Lejos de dudar de los fantasmas que había hecho nacer en la extraña mente de Nathan Lepic, Sonia Breton salió del instituto médico forense, con el corazón a punto de salírsele del pecho. A fin de cuentas, los cadáveres viejos y putrefactos eran mucho más soportables que los calcinados. Ni siquiera el gel de alcanfor que los forenses se ponían debajo de la nariz bastaba para aguantar el olor.
Sonia entró en Rambouillet con la sensación de que hasta la última fibra de su ropa seguía impregnada de esos olores. Antes de marcharse a la otra punta de la ciudad, al barrio de L’Usine à chapeaux, no pudo resistirse a las ganas de pasar por la plaza Félix-Faure. Se fijó en el despliegue de fuerzas en torno al bar Les Furieux donde, sin duda, el registro estaba en plena ebullición. Tuvo muchas ganas de ir a echar un vistazo, pero se contuvo. Por el contrario, pensó que Lazare apreciaría que le llamara para informarle de la autopsia.