Desde su ventana, Nathan Lepic observaba el despliegue de fuerzas que se instalaba en torno al café que seguía llamando La Fanfare, porque era una referencia demasiado fuerte de su primera infancia, en un océano de recuerdos innombrables e incoherentes. Particularmente los que tenían que ver con su abuela Aline. En sus sueños, e incluso en estado de vigilia, llegaba a sentir su presencia con una absoluta precisión. Como si su memoria sensorial sufriera picos de intensidad. Detrás de los cristales, vio llegar un coche gris, ocupado por cuatro personas. Reconoció al capitán calvo que había ido a hablar de sus cuadernos con Sonia y ese viejo poli huraño del que su madre había dicho, tras su partida, que era capaz de hacer hablar a los muertos. Torció el cuello con la esperanza de ver a la bella muchacha morena, pero no la localizó, y se quedó decepcionado. Ella le había hecho algo, era innegable, pero no conseguía definir qué lo perturbaba al pensar en ella. «Sonia». Murmuró su nombre en voz baja.
Después, tal y como no había dejado de hacer desde que había encontrado esa habitación con sus aromas de infancia, se precipitó a la pared para escribir los números de las placas y las características de los coches que circulaban alrededor del bar: las idas y venidas del Range Rover, las de varios coches cuyo baile incesante había llenado su soledad. Desde la víspera, incluía las de los policías de incógnito. No había ninguna duda posible por muy discretos que fueran y por muy alejados del objetivo que se mantuvieran. Él sabía por qué estaban allí. Mientras acababa de escribir sus últimos apuntes, se dio cuenta de que necesitaba orinar. Abrió la puerta del pasillo, oyó a sus padres que hablaban abajo. Su madre, con voz quejumbrosa, amenazaba a su marido; la voz más grave y segura de su padre intentaba apaciguarla. En el fondo, le importaban un comino los problemas de los adultos. A él solo le importaba poder observar a su aire el mundo que se agitaba tras su ventana. Mientras orinaba, la abuela Aline le «habló». Él percibió su olor a jabón de lavanda, ligero, con el que se lavaba la cabellera blanca para darle esa tonalidad azulada incomparable. Notó su calor contra la espalda. Oyó su voz, tan próxima que se sobresaltó y salpicó la pared de pis.
«Mira, querido mío… Vamos a esconder tus cuadernos ahí… Si tu madre los encuentra, es capaz de tirarlos, la conozco. No soporta que le recuerden “los años negros”. Pequeño, recuerda que siempre serán mis preferidos…».
Nathan alzó la mirada, examinó las baldosas de poliestireno que su padre había hecho instalar para aislar la esquinita. Una de ellas estaba ligeramente levantada en una esquina. Y, con una precisión inaudita, volvió a ver a su abuela, de pie sobre la taza del inodoro, sujetando en una mano la baldosa que había movido, mientras él le pasaba los cuadernos uno a uno. Lo había guardado todo ahí arriba, y después había ido a buscar un ganchito al garaje para tirar de la baldosa que no quería volver a ponerse en su sitio sola. Todavía se veía la huella dejada por el instrumento. Nathan dudó. No tenía tiempo esa mañana de recuperar los cuadernos porque iba a jugar al golf. Habría preferido quedarse detrás de su ventana, mirando el ir y venir de la calle y transcribirlo en su pared. Pero su padre insistía, había que pasar por eso para vivir en paz el resto del tiempo. Justamente entonces oyó su voz llamarlo desde abajo.
—Ya voy —gritó él—, ¡estoy en el lavabo!
Volvería esa noche, cuando sus padres se instalaran delante de la tele. Tendría toda la noche para examinar esos preciosos cuadernos y, al día siguiente, se las arreglaría para llamar a la morena guapa. Sonia.