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Veinte años después

Moscú

11 de febrero de 1953

La bola de nieve golpeó a Zhora en la nuca. La nieve, que lo había pillado por sorpresa, estalló alrededor de sus orejas. Detrás de él, en alguna parte, podía oír a su hermano riéndose, riéndose bien alto. Estaba orgulloso de sí mismo, orgulloso de aquel tiro, aunque hubiera sido de casualidad, un golpe de suerte. Zhora se limpió el hielo del cuello de su chaqueta, pero algunos trozos ya le habían caído por la espalda. Estaban derritiéndose, resbalando por su piel y dejando un rastro de agua helada. Se sacó los faldones de la camisa de los pantalones y metió la mano hasta donde pudo para quitarse el hielo de encima.

Arkadi, que no podía creerse la calma de su hermano (ocupado en limpiarse la camisa en lugar de buscar a su oponente), se tomó su tiempo, apelotonando la nieve, poniendo un puñado encima de otro. Si le quedaba demasiado grande, la bola de nieve no serviría para nada: sería difícil de lanzar, se movería despacio y le resultaría fácil esquivarle. Aquél había sido su error durante mucho tiempo, hacerlas demasiado grandes. En vez de tener un mayor impacto, duraban poco tiempo en el aire, y la mayoría de las veces se desintegraban solas, sin alcanzar siquiera a su hermano. Zhora y él jugaban mucho en la nieve. De vez en cuando había otros niños, pero casi siempre estaban los dos solos. Los juegos empezaban por casualidad, y se volvían más y más competitivos con cada bolazo. Arkadi no había ganado nunca, si es que en ese juego podía hablarse de ganadores. Siempre se daba por vencido ante la velocidad y la potencia de los lanzamientos de su hermano. Cada juego acababa siempre igual: frustración, rendición, enojo o, peor, llanto y huida. Odiaba ser siempre el perdedor y, más aún, odiaba que aquello le molestase tanto. La única razón por la que seguía jugando era porque cada día se sentía optimista, pensaba que aquel día sería distinto, que ganaría. Y aquél era el día. Era su oportunidad. Se acercó, pero no demasiado: quería que el bolazo fuera válido. Los disparos a bocajarro no contaban.

Zhora lo vio venir: un montón de nieve que describía una parábola en el aire. No era demasiado grande ni demasiado pequeño; era como los que tiraba él. No podía hacer nada. Tenía las manos a la espalda. No le quedaba más remedio que admitir que su hermano aprendía deprisa.

La bola le golpeó en la punta de la nariz, estallándole en los ojos y metiéndose en la nariz y la boca. Dio un paso atrás, con la cara manchada de blanco. Había sido un lanzamiento perfecto: aquello significaba el final del juego. Había perdido ante su hermano pequeño, un chiquillo que no tenía ni cinco años. Y, sin embargo, ahora que había sido vencido por primera vez pudo por fin valorar la importancia de la victoria. Su hermano estaba riéndose de nuevo, montando todo un espectáculo, como si un bolazo de nieve en la cara fuera lo más divertido del mundo. Al menos él nunca se había pavoneado como Arkadi lo estaba haciendo ahora; nunca se había reído tanto, ni había obtenido tanta satisfacción de sus victorias. Su hermano pequeño era un mal perdedor, y un ganador aún peor. Aquel muchacho necesitaba que alguien le diera una lección, que alguien le bajara los humos. Había ganado una vez, eso era todo: una partida inútil e insignificante, una entre cien. No, una entre mil. ¿Y ahora se atrevía a comportarse como si estuvieran empatados o, peor aún, como si fuera mejor que él? Zhora se agachó y escarbó entre la nieve, hasta tocar la fría tierra que había bajo ésta, y recogió un puñado de barro helado, arena y piedras.

