Capítulo 43

Una sensación de frío intenso hizo que Revel volviera en sí. No habría sabido decir si había perdido el conocimiento o si se había dormido. Ni cuánto tiempo había estado «ausente». La luz todavía estaba encendida en la habitación que tardó un tiempo en identificar como el dormitorio de Léa. Su cuerpo, derrumbado como un caballo muerto a los pies de la cama de su hija, se negó a obedecer cuando él intentó levantarse. Solo podía ver con un ojo. El otro, pegado por una materia que lo obstruía completamente, no quería abrirse. ¿Estaba sumido en una de esas pesadillas patéticas donde no puedes ni avanzar, ni retroceder, ni emitir un sonido? Sin embargo, distinguía la parte inferior de la mesa de su hija. El fuerte fulgor del recuerdo de Léa desaparecida, y del dolor que le partía el pecho, puso punto final a la esperanza de que todavía estuviera soñando.

«¡Santo Dios!», pensó para sí, pues tampoco podía mover los labios.

Se le había quedado atrapado el brazo izquierdo bajo el cuerpo inerte y no podía moverse. Aunque el derecho parecía responder, le dolía más de lo que podía soportar.

«¡Joder! —escupió él mentalmente—, me voy a morir aquí, solo».

Se imaginaba ya una lenta agonía, entre el corazón que lo traicionaba y los pulmones que parecían hacerse trizas. ¿Quién podría encontrarlo allí? ¿Su equipo? Pero ¿cuándo? Después de apartarlos de su vida con tanto empeño, les parecería normal que un insociable malencarado muriera solo en su guarida. No vendrían. Estarían contentos de haberse librado de él. Lazare ocuparía su puesto a la cabeza del grupo y lo nombrarían comandante. ¿Quién sería su adjunto? ¿Mimouni o Glacier? ¡Sonia! Sí, nombraría a Sonia, ahora que vivían juntos. ¿Y Léa? ¿Volvería? ¿Y si, por desgracia, no se había ido por voluntad propia, como su madre diez años antes? Era la primera vez que formulaba esa hipótesis tan crudamente. Ardía por dentro, pero su agitación mental y sus esfuerzos fueron en vano. Por suerte, aún tenía cierta sensación en las piernas aunque no la fuerza suficiente para levantarse y caminar. Así pudo reparar en que un objeto le hacía daño en el hombro izquierdo, que estaba en contacto con el suelo de la habitación. ¡Su teléfono! Estuvo a punto de gritar de alegría. Pero solo era un teléfono, un aparato del que no dejaba de despotricar: una atadura, esclavitud moderna, injerto de oreja, muleta para gente sin imaginación… Y allí, de pronto, habría sido capaz de besar a su teléfono. No obstante, no todo estaba hecho. Después de sudar la gota gorda y estar a punto de desmayarse de nuevo, consiguió por fin meter la mano derecha en el bolsillo izquierdo, aunque sin poder sacar el objeto del sitio donde estaba atrancado. Se esforzó unos minutos más antes de darse por vencido, agotado. Desesperado, pulsó las teclas a tientas, y procuró encontrar una que correspondiera a un número pregrabado. ¡Aunque sin certeza alguna de haber apretado la adecuada!