Treinta kilómetros al norte de Moscú
15 de febrero
Las carreteras de salida de Moscú estaban cubiertas de mantillo helado, y aunque los neumáticos del camión estaban equipados con cadenas para la nieve, rara vez superaban los veinticinco kilómetros por hora. El viento y la nieve pasaban a su lado con tal fiereza que daba la impresión de que tuvieran un interés personal en que Leo no llegase a su destino. Los limpiaparabrisas, que salían del techo de la cabina, luchaban por mantener la visibilidad en un pequeñísimo pedazo de ventana. Con una visibilidad de menos de diez metros, el camión siguió adelante. Lo único que movía a Leo a intentar realizar un viaje en esas condiciones era la desesperación.
Leo, echado hacia delante, con mapas abiertos sobre el regazo, estaba sentado junto a Vasili y el conductor. Los tres iban vestidos como si estuvieran a la intemperie: con abrigo y guantes. La cabina de acero, con su techo de acero y su suelo de acero, sólo tenía el calor residual del tembloroso motor. Pero al menos aquella cabina les ofrecía algo de protección frente al frío. En la parte trasera, los nueve agentes armados a conciencia no disfrutaban de tales lujos. Los camiones ZiS-151 tenían un techo de lona por el que se colaba el frío y hasta la nieve. Como las temperaturas podían llegar a los treinta grados bajo cero, los compartimentos del ZiS-151 estaban equipados con una caldera de leña fijada al suelo. Aquel abultado artefacto podía calentar únicamente a aquellos que estaban pegados a él, obligando así a los hombres a acurrucarse y a cambiar de sitio constantemente. El propio Leo se había sentado allí muchas veces: cada diez minutos los que estaban más cerca de la estufa se apartaban del calor a regañadientes y se veían relegados al sitio más frío, al final de los bancos, mientras el resto del grupo se reorganizaba.
Por primera vez en toda su carrera Leo notaba cierta disensión en su equipo. Y el motivo no era la incomodidad ni la falta de sueño. Sus hombres estaban acostumbrados a las condiciones adversas. No; era otra cosa. Quizá fuera el hecho de que la misión se podía haber evitado. Quizá no confiasen en la pista de Kímov. Y, sin embargo, en otras ocasiones había pedido la confianza de sus hombres y éstos se la habían dado. Aquella noche podía sentir hostilidad, resistencia. Aparte de Vasili, no estaba acostumbrado. Intentó pensar en otra cosa. En aquel momento su popularidad era la menor de sus preocupaciones.
Si su teoría resultaba ser correcta, si el sospechoso estaba en Kímov, entonces, pensaba Leo, lo más probable era que saliera de allí con las primeras luces del alba, ya fuera en solitario o ayudado por su amigo. Leo se estaba arriesgando al pensar que llegarían al pueblo a tiempo. Había decidido no recurrir a la milicia local, con base en Zagorsk, la ciudad más cercana, puesto que en su opinión eran unos aficionados, indisciplinados y con escasa formación. Ni siquiera se podía confiar en las divisiones locales del MGB para una operación como aquélla. No era probable que Brodski, consciente de ser un fugitivo buscado, se fuera a rendir. Puede que estuviera dispuesto a luchar hasta morir. Tenían que capturarlo vivo. Su confesión era de la máxima importancia. Además, su huida había avergonzado a Leo y estaba decidido a reparar el daño, decidido a llevar a cabo el arresto personalmente. No se trataba de una mera cuestión de orgullo. Tampoco importaba sólo el hecho de que su carrera dependiera del éxito de la misión. Las consecuencias eran más complejas. El fracaso en un importante caso de espionaje como aquél podría dar lugar a acusaciones de haber saboteado de forma deliberada la investigación. El fracaso en la captura del sospechoso lo implicaría a él personalmente. Su lealtad quedaría en entredicho.
Vigila a aquellos en quienes confías.
Nadie escapaba a aquella regla. Ni siquiera aquellos que la aplicaban.
Si Brodski no estaba en Kímov, si Leo se equivocaba, entonces Vasili sería el primero en dar un testimonio detallado acerca de cómo su superior había renunciado a la prometedora pista de Kiev. Otros miembros de la dirección olerían su debilidad como animales que rodean a una presa herida, y casi con toda seguridad denunciarían sus escasas cualidades como líder, mientras que Vasili se presentaría como el sucesor lógico de Leo. En la jerarquía de la Seguridad del Estado la suerte podía cambiar de un día para otro. Para ambos hombres la suya dependía en gran medida del lugar en que se encontrase el traidor.
Leo echó un vistazo a su segundo, un hombre atractivo y repugnante a partes iguales; como si su buen aspecto hubiera sido moldeado sobre un núcleo podrido, un rostro de héroe con el corazón de un matón. Una atractiva fachada con unas mínimas grietas que asomaban por las comisuras de los labios; una tenue sonrisa burlona que, si uno la sabía interpretar, daba una pista de los oscuros pensamientos que se escondían tras aquella cara bonita. Vasili, que quizá se había dado cuenta de que era el objeto de su atención, se giró y le dedicó una sonrisa leve, ambigua. Por algún motivo parecía contento. Inmediatamente Leo se percató de que algo no iba bien.
