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Chervoy, Ucrania

Union Sovietica

25 de enero de 1933

Como Maria había decidido morir, su gato tendría que arreglárselas solo. Ella ya se había ocupado de él mucho más de lo razonable. Hacía tiempo que las ratas y los ratones habían caído en trampas y servido como comida a la gente del pueblo. Los animales domésticos habían desaparecido poco después. Todos menos uno, aquel gato, su compañero, que ella había escondido. ¿Por qué no lo había matado? Necesitaba una razón para vivir; algo que proteger y querer…, una razón para sobrevivir. Se había prometido seguir alimentándolo hasta el día que no pudiera alimentarse ella misma. Aquel día había llegado. Ya había cortado sus botas de cuero en tiras, las había hervido con ortigas y semillas de remolacha. Ya había escarbado la tierra en busca de gusanos, había lamido cortezas. Aquella mañana, en un delirio febril, se había puesto a mordisquear la pata del taburete de la cocina, masticando y masticando hasta que las astillas le salían de entre las encías. Cuando vio huir a su gato, que se escondía bajo la cama, que se negó a aparecer incluso cuando ella se agachó, llamándolo por su nombre, intentando convencerle para que saliera, fue el momento en el que Maria decidió morir. Sin nada que comer y nada que querer.

Maria esperó hasta la caída de la noche para abrir la puerta. Le pareció que, bajo el manto de la oscuridad, su gato tendría más oportunidades de llegar hasta el bosque sin ser visto. Si alguien del pueblo lo veía, lo cazaría. Incluso en aquel momento, tan cerca de su propia muerte, la idea de que mataran a su gato le desagradaba. Se consoló sabiendo que el factor sorpresa estaba de su parte. En una comunidad en la que los hombres maduros mascaban puñados de tierra con la esperanza de encontrar hormigas o huevos de insectos, en que los niños escarbaban la mierda de caballo esperando encontrar cáscaras de grano sin digerir, y las mujeres se peleaban por la posesión de huesos, Maria estaba segura de que nadie iba a pensar que un gato pudiera seguir vivo.

Pável no podía creer lo que estaba viendo. Era extraño, delgado, con ojos verdes y una piel con motas negras. Era un gato, sin duda. Había salido a recoger leña cuando vio al animal salir disparado de la casa de Maria Antonovna, cruzar la carretera cubierta de nieve y dirigirse hacia el bosque. Aguantando la respiración, miró a su alrededor. Nadie más lo había visto. No había nadie por allí; no había luces en las ventanas. Espirales de humo, la única señal de vida, surgían de menos de la mitad de las chimeneas. Era como si la intensa nevada hubiera apagado el pueblo, extinguiendo toda señal de vida. La mayor parte de la nieve estaba intacta: apenas había pisadas y no se había excavado ningún camino. Los días eran tan silenciosos como las noches. Nadie se levantaba para ir a trabajar. Ninguno de sus amigos salía a jugar; se quedaban en sus casas, donde sus familias se acurrucaban en las camas, formando hileras de ojos hundidos que miraban al techo. Los adultos habían empezado a parecer niños, y los niños, adultos. La mayoría había dejado de intentar buscar restos de comida. En aquellas circunstancias, la aparición de un gato era nada menos que un milagro; el resurgir de una criatura considerada extinta desde hacía tiempo.

Pável cerró los ojos e intentó recordar la última vez que había comido carne. Cuando los abrió, seguía salivando. La saliva le corría por un lado de la cara en gruesas hileras. Se la limpió con el reverso de la mano. Excitado, dejó caer el montón de ramas y corrió hacia su casa. Tenía que contarle a su madre, Oksana, la increíble noticia.

