Kímov, ciento sesenta kilómetros al norte de Moscú
El mismo día
Anatoli Brodski no había dormido en tres días. Estaba tan cansado que necesitaba concentrarse hasta para realizar las tareas más simples. La puerta del granero, que tenía enfrente, estaba cerrada con llave. Sabía que tendría que forzar la cerradura. Aun así, la idea parecía dudosa. Sencillamente, no tenía energías para ello. Había empezado a nevar. Miró al cielo nocturno, empezó a divagar, y cuando por fin recordó dónde estaba y lo que debía hacer, la nieve se estaba solidificando en su cara. Lamió los copos que tenía alrededor de los labios y se dio cuenta de que si no entraba, moriría. Se concentró y dio una patada a la puerta. Las bisagras temblaron, pero la puerta no se abrió. Dio otra patada. Saltaron astillas de madera. Animado por aquel sonido, reunió las últimas fuerzas que le quedaban y dirigió un tercer golpe contra el candado. La madera crujió y la puerta se abrió de par en par. Se quedó en la entrada, acostumbrándose a la penumbra. A un lado del granero había dos vacas en un corral; al otro, herramientas y paja. Echó algunos de los gruesos sacos sobre el suelo helado, se abrochó el abrigo y se tumbó con los brazos cruzados y los ojos cerrados.
Desde la ventana de su dormitorio Mijaíl Zinóviev pudo ver que la puerta del granero estaba abierta. El viento la movía hacia delante y hacia atrás, y la nieve entraba en forma de remolinos. Se dio la vuelta. Su mujer estaba en la cama, dormida. Decidió no molestarla, se puso en silencio el abrigo y las botas de fieltro y salió.
El viento se había levantado; arrancaba la nieve del suelo y la arrojaba contra el rostro de Mijaíl. Él levantó la mano para protegerse los ojos. Mientras se acercaba al granero pudo ver entre los dedos que alguien había forzado la cerradura y había abierto la puerta a golpes. Echó un vistazo en el interior y, tras acostumbrarse a la ausencia de luz de luna, vio la silueta de un hombre echado sobre la paja. Sin tener muy claro lo que iba a hacer, entró en el granero, agarró un tridente, se acercó a la figura dormida y colocó las puntas a la altura del estómago de aquel hombre, listo para clavarlas.
Anatoli abrió los ojos y vio unas botas cubiertas de nieve a escasos centímetros de su cara. Se irguió y miró al hombre que lo observaba, amenazante. Las puntas de un tridente temblaban justo a la altura de su estómago. Ninguno de los dos se movió. El aliento de ambos formaba una neblina frente a sus rostros que aparecía y desaparecía. Anatoli no intentó agarrar el tridente. Ni siquiera intentó apartarse.
Así se quedaron, congelados, hasta que un sentimiento de vergüenza se apoderó de Mijaíl. Soltó un jadeo, como si una fuerza invisible le hubiera golpeado en el estómago, dejó caer el tridente al suelo y cayó de rodillas.
—Por favor, perdóname.
Anatoli se echó hacia delante. La adrenalina lo había despertado, pero su cuerpo estaba dolorido. ¿Cuánto tiempo había dormido? No mucho, no lo suficiente. Su voz sonaba ronca y su garganta estaba seca.
—Te comprendo. No debería haber venido. Debería haber pedido ayuda. Tienes una familia de la que preocuparte. Los he puesto en peligro. Soy yo el que tendría que pedir perdón.
Mijaíl negó con la cabeza.
—Tenía miedo. Me asusté. Perdóname.
Anatoli echó un vistazo afuera, a la oscuridad y a la nieve. No podía marcharse ahora. No sobreviviría. Por supuesto, no podía permitirse quedarse dormido. Pero seguía necesitando cobijo. Mijaíl esperaba una respuesta, esperaba el perdón.
—No hay nada que perdonar. No tienes la culpa. Seguramente yo habría hecho lo mismo.
—Pero eres mi amigo.
—Sigo siendo tu amigo y siempre lo seré. Escúchame: quiero que olvides que esta noche ha tenido lugar. Olvida que he venido. Olvida que te pedí ayuda. Acuérdate de nosotros como fuimos antaño. Acuérdate de nosotros como los mejores amigos. Hazlo por mí y yo haré lo mismo por ti. Me marcharé con la primera luz del día. Te lo prometo. Te levantarás y seguirás con tu vida, como siempre. Te aseguro que nadie sabrá nunca que he estado aquí.
Mijaíl hundió la cabeza: se echó a llorar. Hasta aquella noche pensaba que habría hecho cualquier cosa por su amigo. Era mentira. Su lealtad, su valor, su amistad…, todo había resultado ser frágil como el cristal. Se había venido abajo con la primera adversidad.
