Capítulo 62

Sonia no tuvo que buscar mucho para encontrar el rastro de Léa Revel en Air France. Había comprado un billete, solo de ida, a Estocolmo. La transacción la había realizado desde Suecia un tal Olaf Svensson. Sonia, tras recordar lo que le había dicho Lazare sobre los orígenes de Marieke Revel, dedujo que el destino de Léa era la ciudad sueca donde residían sus abuelos. El empleado de la agencia había registrado un número de teléfono. Sonia lo marcó a toda prisa. Explicó en inglés a una mujer poco amable que debía hablar con Léa a toda prisa. La abuela empezó fingiendo que no estaba al corriente de nada, pero Sonia se puso nerviosa y la amenazó con procesarla por rapto de una menor, lo que provocó un cambio completo de actitud: llamó a su nieta. Sonia se desahogó con Léa que, al final, estalló en sollozos.

—¡Sé que soy un desastre!

—No, no lo eres —rectificó Sonia, cambiando de tono—. Solo tienes que hablar con tu padre.

Era fácil de decir. Sobre todo, por parte de Sonia, que no había hablado con el suyo desde hacía años y que no había conseguido tampoco mantener una comunicación fluida con su madre.

—Te necesita, Léa.

—¿Su enfermedad es grave?

—No voy a mentirte, sí… Pero si estás cerca de él, tal vez tenga fuerzas para luchar.

No añadió que Revel llevaba diez años suicidándose lentamente. No era necesario: Léa lo sabía con tanta certeza que se castigaba por las mismas razones. La joven prometió volver a París esa misma noche.

La noticia del accidente de Elvire Porte acababa de llegar. Mimouni, abatido, se flagelaba al teléfono. Lazare no quería agobiarlo, pero pensaba lo mismo. En asuntos así, no puedes confiar en nadie, ni siquiera en las personas que parecen inofensivas, y quizá sobre todo en ellas. Habían llevado a Elvire Porte al hospital André Mignot donde estaría, ironías de la vida, no muy lejos de Revel. Lazare pensó con temor en los comentarios que haría el «viejo» cuando supiera lo mucho que le costaba guiar al grupo y evitar las tonterías. El capitán se había instalado en la mesa del jefe cuya sombra se cernía sobre los montones de papeles. El archivo Porte, expuesto como un reproche, se burlaba de él. En el momento en que cogía su teléfono para anunciar las malas noticias al comisario de división Gaillard, apareció Sonia, seguida de cerca por Glacier.

—He encontrado a Léa —dijo la chica, sin pasar por alto el aire suspicaz del capitán—. Estará aquí esta noche.

—Muy bien —murmuró Lazare, mientras el inspector llegaba detrás—. Jefe, tengo una mala noticia.

Sonia lo escuchó explicar, con voz neutra, el error de una parte de su grupo que acababa de enviar a Elvire Porte a la unidad de cuidados intensivos, con la parte inferior del cuerpo destrozada por un autobús. Viva, pero ¿durante cuánto tiempo? El inspector se afanó por tranquilizar al capitán anunciándole que le enviaba efectivos de refuerzo. Los asuntos del grupo Revel se complicaban cada vez más, había que consolidar el dispositivo.

Las informaciones del teniente Glacier apoyaron la tesis del comisario de división. El teléfono que había llamado a la oficina del notario Delamare y al grupo Axa, para reclamar el desbloqueo de la herencia y de los seguros de vida, tenía una tarjeta de prepago comprada en una tienda Darty, bajo el nombre de Nicolas Sirtaki.

—Encima, se ríe de nosotros… —se enervó Sonia, mientras Lazare la miraba con sorpresa, demasiado preocupado para entender la ironía.

—Sí —confirmó Glacier—, se ríe en nuestra cara… He pedido al tal Delamare y al trabajador del grupo Axa que se pongan en contacto con el simpático bromista con consignas precisas: hacer constar su petición de pago, y exigir un documento escrito para iniciar las operaciones.

