Capítulo 58

Sonia caminó por la calle de adoquines de L’Usine à chapeaux. Al final de la larga calle Gambetta, a unos pasos de la estación, la antigua fábrica, que había vivido su plenitud durante los años de 1920, se distinguía fácilmente por su fachada pintada de colores vivos. Sonia había observado con curiosidad un contrabajo falso de dos metros de alto, colocado junto a unas telas gigantes pintadas con grafitis y que representaban rostros sobre un fondo de escenas urbanas estilizadas. Por una puerta entreabierta, vio una clase de danza. Un poco más adelante en el pasillo, al aire libre, una sala se abría a un taller de pintura. Dos muchachos se peleaban a golpe de pinceles y bonitos colores brillaban ya en su cabello y en sus caras risueñas. Se interesó durante un momento por un cartel de anuncios donde había colgados diversos avisos: conciertos, espectáculos, clases particulares de idiomas, de música, de tenis. Al lado, varias vitrinas albergaban una exposición de fotografías, una retrospectiva de las actividades de la MJC desde su creación en 1960. Sonia se fijó en las fotos de los últimos quince años. Se fijó rápidamente en una serie de retratos de miembros del coro, jóvenes y menos jóvenes, alineados por altura, con las manos a la espalda. Cantaban con la mirada fija, y solo se veían de espaldas o de perfil. Aparecía también una chica guapa, de cabellera rubia, casi blanca, lisa, recogida en una cola de caballo o en un moño. Había fervor en los rostros de esos cantantes y algo excepcionalmente fuerte emanaba de la mujer que los dirigía con una batuta. En una foto del año 2000, localizó a Jérémy Dumoulin. Con la misma figura esbelta de ahora, desprendía una especie de fuerza bruta, una impresión reforzada por su pelo largo y peinado hacia atrás. Justo al lado de él, estaba de pie otro adolescente, mucho más pequeño, casi enclenque y con el pelo rizado. Sonia tuvo una sensación de déjà vu, pero no pudo profundizar.

—¿Le interesa el canto, señorita? —dijo una voz a sus espaldas.

La teniente se estremeció. Al volverse, vio a una mujer corpulenta, con el pelo negro, cortado recto a la altura de la barbilla, y con unas gafas poco favorecedoras que no le daban muy buen aspecto. Se presentó: Véronique Labal, benefactora de la asociación Vida Plena, encargada de las actividades de la MJC desde hacía casi treinta años. Una longevidad que la convertía en la representante de la asociación con mayor antigüedad, la única que estaba durante el periodo de Marieke Revel en el coro.

—Marieke era una buena persona, ¿sabe? —dijo a Sonia, después de que esta le hubiera explicado el motivo de su presencia allí—. ¿Qué quiere saber usted exactamente?

Era difícil de explicar, precisamente porque la misma Sonia ignoraba qué esperaba encontrar allí. Solo tenía las pocas palabras murmuradas por Revel, la víspera por la noche. Era bastante poco.

—¿Guarda los archivos de esa época, señora Labal?

—Evidentemente, lo guardamos todo. ¿Qué busca?

—La lista de alumnos de Marieke Revel, por ejemplo. Los que estaban inscritos en su coro cuando desapareció.

—Tenía dos clases —suspiró la mujer—, adultos y jóvenes…

—Empecemos por los jóvenes…

Véronique Labal la invitó a seguirla a un local que olía a papel y a polvo. En algunas mesas había vasos de cartón y paquetes de galletas empezados. Había una cafetera sobre un escurridor, junto al fregadero. La pila estaba llena y el olor a café caliente invadía el espacio.

—Es nuestra sala multiusos —creyó pertinente comentar la gruesa mujer, después de haber recorrido diez metros, resoplando como una locomotora—. ¿Le apetecería un café?

Sonia dijo que no con la cabeza, y la mujer se dirigió al fondo de la habitación, cubierto de estanterías. De una enorme carpeta sacó varias hojas. Durante cuatro años, Marieke Revel había dado clases de canto a una treintena de adolescentes de ambos sexos. Jérémy Dumoulin se había inscrito los dos últimos años. Al final del periodo, aparecía un nombre que no figuraba en las listas precedentes: Thomas Fréaud. Véronique Labal recordaba todavía el asombroso dúo que formaba con Jérémy Dumoulin y en el que Marieke Revel tenía grandes esperanzas. En efecto, Jérémy, muy avanzado para su edad, tenía una voz grave de barítono, mientras que Thomas, de la misma edad, no había alcanzado todavía la pubertad. Con su voz aflautada y melodiosa hacía unos solos maravillosos, acompañado por Jérémy. Los dos muchachos se habían vuelto inseparables.

—Pero no para bien, por desgracia —lamentó la mujer—, empezaron a hacer tonterías juntos.

—¿Como…?

—Oh, nada muy grave, eran chiquilladas, pero también hubo algún robo en los vestuarios, en bolsos… Jérémy era una mala influencia para Thomas… Marieke había intentado volver a meterlos en vereda, pero no lo consiguió y, al final, dejaron de venir.

—¿Se acuerda de si la noche de la desaparición de la señora Revel estaban aquí?

—No, ninguno de los dos.

—¿Está segura?

—Sí, absolutamente, porque Marieke estaba muy enfadada. Por la noche de Navidad y de su misa en Saint-Lubin que llevaba preparando desde hacía meses… Temía que la celebración se estropeara por su culpa, y creo que quería ir a ver a sus padres. Al menos a sus madres, porque los chicos tenían también ese punto en común, no tenían padre.

—¿Y lo hizo? ¿Fue a verlas?

—Escuche, no sé nada más. Me fui en torno a las ocho, y ella estaba en medio de un ensayo…

—¿Había alguien más aquí?

La mujer pareció no entender la pregunta. Sonia la reformuló:

—¿Quedaba aquí alguien de administración?

—¡Ah! Sus colegas ya nos hicieron esa pregunta tras la desaparición de Marieke. Pero no, esa noche solo estaba ella… Tenía una llave como todo el mundo, y cerraba al salir, cuando todos los miembros del coro se habían marchado. Entenderá que esta historia nos traumatizó a todos. Además, después cerramos las actividades del coro.

—¿Qué sabía sobre Thomas Fréaud?

Véronique Labal se encogió de hombros.

—No gran cosa… Era un muchacho tímido, influenciable también, seguramente.

—¿Y su madre? Supongo que trabajaría en algo…

—Puedo mirar su ficha, si quiere.

—Sí, gracias.

Volvió a marcharse hacia el fondo de la habitación con las manos en las caderas. Se detuvo delante de una mesa donde había un superordenador y empezó a teclear. Después de un minuto, levantó la cabeza.

—Era auxiliar de clínica en la clínica de Sainte-Marie en Rambouillet. ¿Eso le sirve de algo?