Nathan Lepic oyó a sus padres pelearse y, acompañado por los gritos superagudos de su madre, se oyó un violento portazo. Su padre se alejó a través de la plaza, en dirección al tiovivo con caballos de madera en el que Nathan nunca quiso montarse. En su cabeza no había sueños, solo motores y cifras.
Desde su puesto de observación, aparte de las dos horas de golf, había pasado el tiempo en contar, desde la mañana, un número importante de coches de policía. Les Furieux parecía en estado de sitio. Había anotado los números de los coches y sus características en la pared, no lejos de los que había escrito la noche de Nochebuena y la mañana que la siguió. Solo dormía horas sueltas, o apenas quince minutos sueltos en los que se desplomaba atravesado en su cama, con los ojos enrojecidos por la fatiga y las cifras tocando una zarabanda en su cerebro.
¿Cómo dormir mientras pasaban tantas cosas delante de él? Contaba, anotaba, sabía que eso le gustaría a Sonia si se concentraba en lo que le parecía una auténtica misión. Incluso sin ella, lo habría hecho. Cuando oyó salir a su madre a su vez, Nathan supo que era el momento oportuno para actuar. Subido a la taza del lavabo, levantó la placa de poliestireno. Tanteó con la mano pero solo encontró el vacío. Se concentró sobre aquel problema. Su mente era lógica y matemática: si su abuela había puesto los cuadernos allí arriba, no había ninguna razón para que ya no estuvieran. Buscó a su alrededor el medio para encaramarse un poco más. Con los ojos entrecerrados, vio a su madre limpiando los cristales, encaramada en un taburete de aluminio. Nathan encontró el objeto en el garaje, lo transportó sin problemas y consiguió sin dificultad llegar más alto. Miró la oscuridad fijamente mientras se le acomodaba la vista. Sonrió: los cuadernos estaban allí.