En cuanto dejó a Jéremy Dumoulin en una celda, Lazare corrió a reunirse con Sonia, aunque el comisario de división Gaillard les pisaba los talones. En el coche que los llevaba a Rambouillet, con las sirenas ululantes, ponderaban el alcance de lo que acababan de saber.
—Repite exactamente lo que ha dicho… —pidió un Lazare emocionado a Sonia que temblaba de fatiga, de frío, de enervamiento, con la sensación de alcanzar la meta.
—Ha encontrado sus cuadernos en el lavabo. Su abuela los escondió allí para que su madre no los destruyera. Pero aún mejor: casi toda la noche de Navidad estuvo en pie. Sus padres se habían peleado, en la cena de Nochebuena volvió el drama, y subió a su habitación. Ya había pasado la tarde acechando por la ventana y escribiendo lo que veía. Recuerda la pared, en su habitación…
—Nunca he estado en su habitación —señaló Lazare.
—Cuando lo visitamos, el veinticuatro de diciembre, me dijo que desde que había vuelto a Rambouillet solo escribía en esa pared…
—No entiendo por qué aquel día no os interesasteis más en ella —objetó Gaillard.
—Le recuerdo, jefe —respondió Sonia adelantándose por poco a Lazare—, que fuimos a casa de los Lepic para acompañar a Revel por el caso Porte y que, en aquel momento, nada nos hacía pensar que Jérémy Dumoulin iba a aparecer en el caso Stark.
—Y entonces —siguió Lazare que hizo como si no hubiera prestado atención a la interrupción del comisario de división—, ¿cómo es que te habló de aquella pared el chico?
Sonia Breton hizo una mueca difícil de interpretar.
—Cuando llamó luego, le dije que pusiera sus cuadernos a salvo de su madre, que pasaríamos a buscarlos rápidamente, pero que no había prisa. Quería decir que con todo el trabajo que tenemos, el caso Porte era menos urgente que Stark, ¿no?
—¡Ah, lo pillo! —dijo Lazare mientras esbozaba una vaga sonrisa—. Tenía prisa por verte… ¡Ya había notado que le causabas algún efecto!
—¡Va, déjalo ya! Es un chaval, que es lo que…
—Iba en broma, no te enfades…
Sonia lanzó un gran suspiro, pero prefirió no insistir porque, en el fondo, Lazare tenía razón: Nathan le había contado lo de la pared porque sabía que eso haría que se presentara. Si ella no tenía prisa, él sí.
—Nathan anotó todo lo que vio la Nochebuena en la plaza, especialmente lo que pasó enfrente, en Les Furieux. Le pedí que me leyera algunas anotaciones… Si todo es exacto y podemos comprobarlo, Jérémy cumplirá treinta años de cárcel.
—Mira, es la primera vez que veo poner una pared bajo sello —ironizó el comisario de división, para relajar a los dos oficiales que le parecían particularmente nerviosos.
Por su parte, aunque se esforzaba en no demostrarlo, él no lo estaba menos. Su reunión con los magistrados se había interrumpido bruscamente. Las hipótesis que había desarrollado no habían despertado mucho entusiasmo, y tuvo que admitir, a regañadientes, que todavía estaban en la fase de los esbozos.
«Evidentemente, ahora que han desencadenado esta ola de registros e interrogado a Dumoulin… —había mascullado Louis Gautheron—. Les interesa encontrar algo sólido a lo que hincarle el diente».
El abogado Jubin había comprendido la fragilidad del edificio e insistido de nuevo: mientras no hubiera nada más concreto, no se prolongaría la detención preventiva de su cliente. Haría todo lo necesario, podían estar seguros de eso.
La esperanza había vuelto con la llamada de Nathan Lepic.