Comprobó el mapa. Kímov, con una población inferior al millar de personas, era una mota de polvo en el lienzo soviético. Había advertido al conductor que no tenía que buscar ningún cartel en la carretera. Incluso a quince kilómetros por hora aquel pueblo aparecería y desaparecería en el tiempo que se tarda en cambiar de marcha. Mientras Leo pasaba el dedo por los puntos de la carretera, empezó a sospechar que se habían pasado el desvío. Seguían viajando hacia el norte cuando deberían estar viajando hacia el oeste. Como era prácticamente imposible hacerse una idea de dónde estaban basándose en el paisaje que los rodeaba, hizo un cálculo de su posición en kilómetros. Estaban demasiado al norte. El conductor se había pasado la marca.
—¡Da la vuelta!
Leo se fijó en que ni el conductor ni Vasili parecieron sorprenderse ante la petición. El conductor farfulló:
—Pero si no hemos visto la salida.
—La hemos pasado. Para el camión.
El conductor aminoró suavemente, apretando el freno poco a poco para evitar patinar sobre el hielo. El camión se detuvo de manera gradual, Leo salió de un salto y, en medio de la ventisca, empezó a dar indicaciones al conductor para que realizase una aparatosa media vuelta. Algo complicado, pues el ZiS-151 era casi tan ancho como la carretera. Cuando prácticamente habían completado el giro, con el camión bien situado respecto a la carretera, el conductor pareció ignorar las instrucciones de Leo y dio marcha atrás demasiado rápido y demasiado lejos. Leo salió corriendo y golpeó la puerta, pero ya era tarde. Una de las ruedas traseras se salió de la carretera. Daba vueltas sin moverse y no paraba de salir nieve. Leo moderó su ira, pues empezaba a sospechar cada vez más del conductor, cuyo nivel de incompetencia parecía poco creíble. Vasili había organizado el equipo, había escogido al conductor. Leo abrió la puerta de la cabina y gritó:
—¡Fuera!
El conductor se bajó. Los agentes que estaban en la parte de atrás habían salido también para ver qué pasaba. Miraron a Leo con desaprobación. ¿Era irritación por el retraso, por la propia misión, les molestaba su liderazgo? No lograba entenderlo. Ordenó a uno de ellos que se colocase al volante mientras el grupo, incluido Vasili, empujaba el camión para sacarlo de la nieve. El neumático giró y les roció los uniformes de nieve sucia. Finalmente las cadenas llegaron a la carretera y el camión avanzó. Leo ordenó al conductor destituido que se sentara en la parte de atrás. Un error como aquél era más que suficiente para garantizar un informe escrito y una condena al gulag. Vasili debía de haberle garantizado inmunidad, una garantía que sólo tendría valor si Leo fracasaba. Leo se preguntó cuántos miembros más del equipo estarían más interesados en su fracaso que en su éxito. Se sintió solo, aislado en su propia unidad, y cogió el volante. Él sería el conductor. Él los llevaría. Él llegaría hasta allí. No podía confiar en nadie. Vasili se subió junto a él, optando sabiamente por no decir nada. Leo metió la marcha.
Cuando llegaron al buen camino, en dirección al oeste, y se acercaron a Kímov, la tormenta había pasado ya. Empezó a salir un débil sol de invierno. Leo estaba agotado. Conducir entre la nieve lo había dejado sin fuerzas. Tenía los brazos y los hombros entumecidos, y los párpados le pesaban. Estaban atravesando lo más profundo de la campiña rusa; campos, bosques… Cuando entró en un pequeño valle vio el pueblo: un grupito de casas de madera, algunas de ellas al pie del camino y otras más atrás, todas ellas de planta cuadrangular y altos tejados triangulares, un panorama que no había cambiado en cien años. Aquélla era la vieja Rusia: comunidades levantadas en torno a pozos de agua y antiguos mitos, donde la salud del ganado estaba a merced de la voluntad del dvorodoi, el duende del corral, donde los padres decían a sus hijos que si se portaban mal, los espíritus se los llevarían para convertirlos en árboles. Los padres habían escuchado aquellas historias de pequeños y nunca habían dejado de creerlas, hasta el punto de pasarse meses tejiendo ropas que ofrecer a las ninfas del bosque, las rusalki, de quienes creían que iban de árbol en árbol y que podían, si así lo decidían, hacer cosquillas a un hombre hasta provocar su muerte. Leo había crecido en la ciudad, y para él aquellas supersticiones rurales no significaban nada. Le desconcertaba el hecho de que la revolución ideológica de su país hubiera contribuido tan poco a sustituir aquel folclore primitivo.
Leo detuvo el camión en la primera casa. Sacó del bolsillo de la chaqueta un frasco de vidrio que contenía pequeños y sucios cristales blancos de diversos tamaños: metanfetamina pura, un narcótico muy utilizado por los nazis. Lo había conocido cuando combatía en el frente oriental, mientras el ejército de su país hacía retroceder a los invasores, asimilando prisioneros de guerra y algunos de sus hábitos. Había habido operaciones en las que Leo no se había podido permitir el lujo de descansar. Ésta era una de ellas. Había usado la metanfetamina, que le prescribían ahora los médicos del MGB, varias veces después de la guerra, siempre que una misión requiriese estar despierto toda la noche. No podía valorarse suficientemente su utilidad. Pero el precio era un bajón total unas veinticuatro horas después: un cansancio absoluto que sólo podía evitarse tomando más o durmiendo doce horas seguidas. Los efectos secundarios se empezaban a notar. Había perdido peso, y las facciones de su rostro se habían endurecido. Su capacidad de memoria se había atenuado, los nombres y los detalles concretos se le escapaban, antiguos casos y arrestos se confundían en su recuerdo y tenía que escribirse notas a sí mismo. Resultaba imposible juzgar si se había vuelto más paranoico por culpa de la droga, pues la paranoia era un valor esencial, una virtud que había que entrenar y cultivar. Si la metanfetamina la había potenciado, tanto mejor.