Oksana estaba sentada, envuelta en una manta de lana, mirando fijamente al suelo. Estaba totalmente inmóvil, ahorrando energía mientras intentaba pensar en el modo de mantener a su familia con vida; un pensamiento que ocupaba todas sus horas de vigilia y cada sueño inquieto. Era una de las pocas personas que no se habían rendido. Nunca se rendiría. No lo haría mientras tuviera a sus hijos. Pero la simple determinación no era suficiente, debía tener cuidado: un esfuerzo mal calculado podría significar cansancio, y el cansancio significaba, inevitablemente, la muerte. Algunos meses atrás, Nikolái Ivánovich, un vecino y amigo suyo, había decidido asaltar un granero del Estado, preso de la desesperación. No había regresado. A la mañana siguiente, la mujer de Nikolái y Oksana habían partido en su busca. Encontraron su cuerpo junto a la carretera, boca arriba. Un cuerpo esquelético, con el estómago abombado y estirado; preñado de los granos crudos que había tragado en el momento de su muerte. Su mujer había llorado, mientras Oksana cogía los granos restantes de los bolsillos, repartiéndolos entre ambas. Cuando volvieron al pueblo, la mujer de Nikolái les había contado a todos la noticia. En lugar de lástima, sintieron envidia; lo único en lo que podían pensar era en los puñados de grano que poseía. Oksana pensó que era una necia honrada: las había puesto a las dos en peligro.

Aquellos recuerdos fueron interrumpidos por el sonido de alguien que corría. Nadie corría a menos que se tratase de una noticia importante. Se levantó temerosa. Pável entró precipitadamente en la habitación y anunció sin aliento:

—Madre, he visto un gato.

Ella dio un paso adelante y cogió las manos de su hijo. Tenía que asegurarse de que no veía visiones: el hambre podía jugar malas pasadas. Pero su rostro no mostraba signo alguno de delirio. Su mirada era clara, y su gesto, serio. Tenía sólo diez años y ya era un hombre. Las circunstancias le obligaban a olvidarse de su niñez. Casi con toda certeza, su padre estaba muerto, y si no era así, al menos sí lo estaba para ellos. Se había marchado a la ciudad de Kiev con la esperanza de traerles comida. Nunca regresó, y Pável comprendió, sin que nadie tuviera que explicárselo o consolarle, que su padre jamás volvería. Ahora Oksana dependía de su hijo tanto como de sí misma. Eran compañeros, y Pável había jurado en voz alta que tendría éxito allí donde su padre había fracasado: se aseguraría de que su familia permaneciese con vida.

Oksana acarició la mejilla de su hijo.

—¿Puedes atraparlo?

Él sonrió, orgulloso.

—Si tuviera un hueso.

El estanque estaba helado. Oksana escarbó entre la nieve para encontrar una roca. Envolvió la roca en su chal para que el sonido no llamara la atención de nadie, amortiguándolo mientras abría un pequeño agujero en el hielo. Dejó la roca. Se preparó para enfrentarse al agua oscura y congelada y metió la mano, soltando un jadeo por el frío. Sólo disponía de unos segundos antes de perder la sensibilidad en el brazo, así que se movió deprisa. Su mano tocó el fondo y no agarró otra cosa que cieno. ¿Dónde estaba? Presa del pánico, se inclinó hacia delante, sumergiendo todo el brazo, buscando a diestra y siniestra, perdiendo la sensibilidad en la mano. Sus dedos acariciaron vidrio. Aliviada, agarró la botella y la sacó. La piel se le había vuelto de varios tonos de azul, como si la hubieran golpeado. No le importaba. Había encontrado lo que buscaba: una botella sellada con alquitrán. Limpió la capa de cieno que tenía en un lado y echó un vistazo al contenido. Dentro había un montón de pequeños huesos.

Al regresar a la casa se encontró con que Pável había avivado el fuego. Calentó el precinto sobre las llamas; el alquitrán cayó sobre las brasas en forma de pegajosas gotitas. Mientras esperaban, Pável, siempre atento a las necesidades de su madre, se fijó en la piel azulada y le frotó el brazo, para que recobrase la circulación. Cuando se fundió el alquitrán, ella puso la botella boca arriba y la agitó. Varios huesos se amontonaron en el cuello. Ella los sacó y se los ofreció a su hijo. Pável los estudió cuidadosamente, rascando la superficie y oliendo cada uno de ellos. Después de haber escogido uno, se dispuso a salir. Ella lo detuvo.

—Llévate a tu hermano.

Pável pensó que aquello era un error. Su hermano pequeño era torpe y lento. Y de todas formas el gato le pertenecía a él. Él lo había visto, y él lo atraparía. Sería su victoria. Su madre le colocó un segundo hueso en la mano.

