Revel no se sorprendió al encontrar su casa vacía, fría y oscura. Había intentado retrasar un poco el momento de la llegada. Pero ya no tenía fuerzas para ir hasta París y buscar un bar abierto. Marlène no respondía al teléfono. Había pensado en Sonia y en su propuesta de compartir su soledad con otros, pero no se había atrevido a ir; sentía que había sido injusto y desagradable con ella, y que, por tanto, se merecía su suerte.
«Bueno, ya está —pensó mientras giraba la llave en la cerradura—, ya he agotado todas mis oportunidades». En la entrada, la crudeza de su soledad le saltó al cuello. Sintió el tacto de su pantalón húmedo, y oyó que los pulmones le hacían un ruido de fragua. En el interior, solo lo esperaban fondos de botella que iba a apurar hasta la última gota antes de tragarse algunas «pastillas para olvidar». Una ansiedad loca se apoderó de él y fue como si un ciclón lo arrollara. Corrió hacia la habitación de su hija y llamó a la puerta cerrada. En el fondo, sabía desde la víspera que Léa se había marchado. De repente, la idea le resultó insoportable: Léa podía haberse ido a suicidar a alguna parte. O quizá estaba en un hospital, tan mal que no había podido decir que lo avisaran. O… Ya no tenía ni idea. Corrió a su propia habitación donde guardaba en secreto todas las llaves de la casa. La de la habitación de Léa estaba colgada de un corazón dorado; al verlo, el estómago le dio un vuelco.
La habitación de la chica estaba ordenada y las sábanas de la cama estiradas al máximo. El ordenador estaba apagado y no había ningún mensaje a la vista. Léa se había ido sin decir una palabra. Pensó con horror que su hija llevaba al menos dos días fuera de casa sin que su padre se preocupara por su ausencia. Se dejó caer sobre la cama de su hija, con la cara escondida entre las manos, y empezó a sollozar.