Se echó una pequeña porción sobre la palma, y después un poco más. Intentaba recordar cuál era la dosis correcta. Mejor pasarse que quedarse corto. Una vez satisfecho, se lo tragó con el contenido de una petaca. El vodka le quemó la garganta sin llegar a ocultar el acre sabor químico que le daba ganas de vomitar. Esperó a que se pasara aquella sensación mientras examinaba los alrededores. La nieve recién caída lo cubría todo. Aquello le agradaba. Aparte del propio Kímov, había pocos sitios en los que ocultarse. Una persona sería visible desde varios kilómetros, y sus huellas serían fáciles de seguir.
No tenía ni idea de cuál de aquellas granjas pertenecía a Mijaíl Zinóviev. Como el camión militar aparcado en mitad de la carretera eliminaba por completo el factor sorpresa, Leo se bajó, desenfundó la pistola y se acercó a la casa más próxima. Aunque las anfetaminas no habían causado todavía efecto, se sentía ya más despierto, más ágil a medida que su cerebro se preparaba para la inevitable oleada narcótica. Se acercó al porche y se aseguró de que el arma estaba lista.
Antes incluso de llamar a la puerta apareció una anciana de piel curtida. Llevaba un vestido con estampados azules y mangas blancas, y un chal bordado que le cubría la cabeza. A ella no le importaba Leo, ni su pistola, ni su uniforme, ni el camión militar. No tenía miedo a nada, y no intentó en ningún momento ocultar el gesto de desprecio grabado en su frente.
—Estoy buscando a Mijaíl Sviatoslávich Zinóviev. ¿Es ésta su granja? ¿Dónde está?
Como si Leo estuviera hablando en alguna lengua extranjera, ella torció la cabeza y no pronunció respuesta alguna. Era la segunda vez en dos días que una anciana le plantaba cara, que le mostraba abiertamente su repulsa. Había algo en aquellas mujeres que las hacía intocables; su autoridad no significaba nada para ellas. Por suerte la situación salió del punto muerto cuando el hijo de aquella mujer, un hombre de complexión fuerte y tartamudeo nervioso, salió apresuradamente de la casa.
—Perdónela. Es muy mayor. ¿Qué puedo hacer por usted?
Una vez más, los hijos se disculpaban por sus madres.
—Mijaíl Sviatoslávich. ¿Dónde está? ¿Cuál es su granja?
Al darse cuenta de que Leo no pretendía arrestarlos a ellos, que él y su familia estaban a salvo un día más, el hijo se sintió tremendamente aliviado. Señaló con despreocupación la granja de su amigo.
Leo volvió al camión. Sus hombres estaban ya en posición. Dividió el equipo en tres grupos. Avanzarían hasta la casa por lados diferentes, uno por la parte delantera y otro por la trasera, y un tercero se acercaría al granero y lo rodearía. Cada hombre iba armado con una pistola automática Stechkin APS de nueve milímetros, diseñada especialmente para ser utilizada por el MGB. Además de eso, un hombre de cada grupo llevaba un AK-47. Estaban preparados para una batalla campal, si es que llegaba el caso.
—Cogeremos al traidor vivo. Necesitamos su confesión. Si tenéis alguna duda, la más mínima, no disparéis.
Leo repitió aquella orden con especial énfasis al grupo liderado por Vasili. Matar a Anatoli Brodski sería un delito punible por la ley. Su propia seguridad era secundaria; lo importante era la vida del sospechoso. Como respuesta, Vasili se hizo con el AK-47 de su grupo.
—Para estar seguros.
En un intento de limitar las posibilidades de sabotaje de la operación de Vasili, Leo les ordenó encargarse del área menos importante.
—Tu grupo buscará en el granero.
Vasili se marchó. Leo le agarró del brazo.
—Lo cogeremos vivo.
A mitad de camino hacia la casa, los hombres se dividieron en tres grupos, partiendo en tres direcciones distintas. Los vecinos les dedicaron miradas furtivas desde sus ventanas para desaparecer después. A treinta pasos de la puerta Leo se detuvo, permitiendo a los otros dos grupos tomar posiciones. El equipo de Vasili rodeó el granero mientras el tercero llegaba a la parte trasera de la casa. Todos esperaban la señal de Leo. Afuera no había señales de vida. Un aliento de humo salía de la chimenea. En las pequeñas ventanas colgaban trozos de tela raída. Era imposible ver el interior de las habitaciones. Con excepción del chasquido de los seguros de los AK-47, reinaba el silencio. De pronto una niña salió de un pequeño edificio rectangular, la fosa séptica, que estaba detrás de la casa. Venía canturreando; el sonido se expandía por la nieve. Los tres agentes que estaban más cerca de Leo se dieron la vuelta y la apuntaron con sus armas. La pequeña se quedó petrificada, muerta de miedo. Leo levantó la mano.
—¡No disparéis!
Contuvo el aliento, con la esperanza de no escuchar el sonido de las armas de fuego. Nadie se movió. Y entonces la niña echó a correr, apresurándose hasta la casa tan rápido como pudo, gritando el nombre de su madre.