—Llévate a Andréi.

Andréi tenía casi ocho años y quería mucho a su hermano mayor. Casi nunca salía de casa y se pasaba la mayor parte del tiempo en el cuarto trasero, donde dormían los tres, jugando con una baraja de cartas. Las cartas las había hecho su padre con hojas de papel cortadas y pegadas, un regalo de despedida antes de marcharse a Kiev. Andréi todavía esperaba su regreso. Nadie le había dicho que no había nada que esperar. Cuando echaba de menos a su padre, lo que sucedía a menudo, repartía las cartas sobre el suelo, ordenándolas por palos y por números. Estaba seguro de que si podía terminar el solitario, su padre volvería. ¿Acaso no era ésa la razón por la que le había dejado las cartas antes de marcharse? Por supuesto, Andréi prefería jugar con su hermano, pero Pável ya no tenía tiempo para juegos. Estaba siempre ocupado ayudando a su madre y sólo jugaba con él a veces antes de acostarse.

Pável entró en su habitación. Andréi sonrió, esperando que estuviera dispuesto a echar una partida, pero su hermano se agachó y recogió las cartas.

—Deja eso. Vamos a salir. ¿Dónde están tus lapti?

Andréi entendió aquella pregunta como una orden, y se metió bajo la cama para coger sus lapti: dos tiras cortadas de la rueda de un tractor y un montón de harapos que, unidos con cuerda, servían como un par de improvisadas botas. Pável le ayudó a atarlas con fuerza, mientras le explicaba que aquella noche tenían la oportunidad de comer carne, siempre y cuando Andréi hiciera todo lo que le dijera.

—¿Va a volver nuestro padre?

—No va a volver.

—¿Se ha perdido?

—Sí, se ha perdido.

—¿Quién nos va a traer la carne?

—La vamos a atrapar nosotros mismos.

Andréi sabía que su hermano era un experto cazador. Había atrapado más ratas que ningún otro muchacho del pueblo. Aquélla era la primera vez que le pedía que lo acompañase en una misión tan importante.

Afuera, en la nieve, Andréi puso especial esmero en no caerse. A menudo se tambaleaba y tropezaba, pues para él el mundo parecía borroso. Lo único que podía ver con claridad eran los objetos que se ponía muy cerca de la cara. Todo el mundo pensaba que era torpe, y él pensaba que todos los demás veían el mundo como lo veía él. Si alguien era capaz de ver a una persona en la distancia (cuando lo único que podía ver Andréi era una mancha borrosa), él lo achacaba a la inteligencia o a la experiencia, o a algún otro atributo que él todavía no había desarrollado. Aquella noche no se caería y no quedaría como un tonto. Haría que su hermano estuviera orgulloso. Para él, eso era más importante que la idea de comer carne.

Pável se detuvo a la entrada del bosque, arrodillándose para examinar las huellas del gato en la nieve. Andréi pensó que su habilidad para dar con ellas era notable. Admirado, se agachó, observando a su hermano mientras éste tocaba una de las huellas de pata. Andréi no tenía ni idea de rastrear ni de cazar.

—¿Es aquí por donde ha pasado el gato?

Pável asintió y miró hacia el bosque.

—Las huellas son muy poco profundas.

Imitando a su hermano, Andréi pasó los dedos por la marca de la pata, preguntando:

—¿Y eso qué significa?

—El gato no es pesado, lo que significa que habrá menos comida para nosotros. Pero si tiene hambre, entonces hay más posibilidades de que lo atraigamos con el cebo.

Andréi intentó asimilar aquella información, pero su mente se distraía.

—Hermano, si fueras una carta, ¿qué carta serías? ¿Serías un as o un rey; una pica o un corazón?

Pável suspiró y Andréi, herido por su incomprensión, sintió que las lágrimas empezaban a formarse.

—Si te contesto, ¿prometes quedarte callado?

—Lo prometo.

—No podemos atrapar al gato si lo asustas.

—No diré nada.

—Sería una sota, un caballero, el que tiene una espada. Y ahora, lo has prometido: ni una palabra.

Andréi asintió. Pável se levantó. Se adentraron en el bosque.

