Capítulo 45

Después de esperar que Sonia se calmara, y al dejar de oírla hablar, llorar o gritar, Lazare se durmió a duras penas, a medias entre el sueño y la vigilia, uno de esos estados que conocen los navegantes o los médicos de guardia en los hospitales. Saltó a coger el teléfono en cuanto sonó. Estaba loco de alegría, convencido de que por fin su mujer lo llamaba. Vio de reojo que eran las 5 h 20 m, y que su interlocutor era el fiscal Gautheron.

Mientras escuchaba las explicaciones del magistrado, de carácter estirado, sobre los extraños mensajes de Revel, Lazare se levantó y empezó a vestirse. Había perdido la noche, de todos modos. No podía haberle pasado nada normal. Que hubiera llamado a Gautheron y no a uno de ellos era una absoluta aberración. A Revel no le caía demasiado bien el fiscal, a quien consideraba un «acojonado» y no muy avispado. Por eso era inevitable preguntarse por qué, si tenía problemas, lo había llamado a él. La conclusión a la que Lazare llegó de momento era que, si Revel había llamado a Gautheron, era porque no podía hacer otra cosa.

Había hecho el menor ruido posible. No obstante, en cuanto salió de su habitación, la puerta de Sonia se abrió. La joven, perdida dentro de una camiseta negra amorfa inmensa, en la que destacaban las palabras «No future», tenía los ojos hinchados y estaba totalmente despeinada.

—¿Qué pasa? He oído que hablabas con alguien.

—Me ha llamado Gautheron. El fiscal.

Sonia abrió los ojos, cargados de rímel, como platos:

—¿El fiscal?

—Sí… Maxime lo ha llamado dos veces.

—¿Maxime?

—Sonia, no repitas todo lo que digo… Vuelve a dormir, yo me encargo.

—¿Encargarte de qué? Joder, ¡al menos dime qué pasa!

Lazare se encogió de hombros mientras se dirigía al salón con el móvil en la mano. Marcó un número y, mientras esperaba, alzó la mirada hacia la teniente, que lo había seguido.

—No tengo ni la menor idea. Imagina, Revel ha llamado dos veces a Gautheron. Al parecer está borracho no se sabe dónde…

—Pero ¿qué le ha dicho? ¿Y por qué lo ha llamado a él?

—Ni puñetera idea, Sonia, y tampoco ha dicho nada, solo al final le ha parecido oír algo como «ayuda»…

—¡Joder! ¿Le han pegado en algún bareto o qué?

Lazare hizo un gesto a su colega para que se callara. Tenía al retén del estado mayor en línea.

El termómetro del coche de Lazare indicaba una temperatura exterior de 9 grados bajo cero. Los dos oficiales se habían vuelto a vestir e iban de camino al domicilio de Revel. Gracias al programa de geolocalización de la PJ, los oficiales de guardia de operaciones e intervenciones habían conseguido determinar, en pocos minutos, la zona desde donde emitía señal el móvil de Revel. La casa del comandante estaba en pleno centro. Una patrulla de la seguridad pública, que se había desplazado para examinar la situación de cerca, acababa de informarles de que el vehículo de servicio utilizado por Revel estaba aparcado delante del número 10 del callejón de las Lilas. Había luz dentro de la casa, en la planta baja y en el primer piso. Los policías se habían encontrado con la puerta cerrada con llave, y nadie había respondido ni al timbre, ni a sus gritos. Cuando Lazare y Sonia llegaron al lugar, comprobaron que la mitad del barrio estaba asomada a las ventanas o había salido fuera, rodeaban el vehículo de la policía y el de los bomberos. Lazare pidió al cabo, jefe de patrulla de los uniformados, que alejara a esos curiosos sedientos de morbo, antes de correr al encuentro de un bombero que pretendía echar abajo la puerta de entrada.

—Hay una ventana en la parte trasera —se apresuró a precisar—. Debe de dar al garaje. Podemos entrar por ahí…

Cuando el bombero se dirigía ya hacia allá, Lazare vio a Sonia que llegaba corriendo y moviendo un objeto.

—Los vecinos tenían llaves…

Un minuto más tarde, encontraron a Revel, con la cabeza ensangrentada, tumbado sobre un costado en la habitación de su hija. Había perdido el conocimiento y apenas respiraba.