Leo notó el primer empellón de la anfetamina: su fatiga desapareció. Dio un salto hacia delante y sus hombres lo siguieron. Se acercó a la casa como un nudo que se estrecha alrededor de un cuello. La pequeña abrió precipitadamente la puerta y entró corriendo. Leo llegó pocos segundos después, golpeó la puerta con el hombro, desenfundó la pistola y se abrió paso hacia el interior. Allí encontró una pequeña y cálida cocina, envuelta en el olor del desayuno. Había dos niñas (la mayor debía de tener unos diez años, y la menor, cuatro) de pie junto a un débil fuego. Su madre, una mujer robusta de aspecto recio, que parecía capaz de tragarse las balas y escupirlas, estaba delante de ellas, protegiéndolas con una mano en cada uno de sus pechos. Un hombre de unos cuarenta años llegó desde el cuarto de atrás. Leo se volvió hacia él.
—¿Mijaíl Sviatoslávich?
—¿Sí?
—Mi nombre es Leo Stepánovich Demídov, agente del MGB. Anatoli Tarásovich Brodski es un espía. Se le busca para interrogarlo. Dígame dónde está.
—¿Anatoli?
—Su amigo. ¿Dónde está? Y no mienta.
—Anatoli vive en Moscú. Trabaja como veterinario. Hace años que no lo veo.
—Si me dice dónde está, olvidaré que vino aquí. Usted y su familia estarán a salvo.
La mujer de Mijaíl miró a su marido: la oferta le resultaba tentadora. Leo experimentó una indescriptible sensación de alivio. Había acertado. El traidor estaba allí. Sin esperar respuesta, Leo hizo un gesto a sus hombres para que empezasen a registrar la casa.
Vasili entró en el granero con la pistola en alto y el dedo en el gatillo. Se acercó al montón de paja, el único sitio donde alguien podría esconderse, lo suficientemente alto como para ocultar a una persona. Disparó varias ráfagas cortas. Volaron briznas de paja. El humo salió del cañón de su arma. Las vacas que había junto a él hicieron un ruido ronco y se apartaron a empujones. Pero no hubo sangre. Allí no había nadie, estaban malgastando su tiempo. Salió, se echó la ametralladora al hombro y encendió un cigarrillo.
Alarmado por el ruido de los disparos, Leo salió corriendo de la casa. Vasili lo llamó.
—Aquí no hay nadie.
Leo, insuflado de una energía narcótica, se apresuró hasta el granero, apretando la mandíbula.
Vasili, molesto porque lo ignorasen, tiró el cigarrillo a la nieve y observó cómo la derretía hasta llegar al suelo.
—A menos que pueda disfrazarse de vaca, ahí no está. A lo mejor deberíamos matarlas, por si acaso.
Vasili miró a su alrededor buscando carcajadas, y los hombres se las concedieron. No se confundió: se daba cuenta de que ninguno de ellos lo consideraba una persona graciosa. Mucho mejor que eso, su risa era un indicador de que la balanza de poder había empezado a cambiar. Su fidelidad a Leo empezaba a debilitarse. Quizá fuera el viaje agotador. Quizá hubiera sido la decisión de Leo de dejar que Brodski siguiera libre cuando deberían haberlo arrestado. Pero Vasili se preguntaba si tendría algo que ver con Fiódor y con la muerte de su hijo. A Leo lo habían enviado a aclarar el asunto. Muchos de aquellos hombres eran amigos de Fiódor. Si sentían alguna clase de resentimiento, eso era algo que podía fomentarse, manipularse.
Leo se agachó y se puso a examinar las huellas en la nieve. Había pisadas recientes; algunas pertenecían a sus agentes, pero debajo de éstas había otras que salían del granero y se dirigían al campo. Se levantó y entró en el granero. Vasili lo llamó.
—¡Ya he mirado ahí!
Leo lo ignoró y palpó el cerrojo roto de la puerta: se fijó en los sacos de grano echados por el suelo y volvió a salir, mirando fijamente hacia el campo.
—Quiero que me sigan tres hombres, los tres más rápidos. Vasili, tú te quedarás aquí. Continúa registrando la casa.
Se quitó su pesada chaqueta invernal. Sin que aquello significase ningún desaire intencionado, se la dio a su segundo. Libre de impedimentos y listo para correr, empezó a seguir las pisadas por el campo.
Los tres agentes escogidos para seguirlo no se molestaron en quitarse los abrigos. Su superior les estaba pidiendo que corrieran por la nieve sin chaqueta cuando ni siquiera había sido capaz de molestarse en examinar el cadáver del hijo muerto de su compañero. Se había pasado por encima de la muerte de un niño como si se tratase de un asunto sin importancia. No estaban dispuestos a coger una neumonía siguiendo ciegamente a un hombre cuya autoridad podía estar a punto de acabarse, un hombre que no tenía ningún interés en cuidar de ellos. De todas formas Leo seguía siendo su superior, al menos por el momento, y después de un cruce de miradas con Vasili, los tres empezaron a moverse a regañadientes haciendo como que obedecían, detrás de un hombre que estaba ya a varios centenares de metros por delante.
Leo cogía velocidad. Las anfetaminas le ayudaban a concentrarse: no existía otra cosa que no fueran las huellas en la nieve, el ritmo de sus pasos. Era incapaz de reducir la velocidad o de detenerse, incapaz de fallar, incapaz de sentir el frío. Aunque calculaba que el sospechoso les llevaba al menos una hora de ventaja, eso no le importaba. Aquel hombre no tenía ni idea de que lo seguían, casi con toda seguridad iría andando.