Caminaron durante largo rato. Parecieron varias horas, aunque el sentido del tiempo de Andréi, al igual que su vista, no era muy fino. Con la luz de la luna y el reflejo de la nieve, su hermano mayor parecía no tener demasiados problemas para seguir las huellas. Se habían adentrado mucho en el bosque, más allá de donde Andréi había ido nunca. A menudo tenía que correr para no quedarse atrás. Le dolían las piernas, le dolía el estómago. Tenía frío, hambre, y aunque en casa no había comida, al menos no le dolían los pies. La cuerda que sujetaba los harapos a las tiras de rueda se había aflojado y sentía cómo la nieve entraba bajo sus suelas. No se atrevía a hacer parar a su hermano para pedirle que se la volviera a atar. Lo había prometido: ni una palabra. Pronto la nieve se derretiría, los harapos se empaparían y perdería la sensibilidad en los pies. Para apartar sus pensamientos de aquella incomodidad, rompió una rama de un arbolillo y mascó la corteza, hasta reducirla a una tosca pasta que se le hacía áspera a la lengua y a los dientes. Le habían dicho que la pasta de la corteza aplacaba el hambre. Él se lo había creído: era útil creérselo.

De pronto, Pável le hizo un gesto para que se quedara quieto. Andréi se detuvo a medio paso, con los dientes marrones por los trozos de corteza. Pável se echó al suelo. Andréi hizo lo mismo, buscando en el bosque aquello que su hermano había visto. Entornó los ojos, intentando enfocar los árboles.

Pável se quedó mirando al gato, y éste parecía devolverle la mirada con sus ojillos verdes. ¿Qué estaría pensando? ¿Por qué no huía? Quizá, oculto en la casa de Maria, todavía no había aprendido a temer a los humanos. Pável alcanzó su cuchillo, cortándose la punta del dedo y embadurnando con sangre el hueso de pollo que su madre le había dado. Hizo lo mismo con el cebo de Andréi, una calavera fracturada de rata. Usó su propia sangre, porque no confiaba en que su hermano fuera capaz de reprimir un chillido y asustase al gato. Sin decir una palabra, los hermanos se separaron, tomando direcciones opuestas. Antes, en casa, Pável le había dado a Andréi instrucciones precisas, así que no hacía falta hablar. En cuanto estuvieran a cierta distancia, a ambos lados del gato, colocarían los huesos sobre la nieve. Pável miró rápidamente a su hermano, para asegurarse de que no estaba metiendo la pata.

Andréi hizo exactamente lo que le habían dicho y sacó una cuerda de su bolsillo. Pável ya había hecho un lazo en la punta. Lo único que tenía que hacer Andréi era colocarlo alrededor de la calavera de la rata. Así lo hizo, y entonces se echó hacia atrás hasta donde se lo permitió la cuerda, tumbándose boca abajo sobre el suelo, oprimiendo y apelmazando la nieve. Se quedó esperando. Hasta ese momento no se dio cuenta de que apenas podía ver su propio cebo. Era una mancha. De repente se asustó, y deseó que el gato fuera hacia su hermano. Pável no cometería ningún error; lo atraparía y podrían irse a casa a comer. Nervioso y con frío, sus manos empezaron a temblar. Intentó recobrar el pulso. Pudo ver algo: una sombra que se acercaba a él.

El aliento de Andréi empezó a derretir la nieve que tenía frente a sí. Hilillos de agua corrían hasta él y se le metían entre la ropa. Quería que el gato fuera en la otra dirección, a la trampa de su hermano, pero a medida que aquella mancha se acercaba, era más evidente que el gato lo había escogido a él. Por supuesto, si atrapaba al gato, Pável lo adoraría, jugaría con él a las cartas y no se enfadaría nunca más. Aquella idea le agradó, y su ánimo pasó del pánico a la expectación.

Sí, sería él quien atrapase al gato. Lo mataría. Demostraría lo que valía. ¿Qué había dicho su hermano? Le había advertido que no tirara demasiado pronto del cebo. Si el gato se asustaba, todo estaría perdido. Por aquella razón, y por el hecho de que no podía estar totalmente seguro de dónde estaba el gato, Andréi decidió esperar y asegurarse. Casi podía ver con nitidez el pelaje negro y las cuatro patas. Esperaría un poco más, un poco más… Escuchó a su hermano susurrar:

—¡Ahora!

