Capítulo 78

Los funerales de Marieke Revel tuvieron lugar el 25 de enero con un frío polar. Revel quiso que fuera inhumada en el pequeño cementerio de Poigny-la-Forêt, a unos centenares de metros del estanque Du Prince, su primera sepultura. Así lo había decidido a pesar de las protestas de los Svensson, que querían llevársela a su tierra natal. Les gustara o no, tampoco habría ceremonia religiosa.

De pie entre Marlène y Léa, que lo cogía de la mano, el «viejo» merecía su apodo aquel día más que nunca, incluso aunque, en el fondo de sí mismo, el sosiego había reemplazado a la cólera y la angustia. Su grupo estaba reunido detrás de él, flanqueado por todos los jefes de la DRPJ y por los magistrados de Versalles. Una veintena de periodistas y de fotógrafos estaban contenidos fuera del cementerio por efectivos de la gendarmería, más amables que nunca, bajo los plátanos talados, con los muñones tendidos hacia el cielo en lágrimas.

Los últimos coletazos del caso Stark no se habían agotado aún cuando aquel nuevo descubrimiento irrumpió, una noticia que acusaba a un hombre joven al que los más atrevidos ya asimilaban a los más grandes criminales que habían hecho estragos en las tierras versallescas: Henri Désiré Landru, Eugène Weidmann o Georges Rapin, asesinos a sangre fría motivados por el afán de lucro. Los comentarios aupaban a Jérémy Dumoulin al rango inesperado de «gran criminal», cuando no era más que un holgazán sin escrúpulos y mal criado, en el sentido propio del término. Revel lo había observado muy bien mientras sacaban el Mini del estanque Du Prince. El muchacho no había soltado prenda. Aquel día, un rayo de sol irisó la superficie del agua y despabiló a los patos más amorosos que nunca. Con las esposas a la espalda, Jérémy levantó la cara hacia aquel rayo de luz inesperado, y cerró sus ojos de golfillo como si fuera a rezar. Eso había sacado de sus casillas a Revel. Contra todas las normas que establecían que no se podía entrevistar a un acusado sin haberlo autorizado un juez y sin la presencia de su abogado, Revel se aproximó a él. Por el rabillo del ojo, la juez Nadia Bintge había visto lo que hacía y teniendo en cuenta que el letrado Jubin de nuevo se había marchado, se giró resueltamente de espaldas para fijarse en la grúa que maniobraba al borde del agua.

—O me explicas lo que le hiciste a mi mujer, o te juro que no llegarás al juicio —gruñó Revel al oído de Jérémy Dumoulin—. Tengo bastantes colegas en el talego que me deben un favor, ya me entiendes. Y yo estoy condenado, el cáncer me está devorando, no tengo nada que perder…

El otro reculó violentamente. Cuando volvió el rostro hacia él, Revel se quedó estupefacto: no quedaba rastro de chulería, ni de aquel aire de desprecio provocador que plantaba en su cara de rata como una máscara.

—No fui yo —resopló el macarra—. Yo quería a su mujer, me gustaba su voz y me gustaba cantar…

—Entonces ¿quién?

El chico se debatió un momento entre su naturaleza de malhechor y el desamparo de niño poco querido y maltratado que había visto, una vez en su vida, que le tendían una mano de ayuda.

—¡Mi madre! —soltó como quien consigue escupir un trozo de carne antes de que lo ahogue.

Después, las cosas fueron muy rápidas. Se sacó el Mini de su envoltura fangosa y, una vez puesto el vehículo en la orilla, se comenzó a limpiar lo que retenía el cuerpo aprisionado. Jérémy Dumoulin volvió obstinadamente la mirada. Revel había apartado la atención por un momento del espectáculo para inclinarse hacia él. Con la mirada baja, y mientras se le escurrían gotas de la nariz o de los ojos, Jérémy capituló.

—Cuando fui con Tommy a pedir explicaciones a mis abuelos, mi madre nos siguió. Por entonces tenía un viejo ciclomotor… Llegó demasiado tarde. Ya habíamos hecho la tontería. El viejo me había insultado sin escucharme. Me trató de bastardo y de «degenerado». Tommy estaba con la vieja cuando me oyó gritar. Esta hizo intención de querer golpearlo y él le dio con un cuchillo de trinchar que encontró en la mesa… Él empezó…

—¿Y tú?

