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14 de febrero

Leo alzó la vista para ver el bloque de apartamentos 18, un achaparrado mazacote de cemento gris de escasa altura. Era por la tarde, ya había oscurecido. Había perdido un día entero de trabajo con un asunto que le resultaba tan incómodo como irrelevante. Según el atestado de la milicia, un niño de cuatro años y diez meses de edad había aparecido muerto en las vías del ferrocarril. El chico había estado jugando allí la noche anterior y lo había arrollado un tren de pasajeros. Las ruedas le destrozaron el cuerpo. El maquinista del tren de las 21.00 a Jabárovsk había comunicado en la primera parada que había podido ver fugazmente a alguien o algo en las vías poco después de salir de la estación de Yarovslavsky. Todavía no se había determinado si había sido aquél el tren que había arrollado al niño. Quizá el maquinista no quisiera admitir que había sido él. Pero no hacía falta insistir: había sido un trágico accidente en el que no había culpable. El caso debería estar ya cerrado.

Normalmente no había motivos para que Leo Stepánovich Demídov, un prometedor miembro del MGB (el Departamento de Seguridad del Estado), tuviera que verse envuelto en un incidente de esta naturaleza. ¿Qué podía hacer él allí? La pérdida de un hijo era algo desgarrador para la familia y los parientes. Pero la verdad, no significaba nada para el país. Los niños descuidados, a menos que fueran descuidados con sus lenguas, no eran asunto de la Seguridad del Estado. Sin embargo, este caso en concreto se había complicado inesperadamente. Los padres habían manifestado su pesar de una forma peculiar. Al parecer, no eran capaces de aceptar que su hijo (Leo revisó el informe, memorizando el nombre de Arkadi Fiódorovich Andréyev) fuera responsable de su propia muerte. Habían estado diciéndole a la gente que lo habían asesinado. Por quién, eso no lo sabían. Por qué razón, lo ignoraban. Cómo podía ser posible algo así, tampoco lo sabían. Y, sin embargo, aun careciendo de una explicación lógica y plausible, tenían de su parte el poder de lo emotivo. Existía una posibilidad bastante real de que estuvieran convenciendo a gente crédula: vecinos, amigos y desconocidos; cualquiera que estuviese dispuesto a escuchar.

Para empeorar la situación, el padre del niño, Fiódor Andréyev, era un miembro poco importante del MGB, y casualmente, uno de los subordinados de Leo. Al ignorar que aquélla no era forma de hacer las cosas, estaba provocando el descrédito del MGB al usar el peso de su autoridad para conferir credibilidad a su insostenible teoría. Había ido demasiado lejos. Había dejado que sus sentimientos nublasen su sentido común. De no ser por lo atenuante de las circunstancias, la tarea de Leo bien podría haber sido arrestar a aquel hombre. Era un embrollo considerable. Y Leo se había visto obligado a dejar temporalmente de lado un trabajo serio y relevante para arreglar las cosas.

Leo, que no tenía muchas ganas de enfrentarse a Fiódor, subió las escaleras con calma, pensando en cómo había llegado hasta allí: vigilando las reacciones de la gente. Nunca había pretendido incorporarse al Departamento de Seguridad del Estado; aquello había sido una consecuencia del servicio militar. Durante la Gran Guerra Patriótica fue reclutado por una unidad de fuerzas especiales, la OMSBON, la Brigada de Fusileros Motorizados para Misiones Especiales. El tercer y el cuarto batallón de aquella unidad fueron seleccionados en el Instituto Central para la Cultura Física, donde él había estudiado. Los escogieron por su destreza física y atlética, y los habían llevado a un campo de entrenamiento en Mytishchi, al norte de Moscú, donde aprendieron a combatir cuerpo a cuerpo, a usar armas, a tirarse desde poca altura en paracaídas y a usar explosivos. El campo pertenecía al NKVC, que era el nombre con el que se conocía a la policía secreta antes de convertirse en el MGB. Los batallones estaban bajo la autoridad directa del NKVD, y no del ejército, y eso se reflejaba en la naturaleza de las misiones. Los enviaban más allá de las líneas enemigas para destruir sus infraestructuras, para obtener información, para cometer asesinatos… Eran invasores clandestinos.