Andréi se asustó. Ya había escuchado aquel tono muchas veces. Significaba que había hecho algo mal. Entornó los ojos, concentrado, y vio que el gato estaba en mitad de su trampa. Tiró de la cuerda. Pero demasiado tarde, pues el gato había saltado. El lazo había fallado. Aun así Andréi haló de la soga en un gesto patético, esperando que, de alguna forma, hubiera un gato en el otro extremo. A sus manos llegó un lazo vacío y notó que la cara se le enrojecía de vergüenza. Poseído por la ira, estaba dispuesto a levantarse y perseguir al gato y atraparlo, estrangularlo y aplastarle el cráneo. Pero no se movió: vio que su hermano permanecía tumbado en el suelo. Y Andréi, que había aprendido a seguir siempre a su hermano, hizo exactamente lo mismo. Entornó la vista, esforzándose hasta que pudo ver cómo la difusa silueta negra se dirigía ahora a la trampa de su hermano.

El enfado ante la incompetencia de su hermano pequeño había dejado paso a la excitación ante la imprudencia del gato. Los músculos de la espalda de Pável se tensaron. No había duda de que el gato había probado la sangre, y el hambre era más fuerte que la precaución. Observó al animal, que se quedó a medio paso, con una pata en el aire, mirándolo fijamente. Contuvo la respiración: sus dedos sujetaron con fuerza la cuerda y esperó, instando en silencio al gato a acercarse.

Por favor. Por favor. Por favor.

El gato saltó hacia delante, abrió la boca y atrapó el hueso. Anticipándose perfectamente, él dio un tirón a la cuerda. El lazo se estrechó alrededor de la zarpa del gato, atrapando la pata delantera. Pável se levantó de un salto, tirando de la cuerda para apretar el nudo. El gato intentó escapar, pero la cuerda lo mantenía bien sujeto. Hizo caer al animal al suelo. El bosque se llenó de maullidos, como si fuera una criatura mucho mayor la que luchaba por su vida, retorciéndose en la nieve, arqueando el cuerpo y tensando la cuerda. Pável tenía miedo de que el nudo se rompiera. La cuerda era delgada y deshilachada. Cuando intentó acercarse, el gato se alejó, quedando fuera de su alcance. Gritó a su hermano:

—¡Mátalo!

Andréi seguía sin moverse, porque no quería cometer otro error. Pero ahora le estaban dando instrucciones. Se levantó de un salto y corrió hacia delante, tropezándose inmediatamente y cayendo de bruces. Levantó la nariz de entre la nieve y pudo ver al gato más adelante, siseando, escupiendo y retorciéndose. Si la cuerda se rompía, el gato quedaría libre y su hermano lo odiaría para siempre. Pável gritó, con voz ronca y frenética:

—¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Andréi se levantó, tambaleándose, y sin tener muy claro lo que estaba haciendo se precipitó hacia delante, abalanzándose sobre el cuerpo del gato que se revolvía. Quizá tenía la esperanza de que el impacto lo matase. Pero entonces, encima del animal, pudo sentir que el gato estaba vivo y retorciéndose bajo su estómago, arañando los sacos de grano que habían cosido para hacerle una chaqueta. Andréi, manteniendo el estómago pegado al suelo para evitar que el gato escapara, miró tras de sí, suplicando con la mirada a Pável que tomara las riendas.

—¡Sigue vivo!

Pável corrió hacia delante y se arrodilló, metiendo la mano bajo el cuerpo de su hermano menor, pero se topó con los mordiscos que propinaba la boca del animal. Le mordió. Sacó las manos de un tirón. Ignorando la sangre de su dedo, se pasó al otro lado y volvió a introducir las manos, llegando esta vez hasta la cola. Sus dedos empezaron a subir por la espalda del animal. Desde aquella línea de ataque, el gato no podía defenderse.