Cuando Anatoli llegó sin avisar aquella tarde, Mijaíl se había mostrado comprensiblemente sorprendido. Anatoli había viajado hasta el pueblo sin previo aviso. Sin embargo, había sido recibido calurosamente, le habían ofrecido comida, bebida y un lecho. Pero cuando sus anfitriones se enteraron de que se dirigía hacia el norte, hacia la frontera con Finlandia, entendieron por fin la razón de su súbita llegada. No había mencionado que la Policía de la Seguridad del Estado, el MGB, andaba tras él. No era necesario. Lo entendieron todo. Era un fugitivo. En cuanto aquello se hizo evidente, la bienvenida se evaporó. El castigo por ayudar y acoger a un fugitivo era la ejecución. Él lo sabía, pero había albergado la esperanza de que su amigo estuviera dispuesto a asumir el riesgo. Hasta había pensado que estaría dispuesto a acompañarlo al norte. El MGB no buscaba a dos personas, y, lo que es más, Mijaíl conocía a gente en todos los pueblos hasta Leningrado, incluidos Tver y Gorki. Era cierto que el riesgo era considerable, pero en una ocasión Anatoli había salvado la vida a Mijaíl, y aunque nunca lo había considerado como una deuda que éste tuviera que saldar, tampoco había pensado que algún día tendría la necesidad de reclamárselo.
Durante la discusión que mantuvieron resultó evidente que Mijaíl no estaba preparado para esa clase de riesgo. De hecho, no estaba preparado para asumir los de ningún tipo. Su mujer había interrumpido varias veces la conversación, había querido hablar con su marido en privado. En cada interrupción había mirado a Anatoli con un desprecio poco disimulado. Las circunstancias exigían precaución, y ésta era parte de la vida cotidiana. No se podía negar que había traído el peligro a la familia de su amigo, una familia a la que él quería. Redujo considerablemente sus esperanzas y le dijo a Mijaíl que no pedía otra cosa que pasar la noche en el granero. A la mañana siguiente se habría marchado. Caminaría hasta la estación de tren más próxima, de la misma manera que había llegado. Además, había sido idea suya reventar la cerradura de una patada. En el improbable caso de que lo descubrieran, la familia podría fingir ignorarlo todo y hacer como si no supieran que había un intruso. Creyó que aquellas precauciones tranquilizarían a sus anfitriones.
Anatoli, que no podía ver a su amigo llorar, se acercó.
—No hay por qué sentirse culpable. Lo único que queremos es sobrevivir.
Mijaíl dejó de llorar. Alzó la vista y se secó las lágrimas. Los dos amigos, al darse cuenta de que aquélla sería la última vez que volverían a verse, se abrazaron.
Mijaíl se echó hacia atrás.
—Siempre fuiste mejor persona que yo. Buena suerte.
Se levantó y salió del granero, preocupándose de cerrar la puerta y recogiendo algo de nieve para mantenerla sujeta. Dio la espalda al viento y caminó con dificultad hasta la casa. Matar a Anatoli y denunciarlo como intruso habría garantizado la seguridad de su familia. Ahora se veía obligado a asumir el riesgo. Tendría que rezar. Nunca se había visto a sí mismo como un cobarde, y durante la guerra, cuando era su vida la que estaba en juego, jamás se había comportado como tal. Incluso algunos hombres lo habían llamado valiente. Pero tener una familia lo había vuelto temeroso. Podía pensar en cosas mucho más horribles que su propia muerte.
Al llegar a casa se quitó las botas y el abrigo y se dirigió al dormitorio. Al abrir la puerta se sorprendió al ver una figura en la ventana. Su mujer estaba despierta, mirando al granero. Al escucharlo se dio la vuelta. Su complexión pequeña no daba idea alguna de su capacidad para levantar, transportar y cortar, para trabajar doce horas al día, para mantener a la familia unida. No le importaba que Anatoli hubiera salvado en cierta ocasión la vida de su marido. La lealtad y la deuda eran conceptos abstractos. Anatoli era una amenaza para su familia. Eso era real. Quería que se marchase tan lejos de su familia como fuera posible y en aquel preciso instante lo odiaba. Odiaba a aquel amigo amable y decente, al que una vez había querido y considerado un valorado huésped; lo odiaba más que a nadie en el mundo.
Mijaíl besó a su esposa. La mejilla de ésta estaba fría. La cogió de la mano. Ella lo miró fijamente y se dio cuenta de que había estado llorando.
—¿Qué estabas haciendo ahí fuera?
Mijaíl comprendió su interés. Ella tenía la esperanza de que hubiera hecho lo que había que hacer. Esperaba que hubiera antepuesto a su familia y que hubiera matado a aquel hombre. Eso sería lo correcto.
—Había dejado abierta la puerta del granero. Cualquiera podría haberlo visto. La cerré.
Pudo notar cómo su mujer soltaba la mano, mostrando su decepción. Lo consideraba débil. Tenía razón. No había tenido el valor necesario para asesinar a su amigo, y tampoco para ayudarle. Intentó encontrar palabras de aliento.
—No hay de qué preocuparse. Nadie sabe que está aquí.