Leo había disfrutado de la independencia de sus operaciones, aunque se cuidaba de guardarse ese pensamiento para sí mismo. Le gustaba el hecho, o quizá fuera sólo la impresión, de que su destino había estado en sus manos. Prosperó. Como resultado, le habían concedido la Orden de Suvórov de segunda clase. Su templanza, sus éxitos militares, su buen aspecto y sobre todo su absoluta y sincera fe en su país lo habían convertido en imagen propagandística (y esto era bastante literal) durante la liberación soviética del territorio ocupado por los alemanes. Lo habían fotografiado junto a un montón de soldados pertenecientes a toda clase de divisiones, rodeando la carcasa ardiente de un tanque alemán, con las armas en alto, la victoria en sus rostros y los soldados muertos a sus pies. Al fondo podía verse el humo de los pueblos incendiados. Destrucción, muerte y sonrisas triunfantes. A Leo, gracias a su impecable dentadura y a sus anchos hombros, lo colocaron en el primer plano de la fotografía. Una semana más tarde, aquella imagen había aparecido en la portada de Pravda, y Leo recibió de repente felicitaciones de desconocidos, soldados, civiles, gente que quería estrecharle la mano, abrazarlo, a él, un símbolo de victoria.

Tras la guerra, a Leo lo trasladaron del OMSBON al NKVD. Parecía un progreso lógico. Él no había hecho preguntas: era un camino marcado por sus superiores, y lo recorrió con la cabeza bien alta. Su país podía haberle pedido cualquier cosa y él la habría cumplido inmediatamente. Habría dirigido los gulags de la tundra ártica en la región de Kolymá. Su única ambición era universal: servir a su país, un país que había derrotado al fascismo, un país que había proporcionado sanidad y educación gratis a sus ciudadanos, que defendía a capa y espada los derechos de los trabajadores de todo el mundo, que había pagado a su padre (que trabajaba en la cadena de montaje de una fábrica de armamento) un salario comparable al de un médico totalmente cualificado. Aunque su empleo en la Seguridad del Estado resultaba a veces desagradable, él comprendía su necesidad, la necesidad de salvaguardar la revolución de sus enemigos, ya fueran extranjeros o nacionales, de aquellos que buscaban socavarla y de aquellos que se habían propuesto verla fracasar. Para ello Leo estaba dispuesto a dar su vida. Para ello había acabado ya con las vidas de otros.

Pero aquel día todo el heroísmo y su entrenamiento militar no tenían ninguna importancia. Allí no había enemigo. Se trataba de un colega, de un amigo, un padre sumido en el dolor. Y, sin embargo, ése era un asunto del MGB, y el objeto del mismo era aquel padre afligido. Leo debía tratarlo con cuidado. No podía dejarse arrastrar por los mismos sentimientos que cegaban a Fiódor. Su histeria ponía en peligro a una buena familia. Si no se hacía nada con aquellos rumores infundados, éstos podían crecer como la mala hierba y expandirse por la comunidad; podían perturbar a la gente y hacer que dudase de uno de los pilares fundamentales de la nueva sociedad:

No existe el crimen.

Muy pocas personas se lo creían del todo. Quedaban algunas manchas: se trataba de una sociedad en plena transición, que todavía no era perfecta. Como agente del MGB, la tarea de Leo consistía en estudiar las obras de Lenin. De hecho, éste era el deber de todo ciudadano. Sabía que los excesos sociales (el crimen) se extinguirían a medida que desapareciesen la pobreza y la necesidad. Todavía no habían alcanzado aquel ideal. Todavía se robaban cosas; las disputas de borrachos llegaban a la violencia; estaban los urki, las bandas criminales. Pero la gente tenía que creer que se avanzaba hacia una existencia mejor. Llamar a aquello asesinato, infanticidio, eso era dar un enorme paso atrás. Leo había oído hablar, de boca de su superior y mentor, el mayor Janusz Kuzmín, de los juicios de 1937 en los que Stalin había dicho de los acusados que habían perdido la fe.

Perdido la fe.

Los enemigos del Partido no eran simples saboteadores, espías y boicoteadores de la industria, sino aquellos que cuestionaban la línea del Partido, que cuestionaban la sociedad que estaba por venir. Según aquella regla, Fiódor, el amigo y compañero de Leo, se había convertido en enemigo.

