Antoine Glacier volvía de la brigada financiera donde había trabajado con sus colegas sobre los haberes de Jérémy Dumoulin en las Baleares, cuando el estado mayor le comunicó una llamada proveniente de una tal Marion Vallon que quería que la llamara.
—¡Ya ve, teniente —dijo alegremente la joven—, no puedo pasar sin usted!
Que una chica intentara ligárselo, que además estaba en el marco de una investigación, simplemente era del todo impensable para Glacier.
—¿Qué desea? —preguntó fríamente.
—¡Brrr! —hizo Marion como un eco—, ¡es usted tan glacial como su apellido, teniente! Tranquilo, estaba bromeando. Tengo una información para usted…
—La escucho.
—Pues verá, el día que le interesa, yo repartía acompañada de un chico, estudiante como yo, que se llama Gabriel Maheux. Me lo he encontrado ahora mismo y le he hablado de nuestra… entrevista de esta tarde. Creo que estaba un poco celoso… Piense, ¡ser testigo en la muerte de Stark no pasa todos los días!
—¡Señorita Vallon!
—OK, ya me doy prisa… El veinte de diciembre, Gaby trabajó en las calles del oeste de la localidad mientras yo hacía el este. Nos encontramos en el norte, es lógico… Hacia la una y media de la tarde, tuvo un incidente con un automovilista, un capullo que salió en tromba y que estuvo a punto de atropellarlo en el momento en que cruzaba.
Como cada vez que la emoción lo embargaba, a Glacier se le empañaron los cristales de las gafas.
—¿Cómo era el coche?
—Un Range Rover grande y negro.
—¿Había algo de particular para que se fijara en él?
—¡Un poco, sí! Parece que en el mundo solo hay algunos centenares de coches así. Espere, anoté…
Una serie limitada, color negro Ultimate, en efecto, eso no pasa desapercibido. Gabriel Maheux estaba dispuesto a ir a testificar y también a prestarse al juego de la rueda de reconocimiento en el curso de la cual se le presentaría a Jérémy Dumoulin en medio de algunos policías de servicio. Se le mostraría también la fotografía de la mujer vestida de enfermera que estaba sentada en el asiento del copiloto en el Range Rover. También de eso estaba seguro porque el vehículo, que había estado a punto de atropellarlo, había tenido que esperar a que se moviera para volver a ponerse en marcha en la calle de único sentido. Lo había mirado fijamente al pasar, igual que a sus ocupantes. No había memorizado el número mineralógico porque la nueva presentación de las placas era simplemente imposible de memorizar, pero había visto el código departamental, 78.
—Se lo agradezco infinitamente, señorita Vallon —dijo exultante Glacier, con su estilo comedido.
—¿No me pagaría un café por las molestias?
Antoine Glacier colgó farfullando una vaga excusa. Estaba rojo escarlata.