En cuanto Sonia salió del coche, vio a Nathan detrás de la ventana. Este le hizo un gesto con la mano. Ella se precipitó hacia la casa con el fin de preparar al chico para la invasión policial. A falta de poder desmontar la pared y ponerla bajo sello, la identidad judicial iba a hacer fotos que fijarían lo que constituía una prueba inédita en su género. Imposible de desplazar, así lo había subrayado socarrón el comisario de división. También infinitamente frágil por ser fácilmente destructible, bastaba una buena esponja o una pincelada para hacerlo desaparecer todo. El ambiente que reinaba en la familia la exponía a un gesto de malhumor de uno u otro progenitor, incluso de un Nathan incontrolable. Habría que recuperar también los cuadernos, seleccionarlos y prepararse para una nueva y compleja declaración de la familia Lepic. Sonia golpeó en la puerta, mientras el corazón le latía con fuerza. El caso iba a jugarse allí… o no. Furtivamente, cruzó los dedos a su espalda. Tenía la intención de ir a ver a Revel aquella noche para anunciarle una buena noticia. El tiempo apremiaba…
Nathan abrió él mismo la puerta. Había en sus ojos estrábicos un brillo turbio, y su sonrisa era la de un joven feliz.
Cuando Irène Lepic volvió a su casa, la policía ya había avanzado en el examen de las inscripciones, gracias a la actitud comprensiva del padre de Nathan. Ante la petición del comisario de división, se había quedado junto a su hijo para ayudarlo a concentrarse y validar las informaciones, a medida que progresaba el trabajo de descifrado de aquel muro que parecía un fresco de un artista fantástico o un grafito gigante. Identidad judicial comenzó por cuadricular el tabique en cuadrados de diez por diez centímetros que fotografiaba de manera que el contenido fuera perfectamente legible. Nathan comentaba las inscripciones y los dibujos, precisaba, para cada número de placa de matrícula, el conjunto de las características del vehículo, a veces el número de ocupantes y sus señas personales. Con la mirada colgada de la de Sonia, se mostraba de una docilidad que confundía y en la que incluso a su padre le costaba creer. Un técnico filmaba cada minuto de la operación y sus declaraciones. Los policías se aplicaron con más minuciosidad aún a los días que precedieron a la Navidad, a partir del 20 de diciembre, fecha de la muerte de Eddy Stark. Los resultados los dejaron estupefactos.
Hacia las siete y media de la tarde, Nathan comenzó a dar señales de fatiga. Las fotos estaban terminadas, pero Lazare prefirió que se preservara la escena algunos días todavía. Irène Lepic puso el grito en el cielo: era la habitación de su hijo, no la escena de un crimen. Bertrand Lepic, más conciliador, propuso que Nathan se instalara provisionalmente en el salón, situado justo debajo. El joven tendría allí la misma vista y más superficie mural para expresarse. La señora Lepic, por más que protestó, acabó por ceder ante la insistencia del mismo Nathan que haría cualquier cosa para complacer a la guapa Sonia. Como este arreglo convino a todos, Lazare dio la señal para el repliegue. El comisario de división Gaillard ya se había ido hacía varias horas para hacer un resumen de los descubrimientos a los magistrados.
Todavía no se había ganado nada, pero, esta vez, Gautheron no hizo exhibición de su sabiduría: había elementos precisos, con horas precisas y nombres precisos.
Al dejar la casa de los Lepic, Lazare no pudo dejar de mirar enfrente, al bar Les Furieux sumido en la oscuridad. Dos vehículos de la policía seguirían aparcados delante de la puerta hasta que la última piedra de las paredes hubiera entregado sus secretos. Hasta que los últimos actores de aquella saga estuvieran entre rejas. Iba a subir a su coche cuando vio, a su izquierda, que alguien se dirigía hacia él. Al mismo tiempo, Sonia y un técnico de IJ habían notado el movimiento insólito de una mujer calzada con botines forrados, que llevaba un vestido de lana muy recargado y que iba envuelta en un chal malva. Como se inclinaba para escrutar el interior del primer vehículo, Sonia la interpeló.
—Señora, ¿necesita algo?
—Más bien a alguien.
—¿A quién?
—Querría ver a un inspector, al inspector Revel, creía que estaría en el coche…
Lazare y Sonia intercambiaron una mirada sorprendida y divertida a la vez. La mujer del moño grisáceo y la nariz puntiaguda que enrojecía por el frío venía de la tienda de periódicos. ¡Tenían delante a la charlatana de Revel!
—¿Y usted es…? —preguntó para guardar las formas.
Ella levantó la barbilla y se acercó al capitán mientras adoptaba la pose de «el espía que llegó del frío». Una vez cerca de él, separó ligeramente los pliegues de su chal y le mostró un fajo de papeles que sostenía contra el estómago.
—Annette Reposoir. He hecho lo que el inspector Revel me pidió…