdad. Se realizaban varias pruebas académicas, pero los prisioneros se ponían rápidamente al día y compartían la información, y en poco tiempo todo el mundo sabía cómo comportarse para burlar el sistema. Por ejemplo, un prisionero que creía que era Hitler o un caballo o algo igual de peregrino estaba, casi con toda certeza, haciéndose pasar por loco. Y por eso los prisioneros dejaron de decir que eran Hitler y empezaron a ser mucho más sutiles y sofisticados a la hora de engañarnos. Al final sólo había una manera de obtener la verdad.

Llenó una jeringuilla con un aceite denso y amarillento que depositó sobre una bandeja de acero, después cortó con cuidado un trozo de la camisa del prisionero y le ató un torniquete de goma en la parte superior del brazo, para sacar a la superficie una gruesa vena azul que empezó a hincharse. Jvostov se dirigió al prisionero:

—Tengo entendido que tiene usted algunos conocimientos de medicina. Voy a inyectarle aceite de alcanfor en el flujo sanguíneo. ¿Entiende lo que eso le hará?

—Mi experiencia médica se limita a ayudar a la gente.

—Esto también puede ayudar a la gente. Ayuda a los que no les dicen la verdad. Le provocará un ataque. Mientras esté sufriendo este ataque será incapaz de mentir. De hecho, será incapaz de hacer prácticamente nada. Si puede hablar, sólo podrá decir la verdad.

—Entonces adelante. Inyécteme su aceite. Escuchen lo que tengo que decir.

Jvostov se dirigió a Leo.

—Usaremos una mordaza de goma. Eso evitará que se arranque la lengua durante la parte más intensa del ataque. Pero cuando se calme se la retiraremos y podrán ustedes hacerle preguntas.

Vasili cogió un escalpelo y empezó a quitarse la suciedad de las uñas, limpiándose la línea de roña en el abrigo. En cuanto hubo terminado dejó el escalpelo y se metió la mano en el bolsillo para sacar un cigarrillo. El médico negó con la cabeza.

—Aquí no, por favor.

Vasili guardó el cigarrillo. El médico inspeccionó la jeringuilla; en la punta de la aguja había una amarillenta gotita de aceite. Satisfecho, la hundió en la vena de Brodski.

—Tenemos que hacerlo despacio. Si nos apresuramos, sufrirá una embolia.

Apretó el émbolo y el viscoso y denso aceite amarillo pasó de la jeringuilla al brazo del prisionero.

Los efectos no tardaron en notarse. De pronto la mirada de Anatoli Brodski perdió cualquier signo de inteligencia: los ojos se le fueron hacia arriba y su cuerpo empezó a convulsionarse, como si la silla a la que estaba atado estuviera cargada con un millar de voltios. La aguja seguía en su brazo, y sólo le habían inyectado una pequeña porción del aceite.

—Y ahora inyectamos un poco más.

Inyectó otros cinco mililitros y en las comisuras de la boca de Brodski aparecieron burbujas; burbujas blancas y pequeñas.

—Y ahora esperamos, esperamos, esperamos…, e inyectamos el resto.

Jvostov inyectó el aceite restante, sacó la aguja y apretó un algodón sobre el punto del brazo en que había pinchado. Dio un paso atrás.

Brodski ya no parecía un ser humano sino una máquina con problemas, un motor más que pasado de vueltas. Su cuerpo tiraba de las correas, de tal forma que parecía que una fuerza externa estuviera actuando sobre él. Se escuchó un crujido. Se le había roto un hueso de la muñeca al tirar bruscamente de la correa. Jvostov echó un vistazo a la lesión, que empezaba ya a hincharse:

—No es raro que suceda. Miró el reloj y dijo:

—Esperen un poco más.

De ambos lados de la boca del prisionero corrían dos hilillos distintos de espuma que llegaban hasta debajo de la barbilla y goteaban en las piernas. Las convulsiones empezaban a remitir.

—Está bien. Hagan las preguntas. Veamos qué dice.

Vasili dio un paso adelante y desató la mordaza de goma. Brodski vomitó espuma y saliva en el regazo. Vasili se dio la vuelta con una mirada de incredulidad.

—¿Qué cojones nos va a decir en este estado?

—Inténtelo.

—¿Para quién trabaja?

Por única respuesta, la cabeza de aquel hombre se deslizó sobre la correa. Balbució. Le salió sangre de la nariz. Jvostov le limpió con un pañuelo.

—Inténtelo de nuevo.

—¿Con quién trabaja?

La cabeza de Brodski se inclinó a un lado, como la de una marioneta o un muñeco: aparentemente vivo, capaz de moverse, pero que no está vivo de verdad. Abría y cerraba la boca, con la lengua suelta; la imitación mecánica del habla, pero sin sonido alguno.

—Inténtelo de nuevo.

—¿Para quién trabaja?

—Inténtelo de nuevo.

Vasili negó con la cabeza y miró a Leo.

—Esto es una estupidez. Inténtalo tú.

Leo había apoyado la espalda contra la pared, como si intentase alejarse lo máximo posible. Se acercó.

—¿Para quién trabaja?

Salió un ruido de su boca. Era ridículo, cómico, como el balbuceo de un bebé. Jvostov se cruzó de brazos y miró a Brodski a los ojos.

—Inténtelo de nuevo. Empiece con preguntas simples. Pregúntele su nombre.

—¿Cuál es su nombre?

—Inténtelo de nuevo, confíe en mí. Está saliendo. Inténtelo de nuevo. Por favor.

Leo se acercó un poco más. Estaba lo suficientemente cerca como para estirar el brazo y tocarle la frente.

—¿Cuál es su nombre?

Movió los labios.

—Anatoli.

—¿Con quién trabaja?

Ya no se agitaba. Sus ojos volvieron a su posición normal.

—¿Con quién trabaja?

Durante un instante hubo silencio. Y entonces habló, de manera débil y apresurada, como quien habla en sueños.

—Anna Vladislávovna. Dora Andréyeva. Arkadi Máslov. Matthias Rakosi.

Vasili sacó su libreta, empezó a escribir los nombres y preguntó:

—¿Reconoces alguno de esos nombres?

Sí, Leo reconocía los nombres: Anna Vladislávovna: su gato se está quedando ciego. Dora Andréyeva: su perro no quiere comer. Arkadi Máslov: su perro se ha roto una de las patas delanteras. La semilla de la duda, que yacía dormida e indigesta en la base de su estómago, se abrió.

Anatoli Tarásovich Brodski no era más que un veterinario.