Andréi se quedó inmóvil, sintiendo la lucha que tenía lugar debajo de él, notando cómo las manos de su hermano se acercaban cada vez más a la cabeza del gato. Éste sabía que aquello significaba su muerte, y empezó a morder cualquier cosa que pudo encontrar (su chaqueta, la nieve), loco de miedo, un miedo que Andréi podía sentir en forma de vibraciones en su estómago. Imitando a su hermano, Andréi gritó:

—¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Pável rompió el cuello del animal. Durante un instante ninguno de los dos hizo nada. Se quedaron quietos, respirando profundamente. Pável descansó la cabeza sobre la espalda de Andréi, apretando todavía fuertemente el cuello del gato con las manos. Finalmente sacó las manos de debajo de su hermano y se levantó. Andréi se quedó sobre la nieve, sin atreverse a moverse.

—Ya puedes levantarte.

Ya podía levantarse. Ya podía estar de pie, hombro con hombro con su hermano. Podía sentirse orgulloso. Andréi no le había decepcionado. No había fallado. Levantó la mano, cogió la de su hermano y se puso también en pie. Pável no podría haber atrapado al gato sin su ayuda. La cuerda se habría roto. El gato habría escapado.

Andréi sonrió y después se rió, dando palmas y bailando allí mismo. Se sentía más feliz que nunca. Eran un equipo. Su hermano lo abrazó, y los dos miraron el trofeo: un esquelético gato muerto aplastado contra la nieve.

Era imprescindible transportar el trofeo hasta el pueblo sin ser vistos. La gente lucharía, mataría por una pieza como aquélla, y los maullidos podían haber alertado a alguien. Pável no quiso dejar nada al azar. No habían traído ningún saco con el que esconder el gato. Improvisando, decidió esconderlo bajo un montón de ramitas. Si se encontraban con alguien de camino a casa, daría la impresión de que habían estado recogiendo leña y no habría preguntas. Cogió el gato de entre la nieve:

—Voy a llevarlo bajo un montón de ramas, para que nadie pueda verlo. Pero si realmente estuviéramos recogiendo leña, tú también llevarías un montón de ramas.

Andréi se quedó impresionado por la lógica de su hermano. Él nunca habría reparado en eso. Empezó a recolectar leña. Como la tierra estaba cubierta de nieve, era complicado encontrar ramas sueltas, y se vio obligado a rastrillar con las manos desnudas, buscando en el suelo congelado. Después de cada pasada se frotaba los dedos, soplando sobre ellos. La nariz le había empezado a gotear y el labio superior se le llenó de mocos. Pero aquella noche, después de su éxito, no le importaba. Empezó a tararear una canción que solía cantar su padre, metiendo de nuevo los dedos en la nieve.

Pável, que tenía los mismos problemas para encontrar ramas, se había alejado de su hermano menor. Tendrían que separarse. A cierta distancia vio un árbol caído con ramas que salían por todos los ángulos. Se apresuró hasta allí, dejando el gato en la nieve para poder arrancar toda la madera muerta del tronco. Allí había mucha, más que suficiente para ambos, y echó un vistazo a su alrededor, buscando a Andréi. Estaba a punto de llamarlo cuando se tragó sus palabras. Hubo un ruido. Se dio la vuelta rápidamente, mirando a todos lados. El bosque era denso, oscuro. Cerró los ojos, concentrándose en aquel ruido…, un ritmo: el crujir, crujir, crujir de la nieve. Cada vez era más rápido, se escuchaba con mayor claridad. La adrenalina se disparó en su cuerpo. Abrió los ojos. Allí, en la oscuridad, había un hombre, corriendo. Llevaba una rama gruesa y pesada. Sus pasos eran largos. Estaba corriendo hacia Pável. Les había oído matar al gato y quería robarles el trofeo. Pero Pável no se lo permitiría: no dejaría que su madre muriese de hambre. No fracasaría como su padre. Empezó a echar nieve sobre el gato con el pie, intentando ocultarlo.

—Estamos recogiendo…

La voz de Pável se ahogó en cuanto el hombre llegó corriendo de entre los árboles, levantando la rama. En aquel momento, viendo por primera vez el rostro demacrado y la mirada salvaje de aquel hombre, Pável se dio cuenta de que no era el gato lo que quería. Lo quería a él.

Pável se quedó boquiabierto más o menos en el mismo instante en que la rama descendió, golpeándole con el extremo en la coronilla. No sintió nada, pero se dio cuenta de que ya no estaba de pie. Se sostenía sobre su rodilla. Alzó la mirada, con la cabeza inclinada y la sangre cayéndole sobre uno de los ojos, mientras observaba cómo el hombre levantaba la rama para asestar un segundo golpe.

