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Moscú

El mismo día

La mesa estaba destrozada, la cama volcada, el colchón hecho trizas, las almohadas rotas y los tablones del suelo arrancados, y, sin embargo, la búsqueda en el apartamento de Anatoli Brodski no había proporcionado pista alguna de su paradero. Leo se agachó para examinar la chimenea. Alguien había quemado pilas de papeles. Había capas de finas cenizas donde se había amontonado y prendido la correspondencia. Escarbó entre los restos con el cañón de su pistola, con la esperanza de encontrar algún fragmento que no hubiera sido devorado por el fuego. Las cenizas se desmoronaron. Todo estaba quemado y negro. El traidor había escapado. Leo era el culpable. Le había concedido a aquel hombre, un extraño, el beneficio de la duda. Había supuesto que era inocente; la clase de error que podría haber cometido un novato.

Es mejor que sufran diez inocentes a que escape un solo espía.

Había ignorado un principio fundamental de su trabajo: la presunción de culpabilidad.

Aunque aceptaba su responsabilidad, Leo no podía evitar pensar que si no le hubieran obligado a desperdiciar el día ocupándose de la muerte accidental de un niño, ¿habría escapado Brodski? Encontrarse con familiares, acabar con rumores infundados…; ése no era el trabajo de un experimentado agente del MGB. En lugar de dirigir personalmente una operación de vigilancia, había aceptado un encargo suplementario, resolviendo algo que no iba mucho más allá de un asunto personal. Nunca debía haber dicho que sí. Se había confiado respecto a la amenaza que suponía el tal Brodski. Su primer error grave desde que se incorporara a la Seguridad del Estado. Era consciente de que pocos eran los agentes que tenían la oportunidad de cometer un segundo fallo.

No se había preocupado mucho del caso: Brodski era un hombre culto, con algunos conocimientos de inglés, y trataba regularmente con extranjeros. Esto era motivo suficiente para la vigilancia pero, como Leo había señalado, se trataba de un respetado veterinario en una ciudad con muy pocos veterinarios preparados. Los diplomáticos extranjeros tenían que llevar sus gatos y sus perros a alguna parte. Además, aquel hombre había servido en el Ejército Rojo como médico de campaña. Su historial era impecable. Según el informe militar, había sido voluntario, y aunque no estaba técnicamente cualificado como médico, aunque fuera experto sólo en tratar animales heridos, había trabajado en varios hospitales de campaña, y a raíz de ello había recibido dos condecoraciones. El sospechoso debía de haber salvado cientos de vidas.

El mayor Kuzmín había adivinado bien pronto la razón de las reservas de su protegido. Durante su carrera militar, Leo había recibido tratamiento por parte de varios médicos de campaña por diversas heridas, y era evidente que algún tipo de camaradería de guerra le hacía echarse atrás. Kuzmín le recordó que el sentimentalismo podía cegar a un hombre ante la verdad. Aquellos que parecen más dignos de confianza son aquellos de los que más hay que sospechar. Leo se dio cuenta de que eso era una interpretación del conocido aforismo de Stalin: «Confía pero vigila».

Confía pero vigila.

Las palabras de Stalin habían sido interpretadas así:

Vigila a aquellos en quienes confías.

Puesto que aquellos en quienes no se confiaba eran examinados con el mismo rigor que aquellos en los que sí se confiaba, eso quería decir que existía al menos una clase de igualdad.

La labor del investigador consistía en rascar la superficie de inocencia hasta descubrir la culpa. Si no aparecía la culpa, es que no se había rascado con suficiente profundidad. En el caso de Brodski, la cuestión no era si los diplomáticos extranjeros se encontraban con él porque era veterinario, sino más bien si el sospechoso se había convertido en veterinario para poder encontrarse abiertamente con diplomáticos extranjeros. ¿Por qué había establecido su consulta a escasa distancia de la embajada estadounidense? ¿Y por qué, poco después de abrir su consulta, varios empleados de la embajada estadounidense se compraron mascotas? Y por último, ¿por qué las mascotas de los diplomáticos estadounidenses parecían necesitar cuidados mucho más frecuentes que los de un ciudadano normal? Kuzmín había sido el primero en admitir que todo aquello tenía su gracia, y había sido precisamente eso lo que le había hecho sospechar. El aspecto inocente de las circunstancias parecía un excelente disfraz. Daba la impresión de que alguien se estaba riendo del MGB. Había pocos crímenes más graves que ése.