La misión de Leo consistía en acabar de manera terminante con cualquier especulación infundada; consistía en hacerles volver del borde del abismo. El asesinato tenía un dramatismo natural, que atraía a cierta clase de personas de imaginación extravagante. Si llegaba a ser necesario, tendría que ser duro: el niño había cometido un error y había tenido que pagar por ello con su vida. Nadie más tenía por qué sufrir por su descuido. Quizá aquello fuera demasiado. No hacía falta llegar tan lejos. Podía resolverse con tacto. Estaban alterados, eso era todo. Había que ser paciente con ellos. No estaban pensando las cosas bien. Había que presentarles los hechos. No estaba allí para amenazarles, al menos de momento: estaba allí para ayudarles. Estaba allí para restablecer la fe.

Leo golpeó la puerta y Fiódor la abrió. Leo hizo una reverencia con la cabeza.

—Lamento mucho tu pérdida.

—Gracias por venir.

Fiódor se echó hacia atrás, para que Leo pudiera pasar.

Todos los asientos estaban ocupados. La habitación estaba repleta, como si hubieran convocado una reunión de los habitantes del pueblo. Había ancianos, niños… Era evidente que se había reunido toda la familia. En una atmósfera como aquélla, era fácil imaginar cómo se habían calentado los ánimos. Sin duda, se habrían inducido unos a otros a pensar que había alguna fuerza misteriosa a la que culpar de la muerte del pequeño. Quizá de aquella manera fuera más fácil enfrentarse a la muerte. Quizá se sintieran culpables por no haberle enseñado al muchacho a mantenerse alejado de las vías del tren. Leo reconoció algunos de los rostros que lo rodeaban. Eran los amigos del trabajo de Fiódor. Y se sentían repentinamente avergonzados, pues los habían pillado allí. No sabían qué hacer, evitaban el contacto visual, querían irse pero no podían hacerlo. Leo se dirigió a Fiódor.

—¿No sería más fácil hablar si estuviéramos los dos solos?

—Por favor, ésta es mi familia: quieren escuchar lo que tengas que decir.

Leo miró a su alrededor. Cerca de una veintena de miradas se habían clavado sobre él. Ya sabían lo que iba a decir, y por ello recelaban de él. Estaban furiosos por la muerte del niño, y aquélla era su manera de expresar ese dolor. A Leo no le quedaba otra alternativa que aceptar ser el objeto de su odio.

—No se me ocurre nada peor que la pérdida de un hijo. Yo era tu compañero y amigo cuando tú y tu esposa celebrasteis su nacimiento. Recuerdo cuando te di la enhorabuena. Y ahora, con profunda pena, me encuentro consolándote.

Un poco seco quizá, pero Leo lo decía de corazón.

—Nunca he experimentado el dolor que sigue a la pérdida de un hijo. No sé cómo reaccionaría. Quizá sintiera la necesidad de culpar a alguien, de encontrar a alguien a quien odiar. Pero siendo franco, puedo asegurarte que la causa de la muerte de Arkadi no admite discusión. He traído conmigo el informe, que puedes quedarte si lo deseas. Además, me han enviado para responder a cualquier pregunta que puedas tener.

—Arkadi fue asesinado. Queremos ayudarte a investigarlo, y si no lo haces tú personalmente, queremos que el MGB presione al procurador para abrir una investigación criminal.

Leo asintió, intentando mostrar una actitud conciliadora. La conversación no podía haber empezado peor. El padre se mostraba inflexible: sus posturas estaban enfrentadas. Exigía la apertura formal de un ugolovnoye délo, una investigación criminal, sin la cual la milicia no investigaría el caso. Pedía lo imposible. Leo miró a sus compañeros del trabajo. Al contrario que el resto de los que estaban allí, se daban cuenta de que aquella palabra, asesinato, ensuciaba a todos los presentes.

—A Arkadi lo atropelló un tren que pasaba por allí. Su muerte fue un accidente, un terrible accidente.

—¿Y entonces por qué estaba desnudo? ¿Por qué tenía la boca llena de barro?

Leo intentó entender lo que acababa de escuchar. ¿El niño estaba desnudo? Era la primera vez que lo oía. Abrió el informe.

El muchacho estaba vestido cuando fue encontrado.

En aquel momento, al leer aquella frase, le pareció una explicación extraña. Pero allí estaba: el muchacho estaba vestido. Siguió analizando el documento.

Al haber sido arrastrado por la tierra, tenía barro en la boca.

Cerró el informe. La habitación esperaba.

—Tu hijo fue encontrado con toda su ropa. Sí, tenía barro en la boca. Pero su cuerpo fue arrastrado por el tren; es normal que hubiera algo de barro en su boca.