Más adelante estaba la cresta de una pequeña colina, y Leo esperaba poder ver desde lo alto al hombre al que seguía. Cuando llegó a la cima se detuvo para examinar el paisaje a su alrededor. Había campos cubiertos por la nieve en todas direcciones. Más adelante, a cierta distancia, nacía un denso bosque, pero más cerca, a un kilómetro colina abajo, un hombre se abría camino entre la nieve. No era un granjero ni un trabajador. Era el traidor. Leo estaba seguro. Se dirigía hacia el norte, hacia el bosque. Si conseguía llegar hasta los árboles podría esconderse. Leo no tenía perros con los que seguirlo. Miró atrás: los tres agentes se retrasaban. Algún vínculo entre ellos y él se había roto. No podía contar con ellos. Tendría que atrapar al traidor él solo.
Como si un sexto sentido lo hubiera alertado, Anatoli dejó de caminar y se dio la vuelta. Allí, corriendo colina abajo hacia él, había un hombre. No cabía duda de que se trataba de un agente del Estado. Anatoli creía estar seguro de haber destruido todas las pruebas que lo relacionaban con aquel pueblo remoto. Por este motivo se quedó allí un instante, sin hacer nada, anonadado por la visión de su perseguidor. Lo habían encontrado. Sintió una arcada, se puso rojo y entonces, dándose cuenta de que aquel hombre significaba la muerte, se dio la vuelta rápidamente y empezó a correr hacia el bosque. Los primeros pasos fueron torpes, marcados por el pánico; se tambaleaba hacia los lados, metiéndose por donde la nieve era más profunda. Enseguida se dio cuenta de que el abrigo era un lastre. Se lo quitó, lo tiró al suelo y echó a correr por su vida.
Anatoli no volvió a cometer el error de mirar hacia atrás. Se concentró en el bosque que tenía delante. A aquel ritmo llegaría allí antes de que su perseguidor pudiera alcanzarlo. El bosque le ofrecía la posibilidad de desaparecer, de esconderse. Y si había una pelea, allí, donde había ramas y piedras, tendría más oportunidades que desarmado y a campo abierto.
Leo aumentó la velocidad, esforzándose aún más, apurando como si estuviera en una pista de atletismo. Algunas partes de su mente recordaban que el terreno era traicionero y que correr a aquella velocidad era peligroso. Pero las anfetaminas le hacían creer que todo era posible: podía atajar a saltos la distancia que los separaba.
De repente Leo perdió el paso y se tambaleó hacia un lado antes de caer de bruces sobre un montón de nieve. Mareado y enterrado en la nieve, se dio la vuelta y se preguntó si estaba herido mientras contemplaba el pálido azul del cielo. No sentía dolor. Se levantó, se quitó la nieve de la cara y de las manos y observó con frío desinterés los cortes que se había hecho en las manos. Miró a la figura de Brodski, que esperaba ver desaparecer en el linde del bosque. Pero para su sorpresa, el sospechoso también había dejado de correr. Estaba allí, inmóvil. Confuso, Leo se apresuró hasta allí. No entendía nada: precisamente cuando más posibilidades tenía de huir, aquel hombre parecía no hacer nada. Estaba mirando al suelo frente a sí. Apenas un centenar de metros los separaban ahora. Leo sacó la pistola y aminoró el paso. Apuntó, a sabiendas de que no podía arriesgarse a disparar desde aquella distancia. El corazón le latía violentamente, a razón de dos latidos por cada paso que daba. Una nueva oleada de energía metanfetamínica: el paladar se le quedó seco. Los dedos le temblaban por un exceso de energía, el sudor le caía por la espalda. Apenas había cincuenta pasos entre ambos. Brodski se dio la vuelta. No iba armado. No tenía nada en las manos; era como si de repente, de manera inexplicable, se hubiera rendido. Leo siguió avanzando, cada vez más cerca. Finalmente pudo ver lo que había hecho detenerse a Brodski. Había un río cubierto de hielo de unos veinte metros de ancho entre el bosque y él. No se veía desde la colina, oculto por un manto de pesada nieve que cubría la superficie helada. Leo gritó:
—¡Se acabó!
Anatoli sopesó aquella frase, se volvió hacia el bosque y dio un paso sobre el hielo. Sus pisadas eran débiles, y se deslizaba por la superficie lisa. La capa de hielo crujía bajo su peso, sosteniéndolo a duras penas. No aminoró la marcha. Paso tras paso tras paso, el hielo empezaba a romperse. En la superficie se formaban líneas negras y retorcidas que se entrecruzaban y nacían bajo sus pies. Cuanto más rápido se movía, con más rapidez aparecían las líneas, más rápido se multiplicaban en todas direcciones. El agua helada se colaba por entre las grietas. Siguió adelante. Estaba en mitad del río, a diez metros del otro lado. Miró hacia abajo, hacia el agua oscura y helada.
Leo llegó a la orilla del río, guardó la pistola en su funda y alargó la mano.
—El hielo no aguantará. No llegará al bosque.
Brodski se detuvo y se dio la vuelta.
—No estoy intentando llegar al bosque.
Levantó la pierna derecha y, con un movimiento brusco, dio un pisotón con la bota que reventó la superficie y abrió un agujero hasta el río que corría debajo. El agua salió hacia arriba, el hielo se rompió y él cayó.
Completamente entumecido y en estado de shock se dejó hundir mientras miraba al sol. Entonces al sentir que tiraban de él hacia arriba, se zafó de una patada, lanzándose río abajo por el agujero abierto en el hielo. No tenía intención de salir a la superficie. Desaparecería en aquellas aguas oscuras. Empezó a sentir punzadas en los pulmones y notó cómo su cuerpo luchaba contra su decisión de morir. Se impulsó con los pies más allá con la corriente, nadando todo lo lejos de la luz que le fue posible, lejos de cualquier posibilidad de supervivencia. Finalmente, la tendencia natural de su cuerpo a flotar lo sacó a la superficie; en lugar de salir al aire, su rostro chocó contra una gruesa capa de hielo. La corriente lo arrastró lentamente río abajo.
