Al contrario que la víspera a la misma hora, las calles de Versalles estaban desiertas cuando volvieron a montarse en el Citroën de Lazare. Desde que habían salido de la PJ, no habían cruzado palabra. Para combatir la mala sensación que les había dejado el estado de Revel, habían vuelto a sus casos en un intento de volver a poner la cabeza y el corazón en su sitio. La patrulla de incógnito que seguía a Jérémy Dumoulin y a su piloto, Gary Varounian, había acudido al taller del SGAP (el servicio general de administración de la policía donde están ubicados los servicios técnicos). De acuerdo con Lazare, un agente lo había llevado hasta su Range Rover, depositado en un lugar seguro, a la espera de que los especialistas acudieran a ocuparse del caso. Bajo la mirada atenta del poli, Jérémy y su amigo habían dado la vuelta al vehículo, y se habían quedado un buen rato mirando la parte delantera.
—¿Hay algo que le extrañe, señor? —se había atrevido a decir el agente, mientras el otro se moría de ganas de hacer una pregunta sin atreverse a plantearla.
—No, bueno… Me preguntaba… ¿No han retirado nada del interior?
—¿Se refiere a algún objeto?
—…
El agente había desempeñado su papel de maravilla, y más aún teniendo en cuenta que no sabía nada de lo que había podido arder en el interior del vehículo.
—Creo que todo está aquí —se había aventurado a decir sin estar seguro—. Vuelva mañana, habrá quien le pueda informar…
Se habían vuelto a ir. Las fotos que habían sacado los agentes de la secreta mostraban a un Jérémy contrariado y a un Gary Varounian incómodo. Sobre la marcha, habían ido hasta Flins y habían observado la casa de los Fréaud sin bajar del coche. Mientras tanto, Jérémy había hecho varias llamadas y se había topado con el buzón de voz de Thomas Fréaud, aunque no había dejado ningún mensaje. En el teléfono fijo de la señora Fréaud, se había puesto en contacto con un interlocutor. En la línea del bar Les Furieux había hablado con una tal Linda.
—¿Has preparado la habitación, como te había dicho?
—¿Cuál? —había preguntado la chica, que mascaba ruidosamente chicle.
—¿Estás de broma? La Pacific…
—Sí, ¿por qué?
—¿Por qué, idiota? ¡Te he hecho una pregunta, responde!
—He hecho lo que me has pedido… y tengo una pareja, dentro de un cuarto de hora.
—Muy bien.
La chica había colgado sin añadir nada más. Después de Flins, los dos individuos habían vuelto a Rambouillet. En una calle que bordeaba el taller de Varounian, habían entrado en una casa burguesa de dos pisos. Desde allí, Jérémy Dumoulin hizo la última llamada de la noche al mostrador de IAG (International Airlines Group) del aeropuerto de Roissy-Charles-de-Gaulle. Quería marcharse a Ibiza en el primer vuelo, al día siguiente a las doce y media. Había reservado solo un billete de ida, en primera, y había pagado 395 euros con la tarjeta de crédito registrada por la compañía, lo que demostraba la frecuencia de sus viajes. Lazare pidió refuerzos para la vigilancia de Jérémy por si, demasiado nervioso para esperar, decidiera marcharse a bordo de uno de los bólidos de su amigo Gary.
Lazare y Sonia pasaron el resto de la tarde preparando la interpelación de Jérémy Dumoulin, después de que el forense de Garches hubiera procedido a la autopsia del fiambre chamuscado a primeras horas de la mañana. Tenían que saber de quién se trataba antes de intentar poner a Jérémy también en la parrilla. No cabía apenas duda alguna de que el chico tenía algo que ver con ese cadáver encontrado en su coche. Había ido al garaje del SGAP para comprobarlo con sus propios ojos. Allí, le había entrado el pánico ante la idea de que el Range Rover se hubiera podido quemar sin nadie dentro. No se podía explicar de otro modo su visita a Flins y sus sucesivas llamadas a los Fréaud.
—¿Quieres decir que el tío achicharrado es Tommy? —sugirió Sonia.
