Revel no estaba en su habitación cuando volvieron al hospital. Lo habían llevado a hacerle una radiografía después de una nueva crisis de tos y un acceso de fiebre inesperado. En la mesita con ruedas, la bandeja con su almuerzo se enfriaba.
—Menuda pinta tiene —comentó Sonia inclinándose para aspirar el olor a papel del puré y el aroma de fregona vieja del trozo de pescado hervido—, me pregunto por qué la comida de hospital es tan mala…
—Para evitar que los enfermos se apalanquen —respondió Lazare, sombrío.
Ya estaba pensando en la noche que lo esperaba. ¿Cómo iban a pasar ese tercer vis a vis? ¿Y adónde los conduciría? Ya no tenía ninguna certeza de haber tomado una buena decisión y, para ser sincero consigo mismo, que su mujer no lo hubiera llamado en todo el día lo tenía consternado. Sentía un nudo en la garganta.
Sonia, con ojeras bajo los ojos hasta las mejillas, no estaba mucho mejor. No se había atrevido a preguntarle qué había sacado en claro de la charla nocturna con su madre, pero era evidente que no la había aliviado. Al día siguiente tenía que encontrar una solución, sí o sí. La convivencia con Sonia no era una buena idea. No solo no arreglaba nada, sino que, tras dos días, incapaz de afrontar la realidad, Lazare se sentía como un niño terco que se había fugado de casa y se encontraba mucho peor que antes. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Armelle pasándoselo en grande con su entrenador, y esas imágenes le resultaban insoportables.
Cuando el comandante volvió a su habitación, parecía agotado y tenía la tez plomiza. Ya no tenía ganas de fanfarronear. Sus primeras palabras, cuando vio a sus colaboradores, fueron para su hija.
—No sé dónde está —dijo respirando con dificultad, mientras los ojos se le inundaban de lágrimas—. Por favor, ¡buscadla!
Lazare y Sonia intentaron averiguar algo más, pero Revel no sabía nada. Su último recuerdo era el del pastel que había tirado tontamente a la basura. Léa se habría encerrado en algún sitio, lejos. La única pista era el mensaje de Air France.
—Nos ocuparemos de ello —lo tranquilizó Lazare—. Esta noche, no hay que hacerse ilusiones, pero mañana… No te preocupes. Tu hija ya es mayor.
Con una mirada de desesperación, Revel le recordó que los hijos no crecen jamás en el corazón de sus padres. Pero él no tenía hijos…
Una mujer con bata blanca entró y frunció el ceño al descubrir su presencia. Les dirigió un gesto exasperado que quería decir: «¡Largo de aquí!», al mismo tiempo que avanzaba hacia el comandante, embarrancado como una ballena herida, el rostro bañado en lágrimas.
—Este hombre no está en su mejor forma —murmuró ella tomándole el pulso—. Hay que dejarlo tranquilo. ¿Son ustedes de la familia?
Se dirigía a ellos sin preocuparse de Revel. Su manera de actuar era extraña, como si el «viejo» hubiera pasado ya a mejor vida. Curiosamente, él no reaccionó. Con los ojos medio cerrados, parecía hundirse en la nada.
—Somos colegas —susurró Sonia—, somos policías de su equipo…
La doctora meneó la cabeza mientras los miraba con curiosidad. Hizo unos cuantos gestos elocuentes antes de fijarse en el gráfico de temperaturas, en el que garabateó nerviosa algunas consignas. Revel hizo un gesto débil a Sonia, la que estaba más cerca de él. La chica se acercó.
—MJC…
—¿Qué? ¿Qué dices?
Ella se inclinó hacia él y se sintió abrumada por la mezcla de olores a medicamento, sudor, aliento de enfermo, orina.
—La MJC de L’Usine à chapeaux… Hay que ir.
Sonia se levantó. Lo había entendido. Buscó a Lazare con los ojos, pero ya se había ido. Su mirada se cruzó con la de la interna, compasiva e imperiosa a la vez.
—Tienen que irse —les recomendó la mujer—, vamos, despídanse.
Tuvieron la impresión de oír un «adiós», pero seguramente solo era eso, una impresión.