Capítulo 42

Sonia se había rendido tras el segundo bocado de codorniz. No es que estuviera mala, al contrario, pero ya no tenía hambre. Lazare tampoco. Habían cogido la botella de Moulis, y se habían instalado en la banqueta dura como un tronco.

—Nunca me ha querido —dijo Sonia con su tercera copa de vino. Esa afirmación respecto a su madre no esperaba ningún comentario por parte de Lazare, así que prosiguió—: Adoraba a mi padre. Él era un culo de mal asiento, que no quería sentar la cabeza, ni casarse. Para cazarlo, ella se quedó preñada de mí. Mi padre me adoró desde el primer minuto en que me vio, y la palabra se queda corta, porque yo fui la razón por la que se quedó con mi madre. Y eso ella no me lo perdonó jamás. Hice todo lo que pude para que ella me quisiera. Y si mi madre no me quiso, ¿quién lo hará? Lo peor es que no ocurrió lo mismo con mis dos hermanos. A sus ojos, yo era una rival, quería a mi padre para ella sola.

Lazare permanecía callado mientras Sonia se desahogaba. Le explicó que intentó llevar la vida del muchacho que su madre habría deseado tener en su lugar, pero nadie podía cambiar la realidad. Cuando Sonia acabó de hablar, Lazare abrió otra botella y sacó los dulces de Navidad helados que esperaban en la nevera porque no podía concebir que una comida acabara sin un toque dulce.

—Creo que nunca me besó ni me abrazó —murmuró Sonia en el mismo momento en que su teléfono móvil sonó.

Tardó un momento en reaccionar. Lazare, por su parte, había saltado de inmediato. Los dos estaban de guardia en su domicilio. Como él era el oficial de mayor graduación, deberían haberlo llamado a él primero, o, como mínimo, al mismo tiempo. Sonia parecía estar muy lejos, encerrada en su propia historia, y no reaccionaba.

—Eh, Sonia, ¡tienes que responder!

Cuando la chica miró la pantalla, no pudo contener un sonoro «¡mierda!». Lazare comprendió que la Nochebuena se había acabado.

—¡Aparca ahí! —ordenó Sonia delante de la puerta del Black Moon.

—Está reservado para minusválidos —objetó Lazare.

—No creo que haya muchos esta noche… Y además, tú solo tienes que quedarte al volante, iré rápido, te lo prometo.

Lazare ejecutó la maniobra y observó cómo su colega se alejaba, envuelta en un grueso abrigo que, combinado con las cálidas botas y el gorro de lana con borlas, la hacía parecer una matrioska. A través de los cristales cubiertos de vaho, se distinguían siluetas que se agitaban. El capitán cruzó los brazos sobre su chaqueta forrada, y se metió las manos heladas en las mangas. Tenía sueño por el vino, por la cena copiosa, por las confidencias de Sonia, por ese ambiente irreal al que había decidido retirarse el día anterior. Le habría gustado tumbarse en una cama blanda, pegarse a un cuerpo caliente…

Sin embargo, no bajó la guardia delante del bar, dispuesto a saltar para auxiliar a su colega a quien la llamada de Stéfane Bouglan había pillado de improviso. El barman había entrado a trabajar una media hora antes en el Black Moon, donde se ocupaba de atender la barra durante la segunda parte de una velada de Nochebuena privada. Acababa de localizar entre los asistentes al hombre que había mencionado que Eddy Stark tenía sida.

—¿Te refieres a Tommy? —le había preguntado Sonia con un tono inseguro—. ¿La misma persona de la foto que te enseñé en comisaría?

Quien estaba celebrando la Navidad en el Black Moon no era Thomas Fréaud, el jardinero de Stark. Era el otro. El segundo hombre.

—Voy ahora mismo —le había dicho Sonia.

Por supuesto, Lazare había insistido en ir también. Se habían llevado una cámara de fotos. De camino, habían dudado sobre si llamar a Revel. Era muy posible que se tratara de una manipulación de Stef. O de una trampa. Al fin y al cabo, ¿qué sabían de ese chico? Sonia no lo había avisado de que iba acompañada para guardarse un as en la manga. Justo cuando Lazare empezaba a pensar que hacía un trabajo de mierda, vio volver a Sonia. Volvió a sentarse en el Citroën mientras se soplaba los dedos entumecidos.

—¡Se ha largado! —dijo ella—. ¡No puedo creérmelo!

