Capítulo 76

La lluvia fina que no había cesado de caer desde la mañana inundaba de bruma el estanque Du Prince. Dos patos excitados se perseguían en la orilla soltando graznidos angustiados. Revel estaba allí ese día igual que lo había estado el día anterior. Volvería todos los días si era necesario hasta que la muerte pudiera con él. Debía actuar rápido porque sabía que su final no estaba lejos. Debía digerir su descubrimiento. Tenía que intentar no vanagloriarse por haber tenido razón frente a todos esos que lo habían tomado por loco, con el fiscal Gautheron a la cabeza. Marieke no había huido de él. Marieke estaba vinculada a los asesinatos de los dueños de La Fanfare. La sangre del umbral de la puerta era la suya, los análisis de ADN acababan de demostrarlo. Ni siquiera a él se le había ocurrido. ¿Cómo habría podido? Y desde que había tenido la confirmación no dejaba de pensar en Elvire Porte. ¿Por qué antes de morir no le había hablado de Marieke? ¿Qué tenía que perder?

¿Por qué Revel no dejaba de acudir allí, al borde del estanque? En el lugar donde se había quemado el Range Rover, había un cráter negruzco y, alrededor, la naturaleza se cerraba lentamente sobre los estigmas de la agresión. Revel siguió las huellas con la mirada, todavía visibles en el suelo de la orilla húmeda, las grandes ruedas de 4 × 4 y otras más finas que parecían encabalgarse para imponerse. El conjunto formaba unos arabescos violentos, líneas entrelazadas, mensajes incomprensibles.

Se imaginó a Jérémy al volante de su bólido de macarra, avanzando y reculando, con rabia y determinación. Había ido hasta allí después de haber derribado la valla de madera que prohibía el acceso del camino a los vehículos. Teniendo en cuenta que el Range Rover se había quemado con el capot orientado hacia la vía sin salida, Jérémy no había dejado todas esas huellas para dar media vuelta. Revel lo «vio» acercarse al agua, detener el motor, abrir la parte de atrás… De golpe, el comandante supo qué había ido a hacer a ese estanque: Revel seguía las huellas del pequeño bastardo. No había acudido a ese sitio a quemar su coche por casualidad. Conocía el lugar, sabía exactamente lo que hacía al elegirlo para deshacerse de testigos molestos, de cómplices que lo habían traicionado. Lentamente, Revel empezó a surcar la orilla. Con los ojos clavados en el suelo, recorrió unos metros en medio de las huellas de ruedas que cortaban la tierra colmada de agua y de restos forestales. Avanzó un poco más. Empujó con el pie una roca, un trozo de madera, algo que sobresalía. Se inclinó, removió con la mano el cieno endurecido por el hielo de las últimas semanas, extrajo lo que al principio le pareció algún tipo de calzado. Aclaró el objeto en el agua más clara y observó su hallazgo. Era una zapatilla de deporte, de marca Nike, un modelo viejo deformado y lleno de barro.