Al ver que su hermano hacía otra bola, Arkadi se dio la vuelta y salió corriendo. Sería un lanzamiento de venganza: preparado con esmero y lanzado con toda la potencia que su hermano pudiera reunir. No estaba dispuesto a ser él quien recibiera el impacto de uno de esos bolazos. Si corría, se pondría a salvo. El lanzamiento, por bien ejecutado o preciso que fuera, sólo podía viajar una distancia determinada antes de empezar a perder la forma, a deshacerse. E incluso aunque le diera, después de unos cuantos metros no hacía daño alguno, apenas merecía la pena tirarlo. Si corría, podría terminar como ganador. No quería sufrir la revancha, no quería que su hermano echase a perder su triunfo con una sucesión de lanzamientos rápidos. No: tenía que correr y cantar victoria. El juego tenía que terminar en aquel momento. Podría disfrutar de aquella sensación, al menos hasta el día siguiente, en que probablemente volvería a perder. Pero eso sería al día siguiente. Aquel día era el ganador.

Escuchó a su hermano gritar su nombre. Miró hacia atrás, mientras seguía corriendo, con una sonrisa en los labios, seguro de haberse alejado lo suficiente como para que el lanzamiento no sirviera para nada.

El impacto fue como un puñetazo en la cara. La cabeza le dio la vuelta, los pies perdieron el contacto con el suelo y, durante un segundo, flotó por los aires. Cuando volvió a tocar el suelo con los pies, sus piernas se desplomaron, se cayó, su cuerpo se contrajo (estaba demasiado aturdido como para extender las manos) y chocó contra la nieve. Por un instante se quedó allí tirado, incapaz de comprender qué había sucedido. En la boca tenía arena, barro, saliva y sangre. Temeroso, se acercó a los labios la punta de un dedo cubierto por la manopla. Sus dientes tenían un tacto áspero, como si le hubieran obligado a comer arena. Había un hueco. Uno de los dientes había saltado. Empezó a llorar y escupió sobre la nieve. Se puso a escarbar entre la suciedad, en busca de su diente perdido. Por alguna razón, aquello era lo único en lo que podía pensar en aquel momento; era lo único que le importaba. Tenía que encontrar el diente. ¿Dónde estaba? Pero no lo encontraba en la blancura de la nieve. Había desaparecido. Y no era el dolor lo que le molestaba: era la rabia, el escándalo ante aquella injusticia. ¿Acaso no podía ganar ni un juego? Había vencido limpiamente. ¿No podía su hermano concederle aquello?

Zhora corrió hacia su hermano. En cuanto el puñado de barro, hielo y arena había salido de su mano, se había arrepentido de su decisión. Había gritado el nombre de su hermano, con la esperanza de que éste se agachase para evitar el golpe. En lugar de eso, Arkadi se había dado la vuelta y se había dado de bruces con el impacto. En vez de ayudarle, aquello había parecido un truco especialmente malicioso. Mientras se acercaba vio la sangre en la nieve y sintió náuseas. Él era el culpable de aquello. Había convertido aquel juego, un juego que disfrutaba como nada en el mundo, en algo terrible. ¿Por qué no podía haber dejado que su hermano ganase? Habría vuelto a ganar al día siguiente, y al otro y al otro. Sintió vergüenza.

Zhora se arrodilló sobre la nieve y puso la mano sobre el hombro de su hermano pequeño. Arkadi se lo quitó de encima y lo miró con ojos rojos y llorosos, y una boca sangrienta, como un animal salvaje. No dijo nada. Tenía toda la cara rígida de ira. Se puso de pie, tambaleándose un poco.

—¿Arkadi?

Por respuesta, su hermano se limitó a abrir la boca y gritar, dejando escapar un sonido que recordaba el ladrido de un perro. Lo único que Zhora podía ver era un montón de dientes sucios. Arkadi se dio la vuelta y salió corriendo.

—¡Arkadi, espera!

Pero Arkadi no esperó. No se detuvo. No quería escuchar la disculpa de su hermano. Corrió tan rápido como pudo, buscando con la lengua el reciente hueco que había quedado en la parte frontal de su dentadura. Cuando lo encontró, cuando sintió la encía con la punta de la lengua, deseó no volver a ver a su hermano jamás.