Una anciana se levantó. Aunque algo encorvada por la edad, su mirada era penetrante.

—Eso no fue lo que nos dijeron.

—Lo lamento mucho, pero les informaron mal.

La mujer insistió. Era evidente que su aportación a la teoría del asesinato había sido importante.

—El hombre que encontró el cuerpo, Taras Kurpín, estuvo investigando. Vive a dos calles de aquí. Nos dijo que Arkadi estaba desnudo, ¿me oye? Que no llevaba nada de ropa. Un choque con un tren no desnuda a un niño.

—Es cierto que Kurpín encontró el cuerpo. Pero tengo aquí su firma, en su declaración, y su declaración está en el informe. Asegura que cuando encontraron el cuerpo en las vías, estaba totalmente vestido. Lo dejó bastante claro. Aquí están sus palabras, sobre el papel.

—¿Por qué no nos dijo lo mismo?

—Quizá estuviera confundido. No lo sé. Pero tengo aquí su firma, en la declaración, y la declaración está en el informe. Dudo mucho que, si se lo preguntase ahora mismo, dijera otra cosa.

—¿Ha visto usted el cuerpo del niño?

Aquella pregunta sorprendió a Leo.

—Yo no investigo este incidente: ése no es mi trabajo. Pero aunque así fuera, no hay nada que investigar. Se trata de un terrible accidente. Estoy aquí para hablar con ustedes, para aclarar las cosas, puesto que todo se ha complicado innecesariamente. Puedo leerles el informe completo en voz alta si lo desean.

La anciana habló de nuevo.

—Ese informe es mentira.

Todos notaron el aumento de la tensión. Leo permaneció en silencio, esforzándose por mantener la calma. Tenían que darse cuenta de que no había acuerdo posible. Tenían que dar su brazo a torcer; tenían que aceptar que el pequeño había sufrido una desafortunada muerte. Leo estaba allí por su bien. Miró a Fiódor, con la esperanza de que corrigiese lo que acababa de decir aquella mujer.

Fiódor dio un paso adelante.

—Leo, tenemos nuevas pruebas; pruebas que han aparecido hoy. Una mujer que vive en un apartamento que da a las vías vio a Arkadi con un hombre. Es lo único que sabemos. Esa mujer no es amiga nuestra. No la habíamos visto antes. Se enteró del asesinato…

—Fiódor…

—Se enteró de la muerte de mi hijo. Y si lo que hemos escuchado es cierto, ella puede describir a ese hombre. Podría reconocerlo.

—¿Dónde está esa mujer?

—La estamos esperando.

—¿Va a venir? Me gustaría escuchar lo que tiene que decir.

Le ofrecieron una silla. La rechazó con un gesto. Se quedaría de pie.

Nadie hablaba, todos esperaban a que llamasen a la puerta. Leo se arrepintió de no haber aceptado la silla. Pasó casi una hora, en silencio, antes de que se escuchase un suave golpe. Fiódor abrió la puerta, se presentó e hizo pasar a la señora. Tendría unos treinta años: un rostro amable, grande, y una mirada nerviosa. Se sorprendió al ver a tanta gente, y Fiódor intentó que se sintiera más cómoda.

—Son mis amigos y mi familia. No hay de qué alarmarse.

Pero ella no le escuchaba. Miraba fijamente a Leo.

—Me llamo Leo Stepánovich. Soy agente del MGB. Estoy al mando. ¿Cuál es su nombre?

Leo sacó su libreta y buscó una hoja en blanco. La mujer no respondió. Él alzó la vista. Seguía sin decir nada. Leo iba a repetir la pregunta, pero ella habló por fin.

—Galina Shapórina.

Su voz era un susurro.

—¿Y qué es lo que vio?

—Vi…

Miró a su alrededor, después al suelo, y después a Leo de nuevo, volviéndose a quedar en silencio.

—¿Vio usted a un hombre?

—Sí, a un hombre.

Fiódor, que estaba de pie junto a ella, clavando en ella los ojos, suspiró de alivio. Ella continuó:

—Un hombre, quizá fuera un trabajador de las vías… Lo vi por la ventana. Estaba muy oscuro.

Leo dio unos golpecitos con el lápiz en la libreta.

—¿Lo vio con un niño?

—No, no había ningún niño.

Fiódor se quedó boquiabierto y empezó a hablar atropelladamente.

—Pero usted dijo que vio a un hombre cogiéndole la mano a mi hijo.

