Revel terminó su informe y volvió a su casa. No había dirigido esa investigación como le habría gustado y eso lo mortificaba. No porque sus colegas hubieran hecho un mal trabajo, al contrario, habían realizado un trabajo titánico. Sentado delante de su televisor apagado, en la casa vacía (Léa estaba en la facultad), pensaba. La oscuridad invadía lentamente la habitación y alargó la mano para encender la lámpara con silueta de mujer. El recuerdo de Marieke se apoderó de él con violencia. He ahí lo que había ido a buscar a la camilla de Elvire Porte. Su conversación permanecía grabada en su memoria:
—Se lo ruego, Elvire, tengo que saberlo…
—Cállese, ¡no hay nada que saber!
—Tiene que haber una razón. Las cosas no pasan porque sí. ¿Por qué desapareció mi mujer el mismo día que se produjeron esas dos muertes? Usted conocía a los tres. ¿Es usted el punto en común de las tres muertes? Dígamelo, por favor…
¿Por qué, si iba a morir, no dijo nada? ¿Por qué lo había dejado así, con ese dolor que lo devoraba? Si aun estando en las puertas del infierno no había dicho nada de Marieke, ¿sería que no había nada que decir?
Revel volvió a la sede de la PJ a la mañana siguiente y también el día siguiente a ese, aunque tenía una baja por enfermedad de larga duración. Lazare le había devuelto su despacho. Sonia cuidaba de él. Cuando se hartaba de su compasión más que evidente y se le hinchaban las narices de no hacer nada, iba a Les menus plaisirs de la Reine. Marlène le susurraba al oído y lo arrullaba contándole proyectos improbables. Toda esa untuosidad acababa por agobiarlo. Entonces, volvía a la calle de las Lilas, y era Léa quien se preocupaba por él, lo alimentaba, lo mimaba. Si hubiera podido, lo habría llevado a cuestas para que no tuviera que caminar. Parecía un anciano bebé.
La mañana del 18 de enero, se presentó a primera hora en la DRPJ y pidió ver los sumarios de los dos casos. Sorprendido, Lazare intentó convencerlo de que no era razonable.
—Quiero ver las fotos de la pared de Nathan y sus cuadernos, ¿hay algún problema?
—¡Por supuesto que no! ¡Qué cosas dices! —exclamó Lazare.
Después de todo era una petición legítima. Gracias a Revel y a su olfato de sabueso, habían salido a la luz pruebas definitivas del delito. ¡Y ni siquiera había podido verlas! Lazare envió a una agente a buscar los álbumes de fotos y los cuadernos al archivo, en la planta baja. Además era el momento porque todo el conjunto de documentos debía trasladarse al archivo del TGI (Tribunal de Gran Instancia) inmediatamente.
Revel empezó hojeando los álbumes que contenían las fotos de la pared recortada en cuadrados de diez centímetros por diez. Asombroso: era la única palabra que se le ocurría cada vez que pasaba una página. Después examinó los cuadernos y, tal y como cabía esperar, se interesó en primer lugar por el que había exigido que montaran todo ese trasiego. La escritura de Nathan era infantil, minúscula, apretada, ilegible en la mayoría de las ocasiones. Por aquí y por allá, se colaban incluso palabras inventadas o desconocidas. Por suerte, dibujaba. Y además, bastante bien.
20 de diciembre de 2001. Sonia Breton y Antoine Glacier, después de pasarse decenas de horas examinando minuciosamente el material, habían identificado esa página. Habían dejado una hoja en medio con anotaciones interpretativas. La Piaggio roja: Nathan la había dibujado. Así como más de diez coches que habían pasado o habían aparcado. Cuando estaban en movimiento, dibujaba una especie de cometa detrás. Si estaban parados, no tenía cola. Otro detalle impresionó a Revel y se preguntó si los demás se habían fijado en él: Nathan solo dibujaba y describía vehículos. Si habían podido establecer que había dos chicos a bordo de la Piaggio era porque Nathan lo recordaba, diez años después, gracias a su memoria patológica. Revel dio la vuelta a la página en cuya parte inferior estaba el dibujo de la Piaggio a punto de irse. Se acercó para ver mejor lo que tenía ante él y que no podía creer.
Evidentemente era una insensatez. Eso era lo que el grupo reunido en torno al jefe, que se ahogaba de la emoción, no dejaba de repetir. Sonia y Glacier se preguntaban cómo habían podido pasar por alto un detalle tan importante. Revel los tranquilizó: no podían saber que Marieke Revel conducía un Austin Mini bicolor, negro y ocre. ¡Su coche estaba allí, en el cuaderno! El Austin llegaba tras la partida de la Piaggio y volvía a irse después de apenas un cuarto de hora, si se calculaba el tiempo por el número de coches que Nathan dibujaba entre los dos. Pero ¿qué demonios hacía Marieke Revel, esa noche, en La Fanfare?