Después de pensar en el caso, teniendo en cuenta las observaciones de su mentor, Leo tomó la decisión de no arrestar al sospechoso al instante, sino hacer que lo siguieran, pues había pensado que si aquel ciudadano estaba trabajando como espía, aquello sería una oportunidad para descubrir con quién colaboraba y arrestarlos a todos juntos de un solo golpe. Aunque nunca llegó a decirlo, se sentía incómodo arrestando a alguien con tan pocas pruebas. Era un escrúpulo con el que había vivido durante toda su trayectoria profesional. Había arrestado a mucha gente de la que sólo sabía el nombre, la dirección y que alguien desconfiaba de ellos. La culpabilidad de un sospechoso pasaba a ser real en el momento en que se convertía en uno. En cuanto a las pruebas, eso era algo que se obtenía durante el interrogatorio. Pero Leo ya no era un lacayo que se limitaba a cumplir órdenes, y había decidido aprovecharse de su autoridad para hacer las cosas de otra manera. Era un investigador. Había querido investigar. No dudaba de que, antes o después, arrestaría a Anatoli Brodski, pero quería tener pruebas; alguna señal de culpabilidad más allá de la mera conjetura. En pocas palabras, no quería sentirse incómodo al arrestarlo.

Como parte de la operación de vigilancia, Leo había dedicado toda la jornada a seguir al sospechoso, entre las ocho de la mañana y las ocho de la tarde. Durante tres días no vio nada fuera de lo común. El sospechoso trabajaba, comía fuera y volvía a casa. En definitiva, parecía un tipo corriente, un buen ciudadano. Quizá había sido aquella apariencia inocua lo que había confundido los sentidos de Leo. Aquella mañana, cuando un iracundo Kuzmín le había cogido por banda para explicarle el caso de Fiódor Andréyev (el niño muerto, la histeria desatada) y le había ordenado que lo solucionase inmediatamente, él no había protestado. En lugar de plantarle cara y hacerle ver que tenía cosas más importantes que hacer, había acatado las órdenes. Consciente de lo ridículo que era aquello. De lo frustrante que resultaba hablar con los familiares, coaccionar a niños, mientras su sospechoso, el traidor, se escapaba dejando a Leo en ridículo. El agente en el que habían delegado la vigilancia había sido lo suficientemente idiota como para no ver nada extraño en el hecho de que aquel día no hubiera habido ni un solo cliente en la clínica veterinaria. Por fin, al anochecer, el agente había empezado a sospechar y había entrado, haciéndose pasar por un cliente. Se había encontrado el lugar vacío. Alguien había abierto apresuradamente una ventana trasera. El sospechoso podía haber escapado en cualquier momento, probablemente por la mañana, cuando él llegó.

Brodski ha desaparecido.

Cuando Leo escuchó aquellas palabras se sintió enfermo: organizó una reunión de emergencia con el mayor Kuzmín en su casa. Leo tenía ahora la prueba de la culpabilidad que había estado buscando, pero ya no tenía al sospechoso. Para su sorpresa, su mentor pareció alegrarse. El comportamiento del traidor corroboraba su teoría: debían ser desconfiados. Si una acusación contenía un uno por ciento de verdad, era mejor considerarla cierta en su totalidad que olvidarse de ella. Leo recibió instrucciones de atrapar a aquel traidor a cualquier precio. No tenía que dormir, comer ni descansar; no tenía que hacer nada hasta que aquel hombre estuviera bajo su custodia, que era donde debía estar, según había señalado con insistencia Kuzmín, desde hacía tres días.

Leo se frotó los ojos. Sentía un nudo en el estómago. En el mejor de los casos, había demostrado ser demasiado inocente; en el peor, un incompetente. Había subestimado a su enemigo y, movido por un súbito y poco habitual estallido de ira, sopesó la idea de dar una patada a la mesa. Decidió no hacerlo. Se había entrenado para mantener sus sentimientos fuera de la vista de los demás. Un agente joven entró raudo en el despacho, probablemente dispuesto a ofrecer su ayuda, a demostrar su dedicación. Leo le hizo un gesto para que se marchase, pues deseaba estar solo. Se tomó un momento para calmarse, mirando por la ventana la nieve que había empezado a caer sobre la ciudad. Encendió un cigarrillo y sopló el humo sobre el vidrio. ¿Qué había ido mal? El sospechoso debía de haberse fijado en los agentes que lo seguían y haber planeado su huida. Si había quemado documentos, eso significaba que quería ocultar material relacionado con su labor de espionaje o con su destino actual. Leo estaba seguro de que Brodski tenía un plan de escape, una forma de salir del país. Tenía que encontrar algún fragmento de su plan.