El traidor no iba a salir a la superficie. No cabía duda de que estaba alejándose del agujero en el hielo para morir y proteger así a sus cómplices. Leo corrió por la orilla del río, calculando dónde podría estar bajo el hielo. Se desabrochó el pesado cinturón de cuero y la pistola, los tiró al suelo y empezó a caminar sobre el río helado, en cuya superficie resbalaban sus botas. Casi inmediatamente el hielo empezó a ceder. Siguió moviéndose, intentaba no pisar con demasiada fuerza, pero el hielo se resquebrajaba y podía notar cómo se hundía bajo su peso. Al llegar a la mitad del río se agachó y apartó frenéticamente la nieve. Pero el sospechoso no estaba por ninguna parte. Sólo había agua oscura por todos lados. Leo bajó más allá, siguiendo la corriente, pero las líneas de las fracturas lo seguían a cada paso, rodeándolo por todos lados. El agua empezó a subir, y las grietas, a unirse. Miró al cielo, llenó los pulmones y se estremeció al escuchar un crujido. El hielo se rompió.
Aunque no podía sentir toda la intensidad del frío, drogado por las anfetaminas, sabía que tenía que ser rápido. A aquella temperatura, era cuestión de segundos. Se dio la vuelta. Había destellos de luz donde el hielo se había roto, en dos sitios, pero más allá el agua era oscura, protegida del sol por un denso manto de nieve. Se impulsó para alejarse del fondo, corriente abajo. Incapaz de ver nada, nadó más allá, agarrando a derecha e izquierda, a tientas. Su cuerpo le pedía aire a gritos. Como respuesta aumentó la velocidad, pateando con más fuerza, arrastrándose más rápidamente por el agua. Pronto no tendría más elección que darse la vuelta y morir. Al darse cuenta de que no tendría una segunda oportunidad, de que volver con las manos vacías podría significar su muerte, siguió avanzando río abajo.
Su mano rozó algo: un material, tela, la pernera de un pantalón. Era Brodski, inmóvil contra el hielo. Pero entonces, como si aquel roce le hubiera devuelto la vida, empezó a resistirse. Leo nadaba debajo, lo agarró por el cuello. El dolor que Leo sentía en el pecho era muy intenso. Tenía que volver a la superficie. Con un brazo alrededor del cuello del sospechoso, intentó romper el hielo con el puño, pero sus golpes rebotaban contra la superficie lisa y dura.
Brodski dejó de moverse. Se concentró, dominando todos los impulsos de su cuerpo, y abrió la boca, llenándose los pulmones de agua helada, recibiendo la muerte.
Leo se centró en los rayos de luz que se veían más arriba. Se impulsó fuertemente con los pies y los lanzó hacia la luz. Su prisionero estaba inmóvil, inconsciente. Leo, mareado, no podía aguantar la respiración ni un segundo más. Volvió a impulsarse con los pies, sintió la luz del sol en la cara y empujó hacia arriba. Los dos hombres rompieron el hielo.
Leo tosió una y otra vez. Pero Brodski no respiraba. Leo lo arrastró hasta la ribera del río, abriéndose camino a golpes por los trozos rotos de hielo. Sus pies tocaron el lecho del río. Consiguió salir a la orilla, arrastrando consigo a Anatoli Brodski. Tenían la piel de un azul pálido. Leo no podía dejar de temblar. El prisionero, por el contrario, se quedó totalmente quieto. Leo le abrió la boca, sacando el agua y soplando para que le entrase aire en los pulmones. Le apretó el pecho, sopló, le apretó el pecho, sopló.
—¡Vamos!
Brodski recobró la consciencia entre balbuceos, se echó hacia delante y vomitó el agua helada que le llenaba el estómago. Leo no tenía tiempo de sentirse aliviado. Tenían pocos minutos antes de morir de hipotermia. Se levantó. Pudo ver a los tres agentes a poca distancia.
Los hombres habían avistado a Leo al desaparecer en el río y se habían dado cuenta de que su superior llevaba razón desde el principio. En una décima de segundo la balanza de poder había abandonado a Vasili y vuelto a Leo. Su recelo por la forma en que había llevado el caso de Fiódor Andréyev no significaba ya nada. La única razón por la que habían pensado que podían mostrar sus emociones fue creer que aquella operación fracasaría y que Leo sería destituido. No era así: tendría más poder que nunca. Corrieron todo lo deprisa que podían; sus vidas dependían de ello.
Leo se dejó caer junto a Brodski. Éste estaba cerrando los ojos; volvía a sumirse en la inconsciencia. Leo le golpeó en la cara. Era esencial que se mantuviese despierto. Volvió a golpearle. El sospechoso abrió los ojos, pero inmediatamente volvió a entornarlos. Leo le golpeó una y otra vez. El tiempo se acababa. Se levantó y llamó a sus hombres.
—¡Rápido!
Su voz era cada vez más débil, sus energías se desmoronaban como si finalmente el frío lo hubiera alcanzado y su invencibilidad química hubiera empezado a derretirse. Las drogas habían superado el momento álgido. Una fatiga extraordinaria volvía a apoderarse de su cuerpo. Llegaron los agentes.
—Quitaos las chaquetas. Haced un fuego.