—¿Cómo que se ha largado?

—Pues sí, justo cuando nosotros hemos llegado, el tipo ha cogido su abrigo y se ha largado.

Lazare estaba confuso.

—¿No será que ese ligón te ha llamado porque le apetecía verte? —preguntó él suspicaz—. ¿Para que vinieras a pasar la noche con él?

—He tenido mis dudas, tienes razón… Ahora veremos si mis temores eran fundados.

—¿Puedes aclararme eso?

En ese instante, un zumbido del teléfono de Sonia avisó de la llegada de un mensaje. Lo abrió y apareció una foto en la pantalla. Se veía a un hombre de perfil, aunque un poco desenfocado; la luz de una guirnalda se proyectaba sobre su cabellera castaña, alisada hacia atrás, y larga hasta el cuello. Llevaba unas gafas ahumadas como con las que se pavoneaban algunos pretenciosos.

—No mentía —murmuró Sonia.

—¿Quién es?

—Contaba con que me lo dijeras tú.

—¿No tenemos más información?

—No. Nada. El tío estaba borracho, como una cuba. Se ha ido con una chica que, al parecer, ha conocido aquí, pero Stef no ha visto en qué coche se han ido. La parejita se quedó un buen rato fuera fumando, y además Stef tenía que ocuparse de sus clientes.

—No es mucho para empezar… Pero no puede haber salido de la nada, seguro que dentro hay gente que lo conoce.

—No querrás que entremos a interrogar a la gente, tú y yo, en plena fiesta…

—¿Y por qué no? ¿No te apetece un whisky?

Stéfane Bouglan les abrió la puerta que, desde detrás de la barra, daba al pasillo lateral.

—¿Esto es una redada? —dijo él indignado y sacando pecho como un gallito colérico.

—Pero ¿qué dices? Si me has llamado tú… —le respondió Sonia.

—Te he llamado a ti. No a tu…

—Colega… ¡El capitán Lazare!

Sonia había alzado el tono. Stéfane lanzó una mirada aterrorizada a su espalda.

—¡Joder!

—¿Podemos entrar?

—No, es una fiesta privada, el organizador os preguntará quiénes sois…

—Nos mantendremos a distancia. Tenemos que hablar contigo, Stef.

Lazare había empujado ya la puerta. Se colaron en la cocina, en el momento mismo en que un hombre irrumpía en ella.

—¡Oye, Stef, tengo sed!

—¡Ya voy!

—¿Quiénes son estos dos? —farfulló el hombre, muy bebido.

—No pasa nada, vienen a limpiar. Vuelve a la sala, voy enseguida.

Un poco más tarde, Stéfane volvió con dos copas de champán. La cocina estaba desierta, había platos sucios por todas partes y cajas de un reputado restaurante apiladas contra una pared hasta el techo.

—El lavaplatos vendrá mañana por la mañana —creyó pertinente explicar el barman—. Solo hemos servido un bufé. En estas fiestas, los clientes vienen sobre todo a beber.

—¿Y quiénes son esos clientes?

—El dueño de un enorme concesionario de Rambouillet. Trabaja con muchas marcas de lujo: Porsche, Ferrari, Aston Martin… Ha invitado a su familia, a sus amigos, a clientes importantes, son unas cien personas…

—¡Vaya! —se sorprendió Lazare.

—Sí, y cobramos doscientos cincuenta euros por cabeza, así que podéis haceros una idea.

—¿Quién es el tío de la foto? —le increpó Sonia, impaciente.

—Lo han llamado Jimmy. No he podido enterarme de nada más.

—¿Cuántos años tiene? ¿Veinticinco o veintiséis?

—Más o menos. La chica se llama Margaux, es camarera de un bareto. Bueno, más bien, acompañante, algo así, hay unas cuantas del estilo aquí esta noche, al tío del taller y a sus amigos les gustan ese tipo de chicas…

—¿Dónde?

—¿Dónde qué?

—Pues todo. Jimmy, dónde podemos encontrarlo, dónde trabaja esa tal Margaux…

Stéfane se encogió de hombros para demostrar su ignorancia. No dejaba de mirar de reojo a la sala.

—Bebeos las copas y largaos —dijo él muy rápido, mientras escuchaba a alguien gritar su nombre desde el bar—. Tengo que irme.