—Creí que el viejo iba a matarme… Se lanzó sobre mí… Yo llevaba siempre encima mi navaja de muelles, le di, ya no veía claro… Cuando mi madre apareció, ni siquiera nos gritó, solo dijo que teníamos que largarnos de allí mientras ella «arreglaba» las cosas y lo preparaba todo para que los polis pensaran que los habían matado para robar. Birló el dinero de la caja, rompió una botella, subió la persiana para que se pensara que había un cliente tardío… Thomas y yo volvimos a subir a la Piaggio y entonces, a cincuenta metros del café, nos encontramos con la señora Marieke… En su Mini. La vimos detenerse delante del bar. Bajó y entró en el patio. Me invadió el pánico, dejamos la moto y volvimos atrás, a pie. Cuando entramos en el patio, oímos que discutía con mi madre. La señora…, bueno, su mujer, decía que yo tenía que volver a cantar. Mi madre vociferó diciendo que no era el momento oportuno. Estaba borracha como todas las noches…

Jérémy se detuvo un momento, mientras los rescatadores conseguían por fin abrir las puertas del Mini. Salió un grueso aluvión de fango, en medio del cual Revel reconoció algunos objetos: una flauta dulce, un arco de violín.

—Continúa —ordenó con voz sorda.

—Su mujer insistía en preguntar qué pasaba, me parece que se lo imaginaba y quería entrar en la casa. Dijo: «¿Dónde están sus padres? ¿Qué es lo que ha hecho, Elvire?». Mi madre la golpeó, llevaba las llaves en las manos y le dio en el ojo. La señora Marieke empezó a sangrar, gritaba, quería llamar a la pasma. Mi madre continuó golpeándola. Cuando nos acercamos, su mujer estaba en el suelo. Mi madre dijo que había que deshacerse de ella, si no íbamos a acabar todos en el talego. Tommy me ayudó a levantar a su mujer, estaba desmayada, y la llevamos en su coche, en el asiento del pasajero. Yo cogí el volante, Tommy iba detrás. Mi madre volvió a casa con el ciclomotor…

—¿Fue tuya la idea de venir aquí? ¿Por qué?

—Cuando era pequeño mi padre me traía a pescar… Era antes de que se volviera un tarado alcohólico…

Sacaron el cuerpo de Marieke de su prisión de fango, seguía de una pieza gracias a los vestidos que llevaba. Revel reconoció su abrigo de piel vuelta que parecía un trapo deshilachado, sus botas de cuero negro, ahora unos jirones grisáceos todavía enganchados a los huesos blanquecinos de sus piernas.

—¿Por qué fue allí? —se preguntó tanto a sí mismo como a Jérémy.

—Mi madre llamó a la MJC para saber si estaba en la coral, estaba fuera de sí, vete a saber por qué… Respondió su mujer… Mi madre estaba borracha, decía cualquier cosa. Habló de mis abuelos, y la señora Marieke debió de entender que yo estaba con ellos. Quería que volviera a cantar, así que pensó que me encontraría en La Fanfare… En fin, eso creo.

Revel preguntó cómo habían hecho para arrastrar el Mini en medio del estanque. Una vez en el agua, Thomas y él empujaron el vehículo. Se quedó en la superficie, lo arrastraron más lejos mojándose hasta la cintura. El pequeño coche flotaba por culpa del aire que contenía, así que siguió solo su avance. Una vez en medio, comenzó a hundirse. Para su gran alivio, desapareció de golpe.

Revel no quiso saber si Marieke estaba todavía viva cuando se zambulló en el fango. Miraba su cuerpo roído acostado en la orilla al lado de la flauta dulce y del violín, como una naturaleza muerta de un pintor enloquecido. Solo le preocupaba saber por qué Jérémy por fin hablaba de la muerte de Marieke.

—Porque mi madre se ha chivado, usted lo ha escrito en su informe al juez —soltó con un brillo de desafío en la mirada.

Luego levantó la barbilla, queriendo decir que ya no hablaría más. Pero el comandante sabía que nadie, ni siquiera su hijo, dudaría de que Elvire Porte había muerto sin haber reconocido nunca nada de nada. Aquellas confidencias, de las que no estaba seguro de haberlas soñado o inventado, quedarían como la única verdad ya que ahora figuraban en un informe de investigación firmado por Maxime Revel.

El fin de los discursos lo sacó de su ensimismamiento. Revel era contrario a aquellos remilgos, pero le habían explicado que un homenaje rendido a los mártires, cualesquiera que fuesen, consistía en eso. De todos modos, apreció el de Patrick Bigot, el director de la PJ de Versalles, un hombre erudito y distinguido cuyas palabras sensibles y llenas de tacto hicieron llorar hasta a los más duros de sus equipos. El silencio volvió a hacerse entre los asistentes absortos en el día que declinaba. Al levantar los ojos, Revel percibió, al otro lado del ataúd, a un hombre que lo miraba fijamente, Tardó un momento en identificarlo. Cuando reconoció a Jack Bartoli, su colega de los buenos y malos días, sintió cómo se aflojaba la presión. El patán se puso a lloriquear, por fin, como una presa al ceder.