Los tres se quitaron las chaquetas, envolvieron a Leo con una de ellas y a Brodski con las otras dos. Aquello no sería suficiente. Necesitaban fuego. Los tres agentes buscaron leña. Había una valla a cierta distancia, y dos de los agentes corrieron a por ella mientras el tercero desgarraba en tiras la manga de su áspera camisa de algodón. Leo permaneció concentrado en su prisionero, golpeándole para mantenerlo despierto. Pero Leo también tenía sueño. Quería descansar. Quería cerrar los ojos.
—¡Rápido!
Aunque había querido gritar, su voz apenas había sido audible.
Los dos oficiales volvieron con tablas arrancadas de la valla. Limpiaron un trozo del suelo, apartaron la nieve con los pies y colocaron la madera sobre la tierra helada. Entre aquella madera colocaron las tiras de algodón. Alrededor de éstas apoyaron delgadas ramitas, unas contra otras, formando una pirámide. Uno de los agentes sacó su mechero y vertió el fluido sobre el algodón. La piedra centelleó, el algodón prendió y empezó a arder. La madera empezó también a quemarse, pero estaba húmeda y no terminaba de prender. El humo subía en forma de espiral. Leo no sentía calor alguno. La madera tardaba demasiado en secarse. Se arrancó el forro del interior de la chaqueta y lo añadió a la hoguera. Si se apagaba, morirían los dos.
Sólo les quedaba un mechero. El agente lo desmontó cuidadosamente y vertió todo lo que quedaba de combustible sobre el débil fuego. Las llamas crecieron, ayudadas por un arrugado cartón de tabaco y por tiras de papel de fumar. Todos los agentes estaban de rodillas, avivando el fuego. La madera empezó a arder.
Anatoli abrió los ojos y miró las llamas que tenía frente a sí. La madera crujía por el calor. A pesar de su deseo de morir, la sensación de calidez en la piel era maravillosa. A medida que las llamas crecían y el ámbar se convertía en rojo, se dio cuenta, con emociones encontradas, de que iba a sobrevivir.
Leo se sentó, la mirada concentrada en el centro de la fogata. De sus ropas salía vapor. Dos de los oficiales, ávidos de recuperar su aprobación, siguieron recolectando madera. El tercero montó guardia. Una vez pasado el peligro de que el fuego se extinguiera, Leo ordenó a uno de los hombres que regresara a la casa e hiciera los preparativos para su vuelta a Moscú. Dirigiéndose a su prisionero, Leo preguntó:
—¿Está usted lo suficientemente bien como para hablar?
—Yo solía ir a pescar con mi hijo. Por las noches encendíamos hogueras como ésta y nos sentábamos junto al fuego. No le gustaba mucho pescar, pero creo que le gustaban las hogueras. De no haber muerto, ahora tendría más o menos la edad que tiene usted.
Leo no dijo nada. El prisionero añadió:
—Si no le importa, me gustaría quedarme un poco más.
Leo añadió más leña al fuego. Podían esperar un poco más.
Mientras regresaban caminando nadie habló. Tardaron casi dos horas en recorrer de nuevo la distancia que Leo había recorrido en menos de treinta minutos. Cada paso parecía más pesado a medida que las metanfetaminas desaparecían de su organismo. Únicamente el hecho de haber tenido éxito lo mantenía ahora con vida. Volvería a Moscú habiendo demostrado lo que valía, recobraría su estatus. Había estado al borde del fracaso y había vuelto.
Mientras se acercaban a la casa, Anatoli empezó a preguntarse cómo lo habían descubierto. Se dio cuenta de que debía de haber mencionado su amistad con Mijaíl a Zina. Lo había traicionado. Pero no sentía enfado hacia ella. Sólo intentaba sobrevivir. Nadie podía acusarla por ello. Además, era irrelevante. Lo único que importaba ahora era convencer a sus captores de que Mijaíl era inocente de toda colaboración. Se dirigió a su captor.
—Cuando llegué ayer por la noche, la familia me dijo que me marchase. No querían tener nada que ver conmigo. Amenazaron con llamar a las autoridades. Por eso me vi obligado a forzar la cerradura de su granero. Se pensaban que me había marchado. La familia no hizo nada malo. Son buenas personas, personas trabajadoras.
Leo intentó imaginar lo que realmente había pasado la noche anterior. El traidor había buscado la ayuda de su amigo, pero no la había encontrado. No era un gran plan de huida. Ciertamente no era el plan de huida de un espía competente.
—No me interesan sus amigos.
Llegaron al perímetro de la granja. Justo enfrente, en fila y de rodillas frente a la entrada del granero, estaban Mijaíl Zinóviev, su mujer y sus dos jóvenes hijas. Tenían las manos atadas a la espalda. Estaban temblando, congelándose de frío en la nieve. Mijaíl tenía la cara destrozada. Le caía sangre de la nariz destrozada, su mandíbula colgaba de manera poco natural. Estaba rota. Los agentes formaban un círculo imperfecto y desdibujado. Vasili estaba de pie, detrás de la familia. Leo se detuvo. Estaba a punto de hablar cuando Vasili descruzó los brazos, mostrando su pistola. Le quitó el seguro y disparó un tiro en la nuca de Zinóviev. El sonido rebotó. El cuerpo de aquel hombre cayó sobre la nieve. Su mujer y sus hijas se quedaron quietas, mirando el cuerpo que tenían delante.
Sólo Brodski reaccionó, haciendo un ruido, un ruido inhumano; ni una palabra, sólo una mezcla de lamento y rabia. Vasili dio un paso hacia un lado y apuntó su pistola contra la cabeza de la mujer. Leo levantó la mano.