—¿Y qué ha respondido el bromista con aires de grandeza? —sonrió Lazare demostrando que había seguido todas las explicaciones.

—El tipo había anticipado el golpe, claramente. Ha dicho que las cartas ya estaban redactadas. Para ganar tiempo, las va a llevar él mismo.

—¿Cuándo?

—Mañana por la mañana.

—Bien —resopló Lazare—, podremos organizarnos. Voy a avisar al jefe.

En el momento en que pronunciaba esas palabras, el comisario de división Gaillard empujó la puerta. Venía a anunciar la llegada a la comisaría de la PJ del señor Jubin. El interrogatorio de Jérémy Dumoulin podía empezar.

Sonia se encontró sola con Antoine Glacier, vestido con unos vaqueros y un grueso jersey de lana azul, como sus ojos. El cabello, un poco más largo de lo habitual, se le rizaba en la nuca. Le daba la espalda, y ella aprovechó para examinarlo con detalle, como nunca había hecho antes. Concluyó que tenía un buen culo, firme y esculpido, piernas largas y bien proporcionadas a las que unas zapatillas de deporte daban un aspecto deportivo y relajado. «No está delgado, es solo una apariencia», pensó ella mientras evaluaba la anchura de sus hombros, que el jersey resaltaba. Antoine Glacier se giró bruscamente. Debió de sorprender la mirada turbada en los ojos de Sonia, porque dijo rápidamente, mientras se sonrojaba:

—¿Miras mi vestimenta ridícula? Estaba de fin de semana y me fui de Loiret mientras nevaba.

—¡No tienes que justificarte! ¡Te queda muy bien!

—¿Ah, sí? ¿Eso crees?

—¡Genial, incluso! ¡Francamente, pareces otro así!

—No te burles de mí, Sonia, haz lo que quieras con los demás, pero no conmigo, ¡por favor!

Él la miraba con sus bellos ojos un poco borrosos tras las gruesas gafas. Entre las manos trituraba unos papeles que ya llevaba al entrar en la oficina de Revel. Sonia pensó que tenía unas bonitas manos, era como si las viera por primera vez.

—No me burlo de ti —dijo ella con una seriedad dramática—, y no les hago nada a los demás. ¡No te imaginas lo sola que estoy!

La llegada de Mimouni puso punto final a aquella inédita situación.

—¡Maldita sea! —gritó el capitán—. ¡Soy imbécil! ¡Me merezco lo que me caiga encima! ¡Por qué no le echaría las garras encima de inmediato! Pero ¡qué gilipollas!

—¿Cómo está la mujer? —preguntó Glacier.

—Tiene las piernas aplastadas, ¿cómo quieres que esté? Su pronóstico es totalmente reservado. Pero ¿por qué me cae un marrón así a mí?

—Deja de lamentarte, por Dios —dijo Sonia con aspereza—. Lo hecho hecho está. ¿Sigue inconsciente?

—No, perdió el conocimiento con el golpe, pero ahora está consciente.

—Entonces podemos hablar con ella, antes de que estire la pata, ¿no?

Los dos hombres la escrutaron con estupor. Ella se encogió de hombros.

—¿Qué pasa? Si se ha tirado delante de un autobús, debe de ser porque tiene grandes remordimientos y porque no está segura de poder soportar un juicio, ni siquiera con ese baboso para protegerla…

—Y menos ahora: el baboso ha decidido dejarla —dijo Mimouni—. Me lo he cruzado al llegar, estaba hablando con Lazare… Estaba diciéndole que a partir de ahora se ocupará solo de Jérémy.

—Muy bien…, pues ahí está —dijo Sonia dedicando una gran sonrisa a Glacier—. Su hijo la ha apartado de su vida, su abogado la deja colgada… ¡Es imprescindible que hablemos con ella!