—¿No crees que puedan volver? —sugirió Sonia—. Quizá solo se han ido a echar un polvo…

—Teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba el tipo —bromeó Stef—, lo dudo mucho. Ni siquiera estoy seguro de que pueda echar nada de nada… Pero si vuelve por aquí, te llamo.

—No, ya está bien…

—Vosotros mismos.

A los dos policías les bastó una mirada para entenderse: no servía de nada quedarse allí. Sonia se acabó la copa de un trago. Lazare dejó la suya, ya había tomado suficientes burbujas por aquella noche.

—Intenta averiguar algo más de Jimmy —le ordenó Sonia, que se había acercado al camarero para hablarle a escasos centímetros de su bigote—, ¿de acuerdo? Intenta anotar su número de matrícula, conseguir su móvil… ¿Lo pillas?

—Sí, claro, totalmente, quieres que sea tu soplón…

—¡No hace falta recurrir a palabras tan gruesas! Piensa que simplemente nos estás echando una mano. Y nosotros a cambio te dejamos en paz.

—Vale, pero la próxima vez, ¡ven tú sola!

En el camino de vuelta, seguían dudando. No había ninguna urgencia para despertar a Revel a esa hora tan tardía de la noche. Sin embargo, llamaron al estado mayor de la PJ por si acaso estaba allí. Sería capaz. Pero nadie lo había visto, no había dado señales de vida desde su partida, a las 9 de la noche.

—Está con su hija —recordó Sonia—, vamos a estropearle una noche tranquila. Además, tampoco tenemos gran cosa que decirle…

—Es verdad. Es curioso…

—¿A qué te refieres?

—No lo sé… A nada seguramente, pero tengo una impresión extraña, como si ya hubiera visto esa cara en alguna parte.

Sonia le lanzó una mirada de sorpresa. ¿Qué relación tenía con Revel?

—¿Qué cara?

—La de la foto… Ese tal Jimmy… Pero es probable que solo sea una impresión.

Lazare permaneció en silencio hasta que llegaron a casa de Sonia. Había muchas ventanas iluminadas todavía, pero por el frío reinante nadie se arriesgaba a merodear por los aparcamientos o las entradas de los edificios.

—Hazme un favor, Sonia —dijo Lazare una vez ya en el apartamento—. Acabamos la botella de vino y después a dormir, ya recogeremos mañana por la mañana.

La joven se puso muy tensa en cuanto cruzaron el umbral de la puerta.

—No sé si voy a poder…

—Bueno, pues entonces, ya limpio yo.

—Ni hablar, ya te has ocupado de todo esta noche. Vete a dormir.

El encanto de la velada finalmente se había roto con la salida imprevista y el recuerdo súbito de sus vidas miserables. Al menos eso era lo que hacía pensar el aspecto abatido de Sonia. Por mucho que se resistió, Lazare consiguió empujarla hasta su habitación donde la chica acabó encerrándose. Pensó que, sin proponérselo, ella acababa de dar un gran paso adelante. Apretó el interruptor de la cadena y Chopin volvió a sonar con sus Nocturnos mientras se ocupaba de la vajilla. Cuando acabó de limpiar, se quedó un rato mirando por la ventana esas zonas del extrarradio. Revel las calificaba de desbaratadas, zonas olvidadas por todos, como si una pared invisible las hubiera apartado para siempre del mundo.

Lazare se apartó de la ventana con un suspiro: esa noche no arreglaría el problema de aquellos barrios de las afueras, que eran como ollas exprés. Delante de las estanterías, se atrevió a echar un ojo a los libros de Sonia. Asintió con la cabeza, emocionado por las lecturas de la chica sensible que se ocultaba bajo la pendenciera dispuesta a plantar cara a todo. Se acabó la botella de vino tinto para aplazar el momento de enfrentarse a la miseria patética de su celda. Al pasar por delante de la puerta de Sonia, la oyó llamar por teléfono. Hasta él llegó su voz de chiquilla desesperada, un sollozo, una súplica, tal vez. Oyó «mamá» y se apresuró a entrar en su propia habitación y a cerrar su puerta. Sintió una opresión brutal en el pecho cuando se fijó en lo que le rodeaba. Se dio cuenta de que sujetaba su teléfono como una mano que nadie le tendía. Lo contempló durante un buen rato, vacilante, angustiado. Finalmente se decidió a llamar a su mujer. Dejó que el teléfono sonara mucho tiempo, pero no obtuvo ninguna respuesta.