—¡Baja el arma! Es una orden.
—Son traidores. Tenemos que dar ejemplo.
Vasili apretó el gatillo, su mano se echó hacia atrás, se escuchó el eco de un segundo disparo y el cuerpo de la mujer cayó sobre la nieve junto al de su marido. Brodski intentó liberarse, pero los dos agentes que lo custodiaban le dieron patadas en las rodillas. Vasili volvió a moverse hacia un lado, colocando la pistola en la nuca de la mayor de las hijas. Tenía la nariz roja por el frío. Temblaba ligeramente. Estaba mirando el cuerpo de su madre.
Moriría en la nieve junto a sus padres. Leo desenfundó la pistola y apuntó a su segundo.
—Baja el arma.
De repente el cansancio desapareció, y no gracias a un narcótico. La ira y la adrenalina empezaron a fluir por su cuerpo. Su pulso era firme. Cerró un ojo y apuntó con cuidado. A aquella distancia no fallaría. Si disparaba ahora, la chica sobreviviría. Sobrevivirían las dos. Nadie sería asesinado. Sin pensarlo, la palabra le había saltado a la cabeza.
Asesinado.
Amartilló la pistola.
Vasili se había equivocado respecto a lo de Kiev. Había caído en la trampa de la carta de Brodski. Había asegurado a los otros que estaban perdiendo el tiempo al ir a Kímov. Había dado a entender que el fracaso de aquella noche resultaría en su nombramiento como nuevo jefe. Todos aquellos vergonzantes errores aparecerían en el informe de Leo. En aquel momento Vasili pudo sentir a los demás agentes observándole. Su estatus había sufrido un golpe humillante. Una parte de sí mismo quería ver si Leo tenía agallas para matarlo. Las repercusiones serían graves. Pero no era un necio. Sabía, en lo más profundo de su corazón, que era un cobarde, con la misma seguridad que sabía que Leo no lo era. Vasili bajó el arma. Aparentó quedar satisfecho e hizo un gesto a las dos niñas.
—Las pequeñas han aprendido una valiosa lección. Quizá cuando crezcan sean mejores ciudadanas que sus padres.
Leo se acercó a su segundo, pasando junto a los dos cadáveres y dejando huellas de bota en el suelo lleno de sangre. Con un movimiento rápido, golpeó con la pistola la cabeza de Vasili. Vasili cayó hacia atrás, agarrándose la sien. Había un poco de sangre donde se había abierto la piel. Pero antes de poder levantarse sintió el cañón del arma de Leo, apretando de nuevo sobre su cabeza. A excepción de las dos niñas, que miraban al suelo esperando morir, todos los contemplaban.
Muy lentamente, Vasili inclinó la cabeza y miró hacia arriba, con la mandíbula temblándole. Tenía miedo a morir. Aquel hombre para quien la muerte de otros era algo tan trivial. El dedo de Leo acarició el gatillo. Pero no podía hacerlo a sangre fría. No sería el verdugo de aquel hombre. Que el Estado lo castigara. Había que confiar en el Estado. Enfundó su pistola.
—Te quedarás aquí y esperarás a la milicia. Les explicarás lo que ha pasado y les ayudarás. Puedes volver por tus propios medios a Moscú.
Leo ayudó a las dos niñas a levantarse y las acompañó hasta la casa.
Hicieron falta tres agentes para subir a Anatoli Brodski a la parte trasera del camión. Su cuerpo estaba laxo, como si le hubieran drenado la vida. Murmuraba cosas incomprensibles, loco de dolor y presa del delirio, mientras los agentes le gritaban que callase. No querían escuchar sus llantos.
Dentro de la casa, ninguna de las niñas dijo nada. Seguían sin poder comprender que los cuerpos que yacían fuera, en la nieve, fueran sus padres. Esperaban que, en cualquier momento, su padre les preparase el desayuno o que su madre volviera del campo. Nada parecía real. Sus padres eran el mundo para ellas. ¿Cómo podía existir el mundo sin ellos?
Leo les preguntó si tenían más familiares. Ninguna de ellas dijo ni una sola palabra. Le pidió a la mayor que hiciera las maletas: se vendrían a Moscú. Ninguna de las dos se movió. Fue al dormitorio y empezó a prepararles el equipaje, a buscar sus cosas, su ropa. Sus manos empezaron a temblar. Se detuvo, se sentó en la cama y se miró la bota. Juntó los tobillos y se quedó mirando las delgadas y compactas crestas de nieve ensangrentada que caían al suelo.
Vasili observó desde el borde de la carretera la partida del camión mientras fumaba su último cigarrillo. Echó un vistazo a las dos niñas, que estaban sentadas en la parte delantera junto a Leo, donde debía haber estado él. El camión giró y desapareció por la carretera. Miró a su alrededor. Había rostros en las ventanas de las granjas cercanas. Esta vez no desaparecieron. Se alegraba de tener todavía la ametralladora consigo. Volvió a la casa y se fijó en los cuerpos tirados en la nieve. Entró en la cocina, calentó un poco de agua y preparó un té. Estaba fuerte y lo endulzó con azúcar. La familia tenía un pequeño tarro de azúcar, que probablemente debía durarles un mes. Lo vació casi entero en el vaso y obtuvo una bebida empalagosa. Dio un sorbo y se sintió repentinamente cansado. Se quitó las botas y la chaqueta, se fue al dormitorio, abrió el embozo de la cama y se echó. Deseó que fuera posible escoger los sueños. Decidió soñar con su venganza.