Durante el trayecto hasta Flins, Abdel Mimouni había usado una caja entera de pañuelos. Sus dos compañeros de equipo permanecían alejados de él, pero pensaban lo mismo: dentro de dos días, todo el grupo se habría contagiado. En el camino, Mimouni se había puesto en contacto con la empresa Pro-services que empleaba a la señora Marcelle Fréaud. Su director admitió que, efectivamente, había algo extraño en la desaparición súbita de la guardesa y su hijo, que la ayudaba a mantener las cuatros calles de la urbanización de Mésanges. Llevaba desempeñando sus funciones diez años, y nunca se había producido una deserción semejante. Dos días antes de Navidad, la empresa había recibido una llamada del hijo para explicar que su madre estaba enferma en el hospital. Él tampoco podía cubrir el servicio por razones personales. Desde entonces, nada, ni siquiera un certificado médico, ni un informe de hospitalización. Pro-services había enviado a un sustituto. Mimouni había exigido que un representante de la empresa acudiera a la residencia de Mésanges con un duplicado de las llaves de la casa. A su llegada, vio a una joven que golpeaba la acera con los pies para entrar en calor delante de la puerta. La chica se acercó a Mimouni. Rubia, guapa y treintañera, cumplía todos los requisitos para hacerle olvidar su enorme resfriado.