—Debes de pensar que he sufrido abusos o agresiones sexuales durante mi infancia para ser como soy —empezó Sonia sin mirar a Lazare.
El capitán se guardó mucho de responder. Se limitaría a escuchar, aunque ya temía que lo hicieran partícipe de una carga insoportable. Las primeras palabras de Sonia no lo tranquilizaban.
—Porque, como ya habrás visto, estoy un poco pirada…
Él hizo un gesto vago, prudente, para decir: «No mucho más que otros, pero bueno, un poco, sí».
—Pues bien, nada de eso. Ni tuve un abuelo sátiro que me violara, ni hubo ningún cura vicioso que me tocara… Así que ahora aún te preguntarás más por qué soy así, ¿no? Austera y fría, sin novio, sin novia, con una casa decorada como un hospital, y me agobio si la pata de una silla está fuera de su sitio…
Esperó la confirmación de Lazare o que dijera algo, pero el capitán no hizo nada y eso la puso nerviosa.
—¿Sí o no? ¿Te planteas esa pregunta? Sé que sí. Venga, di algo.
—Bueno, sí, pero…
—¿Ves? ¡Y no me digas que tendría que ir a terapia, porque sé exactamente por qué soy como soy!
—Sonia —resopló Lazare, incómodo—, no estoy seguro de…
—¿De querer saberlo?
—No, no, de ser la persona adecuada para ayudarte, por mi situación personal…
—Ah, perdona, creía que…
Ella se cerró en banda con su brusquedad característica. Cogió la botella de Moulis y se puso a servir el vino en las copas, sin cuidado. Lazare hizo una mueca ante el sacrilegio: ese néctar merecía más consideración. Sin embargo, permaneció estoico, no valía la pena empeorar la situación, así que se levantó como si nada para ir a sacar las codornices del horno. Cuando dejó el plato en la mesa, vio en la mirada perdida de Sonia que la magia se había esfumado. Él fingió no darse cuenta de que los bellos ojos de su colega se habían apagado. En ese momento, sintió una especie de fulgor. Tendió su copa hacia la de Sonia, que, a su vez, cogió la suya, distante, y la chocó ligeramente contra la de Lazare, sin mirarlo.
—¿Sabes, Sonia? —dijo él con dulzura—, deberías llamarla…
—¿A quién?
—A tu madre.