—No, no, no. No había ningún niño. Llevaba una bolsa, creo, una bolsa de herramientas. Sí, eso era. Estaba trabajando en las vías, quizá las estuviera reparando. No vi mucho, un vistazo, eso fue todo. En realidad no debería estar aquí. Lamento mucho la muerte de su hijo.

Leo cerró la libreta.

—Gracias.

—¿Habrá más preguntas?

Antes de que Leo pudiera responder, Fiódor agarró a la mujer del brazo.

—Vio a un hombre.

La mujer se zafó de Fiódor. Miró a su alrededor y vio todas las miradas clavadas sobre ella. Miró a Leo.

—¿Vendrá usted a verme otro día?

—No, puede irse.

Galina clavó los ojos en el suelo y se encaminó hacia la puerta. Pero antes de llegar allí, la anciana dijo:

—¿Así de fácil pierdes el valor?

Fiódor se acercó apresuradamente a la anciana.

—Siéntate, por favor.

Ella asintió, sin mostrar desprecio ni aprobación.

—Era tu hijo.

—Sí.

Leo no podía ver los ojos de Fiódor. Se preguntó qué clase de comunicación silenciosa estaba teniendo lugar entre aquellas dos personas. Fuera lo que fuese, ella se sentó. Mientras tanto, Galina aprovechó para marcharse discretamente.

Leo se alegraba de que Fiódor hubiera intervenido. Esperaba que aquello significase que la situación empezaba a cambiar. Unir los rumores y el cotilleo no ayudaba a nadie. Fiódor volvió junto a Leo.

—Disculpa a mi madre, está muy dolida.

—Por eso estoy aquí. Para que podamos hablarlo sin que salga de estas cuatro paredes. Lo que no puede suceder es que, una vez haya salido yo de la habitación, la conversación prosiga. Si alguien les pregunta qué ha pasado con su hijo, no pueden decir que fue asesinado. No porque yo lo ordene, sino porque no es cierto.

—Lo comprendemos.

—Fiódor, quiero que mañana te tomes el día libre. Se ha autorizado. Si hay algo más que pueda hacer por ti…

—Gracias.

En la puerta del apartamento, Fiódor dio la mano a Leo.

—Estamos todos muy dolidos. Por favor, disculpa nuestras salidas de tono.

—No serán tenidas en cuenta. Pero como he dicho, no debe volver a pasar.

Fiódor adoptó un gesto serio. Asintió. Se esforzó por pronunciar las palabras, como si tuvieran un regusto amargo:

—La muerte de mi hijo fue un terrible accidente.

Leo bajó las escaleras, respirando profundamente. El ambiente de aquella habitación era agobiante. Se alegraba de haber terminado, de que el asunto se hubiera resuelto. Fiódor era un buen hombre. En cuanto se enfrentase a la muerte de su hijo, le resultaría más fácil aceptar la verdad.

Se detuvo. Había escuchado a alguien detrás de él. Se dio la vuelta. Era un niño; no tendría más de siete u ocho años.

—Señor, me llamo Zhora. Soy el hermano mayor de Arkadi. ¿Puedo hablar con usted?

—Claro.

—Fue culpa mía.

—¿Qué fue culpa tuya?

—La muerte de mi hermano: le tiré una bola de nieve. La había hecho con piedras, barro y arenilla. Arkadi se hizo daño, le dio en la cabeza. Salió corriendo. Quizá aquello le dejó mareado, quizá por eso no pudo ver el tren. El barro que encontraron en su boca fue culpa mía: yo se lo tiré.

—La muerte de tu hermano fue un accidente. No tienes por qué sentirte culpable. Pero has hecho bien al decirme la verdad. Ahora vuelve con tus padres.

—No les he dicho nada sobre la bola de nieve con barro y piedras.

—A lo mejor no hace falta que lo sepan.

—Se enfadarían mucho. Porque aquélla fue la última vez que lo vi. Jugábamos con cuidado la mayoría de las veces, señor. Y podríamos haber vuelto a jugar con cuidado, podríamos haber hecho las paces, podríamos haber vuelto a ser amigos, estoy seguro. Pero ahora no puedo compensarle. Nunca podré decirle que lo siento.

Leo estaba escuchando la confesión del niño. Quería que lo perdonasen. Se había echado a llorar. Avergonzado, Leo le dio una palmadita en la cabeza, murmurando, como si se tratase de una nana:

—No fue culpa de nadie.