Andréi dejó de tararear. ¿Lo había llamado Pável? No había encontrado muchas ramas, desde luego no las suficientes para llevar a cabo su plan, y no quería que lo regañasen después de haberse portado tan bien. Se levantó, sacando las manos de la nieve. Echó un vistazo hacia el bosque, entornando los ojos, incapaz de ver, incluso entre los árboles más cercanos, nada que no fuera una mancha.

—¿Pável?

No hubo respuesta. Volvió a llamar. ¿Era un juego? No, Pável ya no jugaba, ya no. Andréi caminó en la dirección en que había visto a su hermano por última vez, pero no pudo ver nada. Aquello era estúpido. No era él quien se suponía que debía encontrar a Pável; Pável era quien tenía que encontrarlo a él. Algo no iba bien. Volvió a llamarlo, más alto esta vez. ¿Por qué no respondía? Andréi se limpió la nariz en la áspera manga de la chaqueta, y se preguntó si aquello sería una prueba. ¿Qué haría su hermano en una situación semejante? Seguiría las huellas en la nieve. Andréi dejó las ramas y se agachó, buscando por el suelo, a gatas. Encontró sus propias pisadas y las rastreó hasta el lugar en el que había dejado a su hermano. Orgulloso, pasó a las huellas de éste. Si se levantaba no podía verlas, así que, agachado, con la nariz a pocos palmos del suelo, prosiguió, como un perro siguiendo un olor.

Llegó hasta un árbol caído, con ramas esparcidas a su alrededor, y pisadas por todas partes, algunas profundas y grandes. La nieve estaba roja. Andréi cogió un puñado, apelmazándola entre los dedos, apretando y viendo cómo se convertía en sangre.

—¡Pável!

No dejó de gritar hasta que le dolió la garganta y su voz desapareció. Lloriqueaba. Quería decirle a su hermano que podía quedarse con su parte del gato. Sólo quería que volviera. Pero no sirvió de nada. Su hermano lo había abandonado. Y estaba solo.

Oksana había escondido una bolsita con tallos de maíz pulverizados, amaranto y mondas de patata molidas detrás de los ladrillos del horno. Durante las inspecciones siempre tenía un pequeño fuego encendido. Los recolectores a los que enviaban para comprobar que no tenía reservas escondidas de grano nunca miraban detrás de las llamas. Desconfiaban de ella. ¿Por qué estaba sana cuando los demás estaban enfermos? Como si seguir con vida fuera un crimen. Pero no podían encontrar comida en su casa, no podían tacharla de kulak, una campesina rica. En lugar de ejecutarla al instante, la dejaban morir. Ella ya se había dado cuenta de que podía vencerles por la fuerza. Algunos años atrás, había organizado la resistencia del pueblo cuando se anunció que unos hombres se acercaban allí para llevarse la campana de la iglesia. Querían fundirla. Ella y otras cuatro mujeres se habían encerrado en el campanario, tañéndola constantemente, resistiéndose a dejar que se la llevaran. Oksana había gritado que aquella campana pertenecía a Dios. Podrían haberla matado aquel día, pero el hombre que estaba al mando del grupo decidió perdonar la vida a las mujeres. Cuando echaron abajo la puerta de la iglesia, dijo que sus órdenes consistían únicamente en llevarse la campana, explicando que el metal era necesario para la revolución industrial de su país. Como respuesta, ella escupió al suelo. Cuando el Estado empezó a llevarse la comida de los habitantes del pueblo, argumentando que pertenecía al país y no a ellos, Oksana aprendió la lección. En lugar de fuerza, mostraba obediencia, manteniendo su resistencia en secreto.

Aquella noche la familia tendría un festín. Derritió unos puñados de nieve, hasta que hirvieron, y lo aderezó con los tallos pulverizados. Añadió el resto de los huesos de la botella. Una vez cocinados, los machacaría hasta obtener harina. Por supuesto, se estaba anticipando. Pável no lo había logrado todavía. Pero estaba segura de que lo conseguiría. Aunque Dios le había dado una vida dura, también era cierto que le había dado un hijo que la ayudaba. De todas formas, si éste no atrapaba al gato se prometió a sí misma que no se enfadaría. El bosque era grande; el gato, pequeño, y, además, enfadarse era un gasto de energía. Ni siquiera mientras intentaba prepararse para una decepción consiguió evitar marearse ante la perspectiva de carne y borscht de patatas.