Los vecinos eran una pareja de jubilados, de unos setenta años, que vivían con su hijo, la esposa de éste y dos niños. Una familia de seis en dos habitaciones, una proporción bastante habitual. Los seis estaban sentados en la cocina, todos juntos, con un agente joven detrás para que se sintieran intimidados. Leo advirtió que se daban cuenta de que estaban implicados en la culpabilidad de otro hombre. Pudo ver su miedo. Olvidó aquel pensamiento por irrelevante (ya había sido una vez culpable de sentimentalismo) y se acercó a la mesa.

—Anatoli Brodski es un traidor. Si le ayudan de cualquier manera, incluso guardando silencio, serán tratados como cómplices. Ahora tienen que demostrar su lealtad al Estado. Nosotros no necesitamos demostrar que son culpables. Eso, ahora mismo, es algo que damos por supuesto.

El anciano, un avispado superviviente, se apresuró a ofrecer toda la información de la que disponía. Valiéndose de las palabras utilizadas por Leo, aseguró que el traidor había ido a trabajar aquella mañana un poco antes, llevando consigo el mismo maletín que llevaba siempre, el mismo abrigo y el mismo sombrero. El abuelo no quería parecer poco cooperador, de modo que ofreció opiniones y sugerencias sobre el posible paradero del traidor, aunque Leo pensó que no se trataba más que de suposiciones desesperadas. El abuelo concluyó diciendo lo mucho que desconfiaban y recelaban de su vecino Brodski todos los miembros de la familia, y que la única persona que parecía tenerle aprecio era Zina Morósovna, la mujer que vivía en el piso de abajo.

Zina Morósovna rondaba los cincuenta y temblaba como un niño pequeño, algo que intentaba ocultar fumando, sin éxito. Leo la encontró de pie junto a una reproducción barata de un famoso retrato de Stalin (piel tersa, mirada llena de sabiduría) que ocupaba un lugar prominente encima de la chimenea. Quizá pensaba que aquello la protegería. Leo no se molestó en presentarse ni en mostrar su tarjeta de identificación, y se lanzó directo a la caza, en un intento de confundirla.

—¿Cómo es que se llevaba usted tan bien con Anatoli Brodski cuando todos los demás habitantes de este edificio lo despreciaban y desconfiaban de él?

Aquello cogió a Zina por sorpresa: su sentido de la discreción desapareció ante su indignación por aquella mentira.

—A toda la gente de este edificio le caía bien Anatoli. Era un buen hombre.

—Brodski es un espía. ¿Y aun así se atreve a decir que era bueno? ¿Es acaso la traición una virtud?

Dándose cuenta demasiado tarde del error, Zina empezó a matizar el comentario.

—Sólo quería decir que era muy considerado con el ruido. Era muy educado.

Aquel comentario era torpe e irrelevante. Leo lo ignoró. Sacó una libreta y escribió las desafortunadas palabras de aquella mujer en letras grandes y legibles.

ERA UN BUEN HOMBRE

Lo anotó con claridad, para que ella pudiera ver exactamente lo que escribía: escribía los próximos quince años de su vida. Aquellas palabras eran más que suficientes para encerrarla por colaboradora. Como prisionera política recibiría una sentencia larga, muy probablemente de unos veinticinco años. A su edad tenía pocas probabilidades de sobrevivir a los gulags. Leo no necesitaba pronunciar ninguna de estas amenazas en voz alta. Eran moneda común.

Zina se retiró a una esquina de la habitación, apagó el cigarrillo y se arrepintió inmediatamente, por lo que rebuscó otro.

—No sé adónde ha ido Anatoli, pero lo que sí sé es que no tiene familia. Su mujer murió en la guerra. Su hijo murió de tuberculosis. Rara vez recibía visitas. Que yo sepa, tenía pocos amigos…

Hizo una pausa. Anatoli había sido su amigo. Habían pasado juntos muchas noches, comiendo y bebiendo. Hubo una época en la que incluso había concebido la esperanza de que se enamorase de ella, pero él no había mostrado interés alguno. No había superado la pérdida de su mujer. Inmersa en recuerdos, miró a Leo. No parecía impresionado.

—Quiero saber dónde está. No me importan ni su mujer muerta ni su hijo muerto. No me interesa la historia de su vida a menos que sirva para saber dónde se encuentra ahora mismo.

La vida de Zina estaba en la cuerda floja. Sólo había una forma de sobrevivir. Pero ¿cómo podría traicionar al hombre al que amaba? Para su sorpresa, tomó la decisión con menor deliberación de la que habría esperado:

—Anatoli era muy reservado. Sin embargo, recibía y enviaba cartas. A veces me las dejaba a mí para que se las enviase. La única correspondencia regular iba dirigida a alguien en el pueblo de Kímov. Creo que está al norte. Mencionó que tenía allí un amigo. No recuerdo su nombre. Ésa es la verdad. Es todo lo que sé.