—Hay muchas probabilidades, sí… Pero Jérémy está flipando porque nadie le ha hablado del cadáver. Quizá piense que Tommy se ha podido librar o que alguien lo sacó de allí a tiempo. Está acojonado, quiere refugiarse en España…
España, el lugar en el que, desde hacía decenios, los truhanes franceses iban a buscar refugio, y donde los abuelos Porte habían comprado una casa de vacaciones. Las piezas del rompecabezas empezaron a encajar. Lazare se puso en contacto con Glacier para pedirle que se ocupara del caso Jérémy Dumoulin tan pronto como llegara al día siguiente por la mañana.
Desde detrás de las ventanillas de su coche, Sonia vio desfilar los edificios uno tras otro. Entreveía pedazos de vidas, que imaginaba felices, al otro lado de las ventanas iluminadas. Intentaba adivinar lo que pasaba bajo la mirada de esos Papás Noel colgados de los balcones, algunos colocados en los techos de los chalés o colgados de las chimeneas. Pensó, al borde del llanto, que no tendría jamás un hogar, ni hijos… ¿Quién querría a una chalada como ella, pegada a su escoba, loca de angustia en cuanto un intruso podía perturbar el orden helado de su interior? Al volante, Lazare no se sentía mucho mejor. Había estado a punto de apearse en el primer hotel que habían pasado, un Ibis, que se encontraba muy cerca de la estación de Versailles-Rive-Gauche, pero temía que Sonia se sintiera humillada. Lo cierto es que lo atormentaba el deseo de dejarla en su casa y de volver a la suya. Cuanto más se acercaban a Beauregard, más se convencía de que eso era lo que debía hacer. Al menos, hablaría con su mujer y cortarían por lo sano. Huir y esconderse no era más que un parche temporal sobre un corte. Había que examinar la herida, comprobar si era curable. Si no, habría que amputar el miembro. Lazare se estremeció.
—¿A qué hora atacamos mañana? —preguntó Sonia para romper el silencio.
—Lo antes posible…
«¿Algo más?», estuvo a punto de preguntar, pero sintió que no era el mejor momento. Quería decir a Lazare que comprendería perfectamente que tuviera ganas de volver a su casa. ¿Qué la retenía? ¿Era el miedo a herirlo o el miedo a encontrarse sola? Cuando entraban en el aparcamiento, Lazare, que buscaba una plaza libre, frenó en seco. Sonia siguió su mirada clavada en las luces traseras de un pequeño Toyota rojo, cuyo tubo de escape humeaba. Atisbó a alguien sentado al volante. Alguien que, a su vez, reparó en la llegada de los dos polis. Se abrió la puerta del Toyota, y una figura alta y oscura bajó y se plantó delante de los faros del coche de Lazare. Sonia se puso en tensión.
—Es Armelle —dijo Lazare en voz baja.
La mujer no se movió. Sin apartar la mirada de su marido, tenía la expresión de alguien que va a saltar al vacío sin paracaídas. Tras un momento de estupor, Sonia comprendió que no tenía nada que temer. Armelle Lazare no estaba allí para pegarle una paliza. Lo único que le preocupaba era recuperar a su marido. Con aire contrito, casi suplicante, lo demostraba. Él, por su parte, algo atontado, miraba fijamente a su corpulenta mujer con ojos de cordero muerto de amor.
—Venga, ve —dijo la teniente con dulzura—. ¡No la hagas esperar!
—Sonia, lo siento.
—Tranquilo, no tienes por qué. Es mejor así, mejor para ti, quiero decir.
—No sé, estoy un poco perdido… Pero sí, sin duda es mejor así… Quédate el coche, para mañana.
—Te llevaré tus cosas, ¿a qué hora quedamos?
—¿A las siete de la mañana en la oficina?
Después, Lazare bajó del Citroën. Sonia lo vio acercarse a su mujer. Se quedaron un momento uno frente al otro, mirándose como dos muchachos, sin atreverse a esbozar el más mínimo gesto. Sonia entró en su casa sin esperar más.