Andréi estaba de pie en la puerta, con un corte en la cara, nieve en la chaqueta, y con mocos y sangre brotando de su nariz. Sus lapti estaban completamente deshechos, y se le veían los dedos de los pies. Oksana corrió hasta él.

—¿Dónde está tu hermano?

—Me abandonó.

Andréi se echó a llorar. No sabía dónde estaba su hermano. No entendía lo que había pasado. No podía explicarlo. Sabía que su madre iba a odiarlo. Sabía que iba a ser culpa suya, a pesar de que había hecho lo correcto en todo momento, a pesar de que hubiera sido su hermano el que lo había abandonado.

Oksana se quedó sin aliento. Echó a Andréi a un lado y salió corriendo de la casa, en dirección al bosque. No había rastro de Pável. Quizá se había caído y se había hecho daño. Tal vez necesitase ayuda. Volvió a entrar rápidamente, desesperada por obtener una respuesta, y lo único que encontró fue a Andréi, junto al borscht, con una cuchara en la boca. Pillado con las manos en la masa, éste miró a su madre con ojos de cordero, mientras un hilo de sopa de patata resbalaba desde su labio. Abrumada por la ira (ira por su marido muerto, por su hijo desaparecido), se precipitó hacia Andréi, lo tiró al suelo y apretó la cuchara de madera en su boca.

—Cuando saque esta cuchara de tu boca, me dirás lo que ha pasado o te mataré.

Pero en cuanto sacó la cuchara, lo único que pudo hacer él fue toser. Enfurecida, ella volvió a metérsela bruscamente en la boca.

—Eres un inútil, un patán y un imbécil. ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está?

Volvió a sacar la cuchara, pero él estaba llorando y ahogándose. No podía hablar. Siguió llorando y tosiendo, así que ella lo golpeó, pegándole con las manos en su pequeño pecho. Sólo paró cuando el borscht empezó a correr peligro de quemarse. Se levantó y apartó la sopa del fuego.

Andréi lloriqueaba en el suelo. Oksana lo miró; su enfado empezaba a desaparecer. Era muy pequeño. Quería mucho a su hermano mayor. Se agachó, lo recogió y lo sentó sobre una silla.

Lo envolvió con una manta y le sirvió un cuenco de borscht. Una ración generosa, mucho mayor de lo que nunca había comido. Intentó darle de comer con la cuchara, pero él no quería abrir la boca. No confiaba en ella. Ella le ofreció la cuchara. Él dejó de llorar y empezó a comer. Se terminó el borscht. Ella llenó el cuenco de nuevo. Le dijo que comiera despacio. Él no hizo caso y se terminó el segundo cuenco. Muy suavemente, ella le preguntó qué había pasado, y escuchó mientras él le hablaba de la sangre sobre la nieve, las ramitas esparcidas, la desaparición y las pisadas profundas. Ella cerró los ojos.

—Tu hermano está muerto. Se lo han llevado para comérselo. ¿Me entiendes? Vosotros estabais cazando aquel gato y alguien os estaba cazando a vosotros. ¿Me entiendes?

Andréi se quedó en silencio, mirando fijamente las lágrimas de su madre. Lo cierto era que no lo entendía. La observó mientras ella se levantaba y salía de la casa. Al escuchar la voz de su madre, se acercó corriendo a la puerta.

—Por favor, Dios, devuélveme a mi hijo.

Sólo Dios podía traerlo a casa ahora. No era pedir mucho. ¿Tan poca memoria tenía Dios? Ella había arriesgado su vida para salvar su campana. Lo único que quería a cambio era recuperar a su hijo, su razón de vivir.

Algunos de los vecinos se asomaron a sus puertas. Se quedaron mirando a Oksana. Escucharon sus lamentaciones. Pero aquella clase de pena no era nada rara, y no se quedaron mucho tiempo.