Su voz sonaba ahogada por la culpa. Aunque no se podía confiar en ninguna muestra externa de emociones, el instinto de Leo le dijo que aquella mujer estaba traicionando la confianza de alguien. Arrancó la página inculpatoria de la libreta y se la entregó. Ella la aceptó como el pago por una traición. El vio el desprecio en sus ojos. No se dejó impresionar.

El nombre de una población rural al norte de Moscú era una pista muy débil. Si Brodski estaba haciendo de espía, era mucho más probable que fuera ocultado por la gente para la que trabajaba. El MGB llevaba tiempo convencido de que existía una red de escondites bajo control extranjero. La idea de un traidor a sueldo de otro país que tenía que recurrir a un contacto personal (un granjero colectivista) chocaba con el hecho de que fuera un espía profesional. Y, sin embargo, Leo estaba seguro de que aquélla era la pista que debía seguir. Se olvidó de las incongruencias: atrapar a aquel hombre era su cometido. Era lo único que tenía. La equivocación ya le había costado un disgusto.

Se apresuró a llegar hasta el camión aparcado en la calle y se puso a releer el informe del caso en busca de algún indicio que llevase al pueblo de Kímov. Lo interrumpió la llegada de su segundo, Vasili Ilich Nikitin. Vasili, de treinta y cinco años (cinco más que Leo), había sido antaño uno de los agentes más prometedores del MGB. Despiadado, competitivo, no era leal a nadie que no fuera el MGB. Personalmente, Leo opinaba que aquella lealtad tenía más que ver con el propio interés que con el patriotismo. En sus primeros días como investigador, Vasili había demostrado su dedicación al denunciar a su único hermano por hacer comentarios antiestalinistas. Al parecer, el hermano había hecho un chiste sobre Stalin. Estaba borracho, celebrando su cumpleaños. Vasili había escrito el informe y a su hermano lo habían condenado a veinte años de trabajos forzados. Aquel arresto había favorecido a Vasili hasta que el hermano escapó tres años más tarde y asesinó a varios guardias y al médico del campo en su huida. Nunca lo atraparon, y lo embarazoso de aquel incidente era una mancha para Vasili. De no haber ayudado arduamente en la búsqueda del fugitivo, su carrera no lo habría soportado. Sobrevivió, pero muy debilitado. Ya no le quedaban hermanos a los que denunciar, y Leo sabía que su segundo estaba buscando alguna manera de recuperar el prestigio.

Terminada la búsqueda en la consulta del veterinario, Vasili parecía contento. Le entregó a Leo una carta arrugada que, según explicó, había encontrado tras el escritorio del traidor. El resto de la correspondencia había sido quemado (al igual que en su apartamento), y, sin embargo, con las prisas, el sospechoso había olvidado aquella misiva. Leo la leyó. Era de un amigo que explicaba a Anatoli que sería bien recibido en cualquier momento. La dirección estaba algo emborronada, pero el nombre de la ciudad podía leerse con claridad: Kiev. Leo dobló la carta y se la devolvió a su segundo.

—Esto lo escribió Brodski. No un amigo. Quería que la encontrásemos. No se dirige a Kiev.

La habían escrito apresuradamente. La caligrafía era inconsistente, mal disimulada. El contenido era ridículo, y parecía concebido con el único propósito de convencer al lector de que el autor era un amigo de Brodski al que éste podía recurrir en un momento delicado. La dirección había sido emborronada adrede para evitar una identificación rápida del verdadero inquilino, que demostraría la falsedad de la carta. El lugar en el que había aparecido (tirada detrás del escritorio) parecía preparado.

Vasili defendió la autenticidad del documento.

—Sería una negligencia no investigar más a fondo la pista de Kiev.

Aunque Leo no tenía ninguna duda de que la carta era falsa, se preguntó si no sería buena idea enviar a Vasili a Kiev como precaución, para evitar toda alegación posible de que había hecho caso omiso de una prueba. Desechó la idea: no importaba cómo llevase a cabo la investigación. Si no lograba atrapar al sospechoso, su carrera se habría acabado.

Volvió a centrar la atención en el informe. Según decía allí, Brodski tenía un amigo llamado Mijaíl Sviatoslávich Zinóviev, que había sido relevado del Ejército Rojo por congelación crónica. Había estado próximo a la muerte, y habían tenido que amputarle varios dedos de los pies: tras recibir los cuidados necesarios fue exonerado de cumplir el servicio militar. Brodski había llevado a cabo la operación. El dedo de Leo recorrió el documento en busca de una dirección actual.

Kímov.

Leo se dirigió a sus hombres y se percató de la amarga expresión de Vasili.

—Nos vamos.