La búsqueda se inició dos días después por la mañana con ayuda de un material especializado que proporcionaron los gendarmes. El cieno del estanque no facilitaba el trabajo. En torno al mediodía, no habían encontrado nada todavía. El sondeo se había concentrado en las orillas porque, a menos de haber dispuesto de un barco, era casi imposible llevar un cuerpo hasta el centro para sumergirlo. Revel había insistido en estar allí, con los demás, y nada ni nadie había podido persuadirlo. De pie, en la orilla, sobre un pequeño promontorio reforzado por troncos de madera, parecía la estatua del comandante. Se moría de ganas de fumarse un cigarrillo, pero ya no tenía derecho a hacerlo. Se preguntaba por qué.
—¿Podrían adentrarse un poco? —preguntó al jefe del destacamento responsable de la operación.
—¿A qué se refiere?
—¡A que vayan más hacia el centro!
—Sí, de acuerdo, pero cuando hayamos acabado con la orilla.
—Sería mejor ahora.
El hombre lo observó perplejo. No sabía apenas nada del caso, pero podía adivinar que ese tipo de tez cerosa no lo dejaría en paz, ni a él ni a sus hombres, que no se movería de allí hasta que hubiera explorado ese enorme agujero de agua que acababa dividiéndose en dos tramos, como una pinza de crustáceo. Dio la orden a sus buzos de aumentar el campo de búsqueda.
Cuando uno de los militares alcanzó el centro del estanque, se puso a hacer grandes gestos y los otros convergieron hacia él; Revel sintió que se le doblaban las piernas. Sonia, que lo vigilaba de lejos, acudió a su lado. Quería rechazarla pero, finalmente, se apoyó en su hombro mientras Lazare y Glacier se ponían en marcha, con el fotógrafo de la IJ metido en el agua hasta la cintura. Todo el mundo creía que los hombres rana iban a sacar un cuerpo, pero no pasó nada. Las gafas de buceo desaparecieron varias veces bajo el agua y subieron brazadas de cieno y de desperdicios. Pasó un cuarto de hora largo antes de que un buceador volviera a dirigirse a los gendarmes de la orilla.
—¡Es un coche! —gritó el jefe de destacamento.
Un coche, pero con un cuerpo en el interior. Pese a las zambullidas sucesivas, no consiguieron hacer emerger el Austin Mini negro y ocre, que estaba hundido en buena parte en el cieno. El alcalde del pueblo, informado por segunda vez en pocas semanas de un despliegue de fuerzas alrededor de aquel lugar tan apacible, no salía de su asombro. Los estanques de la zona, y aquel en particular, no eran muy profundos. Que un coche, incluso de pequeño tamaño, cuyo techo se situaba a treinta centímetros por debajo de la superficie, hubiera podido pasar desapercibido durante diez años, le parecía increíble. Paseantes, senderistas, excursionistas, pescadores e incluso chavales intrépidos que desafiaban, en verano, la prohibición de aventurarse en el agua. Sin embargo, quizá a causa de su tamaño reducido, de su techo negro que se confundía con las aguas turbias, el coche se había bañado en aquel jugo opaco durante diez años.
Aún peor, albergaba un cadáver casi reducido a un esqueleto por la acción de los animales acuáticos que lo habían roído, de los microorganismos que habían disuelto la carne y por la erosión del agua.
La operación de sacar del cieno el coche se dejó para el día siguiente. El fiscal Gautheron intentó disuadir a Revel para que no volviera, pero era como hablar a la gran muralla china. En lugar de obedecer, Revel sugirió que trajeran a Jérémy Dumoulin. Por lo menos le vería su asquerosa jeta de cerca.
El cuerpo de Marcelle Fréaud no fue descubierto hasta bien entrada la tarde, no muy lejos de donde Revel había descubierto la zapatilla Nike. Todavía estaba atado a la carretilla cuyas rodadas se superponían a las del 4 × 4. Estaba vestido solo con una camiseta y le faltaba una zapatilla de baloncesto.